Los aires difíciles
Entro en una librería cuyos estantes principales muestran la bibliografía completa de Almudena Grandes. Sigo de viaje por el mismo sur que ella noveló en Los aires difíciles y me voy enterando con cuentagotas de las repercusiones que va teniendo en los países de habla hispana la noticia de su muerte, del homenaje hermoso que le tributan sus lectores en el cementerio civil de Madrid, de la miseria ética de unos dirigentes incapaces de escribir unas breves palabras públicas de condolencia por la pérdida de quien fue una de las escritoras que más se empeñó en convertir en literatura la ciudad y la comunidad cuyos destinos ellos dirigen. Son raras las palabras: en ocasiones parece que no valen de mucho cuando se pronuncian, y sólo revelan su alcance verdadero cuando ya no pueden ser dichas nunca más. También son definitorios los silencios: evitan nombrar aquello que se quiere o que se teme, y en ese empeño no hacen más que hablar mal de quien los propicia. No conocí tanto a Almudena Grandes como para colocarme en su cabeza —no creo que nadie esté legitimado para hacerlo en ninguna circunstancia, en realidad: los muertos están muertos y ya no pueden pronunciarse, y cualquier intento de adjudicarles una opinión concreta a quienes ya no pueden emitirla e ignoran los hechos que la habrían fundamentado no deja de ser una forma bastante pueril de conferir una autoridad nada objetiva a nuestros propios veredictos— y vaticinar qué juicio le merecerían los despechos de quienes dispusieron de una oportunidad inmejorable para hacerse pasar por aquello que no son y la desbarataron en aras de un cálculo equivocado y no exento de vileza. Lo único que sé es que resulta curioso que quienes continuamente acusan el sectarismo en el ojo ajeno son los que menos capacitados están para percibir el revanchismo en el propio, y que es fácil acusar a los demás de sembrar odio mientras uno mismo va desperdigando a escondidas las semillas de las que poco a poco van germinando frutos indeseables, mecidos por el impulso iracundo de los aires difíciles que envuelven nuestra época y que ni siquiera respetan las treguas del luto, ni las reglas de la cortesía, ni las normas de eso que antiguamente se conocía como decencia.
Muertes y letras
A Dante Gabriel Rossetti lo hicieron famoso sus pinturas, pero lo que caracteriza su biografía es la historia de los poemas que escribió a Elizabeth Siddal, su esposa, quien se suicidó tras dar a luz a un hijo muerto, parece ser que con el alma atormentada a causa de las recurrentes infidelidades de su cónyuge. Atormentado por la culpa, Rossetti quiso que el cadáver de su mujer quedara sepultado junto a los versos que él mismo le había dedicado y que sólo habían llegado a conocer, además de la aludida, un pequeño círculo de amigos íntimos. Puede que él no les concediera más importancia que la sentimental, pero el recuerdo que dejaron entre sus escasos lectores corrió de tal forma que, al cabo de unos años, alguien sugirió a su autor que se decidiera a darlos a imprenta. No se negó, pero sí adujo un problema: en el féretro de su mujer se encontraban los manuscritos originales y él no disponía de ninguna otra copia. La única posibilidad radicaba en extraerlos, literalmente, de la tierra. La exhumación se llevó a cabo siguiendo el procedimiento legalmente establecido —y, según se dice, con la ausencia de Rossetti, que no quiso saber nada ni de la suerte de aquellos textos— y finalmente se hizo con los poemas una edición que causó el goce de los entendidos y el desprecio de los puritanos, que entendían que la sensualidad que desprendían los convertía en obras absolutamente impúdicas, disculpables en un ámbito privado pero por completo indignas de verse aireadas en público. El episodio, tan escabroso y tan gótico que parece más propio de un cuento de Poe que de la pura y dura realidad, me viene a la cabeza cuando leo que el año que viene se cumplirá el cuadragésimo aniversario de la publicación del Libro del desasosiego, esa obra maestra que atribuimos a Pessoa y que quizá debiera atribuírsele sólo en parte, porque lo que Pessoa dejó a su muerte —ocurrida en 1935, es decir, más de cuatro décadas atrás— fueron unos cuantos papeles firmados por un tal Bernardo Soares que sólo póstumamente se consideró que podían conformar un mismo libro cuyo título podía ser el que finalmente fue como cualquier otro. Todo el mundo sabe que conocemos los escritos de Kafka gracias a que su amigo Max Brod incumplió su última voluntad, que requería que se prendiese fuego a todos sus papeles, y permitió que la humanidad entera se beneficiase de un legado excepcional. Cervantes, que era un grandísimo escritor pero un mal juez de sus propios méritos, murió convencido de que su obra imperecedera, aquélla que inscribiría su nombre con letras de oro en los panteones de la posteridad, era Los trabajos de Persiles y Sigismunda y no El Quijote, que al cabo terminó siendo no una novela, sino la novela por antonomasia, y eclipsó por completo a la primera, que hoy sólo conocen bien los eruditos y los tres o cuatro entusiastas impenitentes de Cervantes que deben de quedar aún en España. Es gratuito preguntarse no lo que habrían pensado ellos, sino el modo en que hubiesen afrontado sus quehaceres literarios, de saber el papel que les tendría reservado el mundo cuando ellos ya no estuviesen sobre él. Quizás la muerte sea, además del único punto a partir del cual es ya imposible atreverse a nada ni corregir los errores que pudieran haberse cometido, el único elemento capaz de determinar la coherencia de una vida, su sentido profundo y definitivo, suponiendo que tal cosa exista.
El ángel caído
Procuro acercarme, siempre que ando con tiempo por los senderos del Retiro, hasta la estatua del ángel caído. No sé de muchos monumentos públicos erigidos en honor al diablo —hasta donde sé, hay otros tres en Turín, Quito y La Habana—, y menos aún que ocupen el lugar de un antiguo templo consagrado al culto católico —el de Madrid se levanta donde se alzó en tiempos la iglesia de San Antón, que se derribó en la época de Carlos III—. Me gusta la armonía que dibuja la criatura de Bellver en su descenso desde los predios celestiales, el modo en que se coloca la mano a modo de visera mientras clama su imprecación contra la divinidad y la lucidez con que su escultor permite que intuyamos, al contemplar la plasmación de lo que fue tan sólo un gesto tan breve como efímero, lo que hubo antes y lo que seguramente habrá después. Me gustan también los versos de Milton que lo inspiraron y me gusta el paisaje que lo envuelve, las hojas amarillentas de los árboles saludando el otoño que progresa, el cielo de un azul puro y frío que se resigna a asumir la inminencia del invierno, el ruido mitigado de la ciudad allá al fondo, en vísperas de la inmersión en un diciembre que es una lenta premonición de despedidas.
«-No hay regla sin excepción ~respondió don Lorenzo-, y alguno habrá que lo sea y no lo piense.»
(Frg. del ilustre caballero)