Hace unas semanas visité la exposición Malos libros, en la Biblioteca Nacional, donde se quería reflexionar sobre la censura que han vivido nuestras letras. Llamó mi atención la historia de uno de los carteles: contaba cómo el franciscano Ortiz Lucio, en la dedicatoria de su Jardín de amores santos, había despreciado, por improductivo, el contenido de ciertas obras: «las Celestinas, Dianas, Boscanes, Amadises, Esplandianes», junto con otros de su raza, repletos de falsedades que arrastrarían a la perdición a quien se dejase embaucar por sus «portentosas mentiras». Ese sintagma me pareció bellísimo, y no solo eso, sino que las dos citas del señor Ortiz Lucio dan las claves —la primera— de la tradición literaria del título del que hoy os hablo, y —la segunda— del mecanismo ficcional que lo vertebra. Estoy refiriéndome a Pasan cosas bellísimas, de Laura Ramos (Isla Elefante, 2024): una obra de poemas en prosa en la que la autora de La verdad es que estoy sola y que estoy ardiendo (La Isla de Siltolá, 2022) nos regala de nuevo su voz preciosa como preciosas son las piedras que extraen el valor de la escasez.
El libro se halla dividido en tres secciones («Antes de que comenzara el relato del mundo», «Antes de que comenzara el relato del agua» y «Antes de que comenzara el relato del aire» —esta última es en realidad un cierre de la historia—) más un texto final (una fantasía a partir de un cuadro de Richard Estes). La voz se comporta como una cuentacuentos que fuera rodando por los pueblos y nosotros, los lectores, emocionados con la llegada, abrazáramos sus narraciones de noche, al arrullo de un fuego, hipnotizados por estos poemas-relato. Si en su ópera prima había desplegado su propio universo —casi obligada a inventarlo—, Nonú, en el segundo poema de la parte inicial encontramos la primera composición —en el orden de la génesis— de ese imaginario poético, un espacio donde pasan cosas bellísimas. Hay, desde las páginas más tempranas, una voz que siempre juzga de inverosímil el discurso del poema, y esto se debe, seguramente, a su proceder mitopoético: si, pongamos por caso, Plinio el Viejo explica el origen mítico de la pintura con la Dama de Corinto, Ramos nos hace saber con sus seres bípedos y remolachas de dónde proviene el subrayador. Una candidez infantil, tan grata, recorre todas sus líneas (por ejemplo: «Los habitantes de Nonú no entienden lo que significa ‘‘la belleza es inútil’’. Señalan al techo y dicen: dioses, etc.», p. 17). La creación del mundo es aquí un hecho lingüístico (mejor quizá: literario), no biológico: se percibe una ansiedad por el nombrar, «una aproximación lingüística a tu presencia» (p. 11) porque las palabras sirven para entender el mundo: «no eres bióloga, apuntas; sé latín, rebato» (p. 21).
Laura Ramos consigue responder a la pregunta que una vez le leí a Ricardo Piglia: ¿cómo narrar fuera de los géneros? Entre alocadas anotaciones (una gata elabora un catálogo en el que va adjetivando a los amantes de su ama, casi un guiño a aquella esperpéntica lista de Borges calificando los poemas en un certamen o, por qué no, a la clasificación de «El idioma analítico de John Wilkins»), ingeniosas distinciones (lenguas mamut y lenguas horquilla), hermosísimos sintagmas («ojos jesuitas») e, incluso, una suerte de roboterótica, surge lo fantástico, precisamente, siguiendo a Todorov (no se pierdan el homenaje que realiza a los formalistas rusos), entre lo siniestro y lo maravilloso. Inteligente, divertido y desbordante de ingenio a partes iguales, con la astucia en borboteo y un manejo soberbio de las citas, que las convierte en un juego dentro de un juego, Pasan cosas bellísimas invita a ver cada detalle como si fuera magia —incluida la conexión telefónica de la pieza final— porque logra, y esto es lo mejor, su objetivo: colocarnos «en el corazón del mito» (p. 62).
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Autora: Laura Ramos. Título: Pasan cosas bellísimas. Editorial: Isla Elefante. Venta: Todos tus libros.
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