El primer contacto con las grandes obras maestras —o como cada cual quiera referirse a sus películas de referencia, aquellas que terminan formando parte de uno mismo y a las que se necesita volver de tanto en tanto— puede asemejarse, en ocasiones, a un flechazo. Cuando uno piensa en The Shop Around the Corner (1940), Un condamné à mort s’est échappé (1956) o Ball of Fire (1941) recuerda una suerte de amor a primera vista, de imágenes capaces de hechizar al espectador de manera inmediata.
Parece evidente que el interés formal y el magnetismo que rebosa Portrait of Jennie —dirigida por William Dieterle y estrenada a finales de la década de 1940, tras numerosos contratiempos durante el rodaje y encontrándose con un inesperado fracaso en taquilla— tienen el poder de sobrecoger a cualquiera casi desde la cita de Eurípides con que se anuncia, e invitan a colocarla apresuradamente entre nuestras grandes revelaciones cinematográficas. Sin embargo, no por ello deja de tratarse de una enigmática película plagada de estímulos y misteriosos signos concentrados en apenas 86 minutos, sucediendo a una velocidad que termina provocando el deseo de regresar pronto, de tratar de aprehender aquello que se escapó —ya sea una mirada de Ethel Barrymore llena de melancolía, una sutil pieza de Debussy o un simple gesto de Jennifer Jones, cuya presencia puede esconder un sentido mucho mayor del que parece— y lograr así conectar plenamente con ella.
La fascinación repentina que producen sus imágenes es fruto, entre otras cosas, del desconcierto que genera encontrarse con una película clásica tan adelantada a su tiempo, con una de esas excepciones de modernidad dentro del clasicismo. Alineándose con las propuestas más estimulantes de directores clásicos como Sirk, Ray, Fuller o Tourneur, Dieterle ofrece no solo contados hallazgos formales o gestos autorales (como la experimentación con los filtros, donde superpone el paisaje de Nueva York a la textura del lienzo), sino toda una obra complejísima, ambigua y de una redondez estética que adelanta el espíritu de modernidad propio de los nuevos cines de la década de 1960. En el carácter romántico de Portrait of Jennie todo es exceso y ambición —causado por la obsesiva conciencia artística de su director y productor—, y conforme avanza se van destruyendo el equilibrio y la mesura de sus formas.
A este desconcierto se le suma el hecho de que su cineasta dirigiese diez años antes The Hunchback of Notre Dame (1939), una estupenda adaptación con forma de “fábula de aventuras” tremendamente materialista, en la que los elementos físicos del entorno tenían tanto protagonismo como los personajes. El espectador no separaba los pies de la tierra y sentía cómo traspasaba la pantalla la madera, las túnicas de los figurantes, el agua o el sudor. Ahora Dieterle trabaja con conceptos, no con objetos.
Más concretamente, parte de tres conceptos: la eternidad, el amor y la inspiración. Y no importa el orden, pues en Portrait of Jennie, más que considerarse cada uno de ellos una consecuencia del anterior o tres vértices de un triángulo, se entienden como tres conceptos abarcadores que acaban fundiéndose en uno mismo (o bien Dieterle no establece ninguna distinción desde el primer fotograma de la película). La naturaleza abstracta de la obra, su condición inmaterial y fantasmal es el resultado presumible de ciertos recursos visuales —las apariciones a contraluz de Jennie, los encuadres translúcidos, el uso de la niebla— y, además, del encuentro entre los conceptos tan imprecisos sobre los que reflexiona.
La película es igual de etérea y fugitiva que la propia Jennie. No solo por las ideas que plantea y por los bellos recursos visuales con los que seduce, sino también por la utilización de elipsis gigantescas y una voz en off que añaden viveza y fugacidad a aquellas imágenes intangibles sacadas de un sueño. Se trata de la narración en off de un recuerdo a punto de desaparecer: la película, llena de saltos temporales y breves secuencias, avanza y se evapora sin que el espectador tenga tiempo de alcanzarla, pues se le escapa entre las manos. La profunda reflexión sobre el tiempo que encierra se traslada a su estructura, a su montaje, a las conexiones entre los planos, y uno tiene la sensación vertiginosa de que el recuerdo narrado se esfuma de manera irremediable. Una sensación de pérdida salvada milagrosamente en el último momento por el último plano.
Resulta tan admirable como paradójico que en Portrait of Jennie se logre preservar el misterio indescifrable de sus imágenes mientras se convive con el reconocimiento explícito de varias de sus ideas mediante la palabra. “¿Por qué debería creer que de los miles de artistas que luchan a diario yo tengo algo interesante que decir?”, o bien “el tiempo cometió un error, pero tú me esperaste” (preciosa manera, por cierto, de dirigirse a un amor con el que no se ha coincidido en la misma época). Al pronunciar estas sentencias tan poderosas, no da la impresión de quedar mucho margen para la duda, para comprender qué les sucede a los personajes y qué conflictos se les interponen. Sin embargo, el enigma que rodea a la película sigue latiendo y su aura de misterio se mantiene inmutable. La palabra se usa como un elemento puramente expresivo —por el gusto en el efecto literario que produce—, no como un recurso explicativo. La palabra no resuelve el misterio, lo alimenta.
Aunque a Portrait of Jennie la relacionen —y con razón, evidentemente, debido al peso que tiene la presencia de un retrato femenino— con otros grandes clásicos de su época como The Woman in the Window (1944), lo cierto es que Dieterle comenzaría inconscientemente un interesante tríptico al que le seguirían, nada menos que cuarenta años después, obras como La Belle Noiseuse (1991), de Jacques Rivette, y El sol del membrillo (1992), de Víctor Erice. Por supuesto, no deja de estar en consonancia con la vasta y monumental Van Gogh (1991), de Maurice Pialat, pero lo que hermana a las anteriores no es solo la misteriosa narración de la inspiración del pintor y su proceso creativo, también el diálogo que se establece entre la creación de la obra del pintor filmado y la creación de la obra del cineasta que lo filma. El probable cruce entre la evolución del cuadro y de la propia película en que está integrado.
Curiosamente, en La Belle Noiseuse se podía escuchar que “una obra de arte que se termina es como un recién nacido, se necesita tiempo para entender quién es y qué será”. Décadas más tarde de su nacimiento, el desastre logístico y económico de David. O Selznick ha acabado siendo objeto de proyecciones en el MoMA, una de las películas favoritas de Luis Buñuel y un misterio que aún se resiste a ser interpretado. Por suerte, cada vez son más quienes se acercan a ella y descubren o redescubren la magia y los matices que todavía continúa ganando.
En cualquier caso, para esto no hay fórmulas. Como bien le explica la señora Spinney a Eben mientras echa un vistazo a sus pinturas al poco de comenzar la película, la obra del artista perfecto puede tener proporción, anatomía, color… que, como no haya una pizca de amor, no tiene nada aunque lo tenga todo. Portrait of Jennie es imperfecta: es excesiva, irregular, incluso empalagosa por momentos. A pesar de ello —o quizá debido a ello—, sigue estando viva casi ochenta años después de su estreno.
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