A continuación, podéis leer el primer capítulo de Aún podemos ganar de Juan José Flores. La historia de un —en apariencia— hombre feliz que trabaja como ejecutivo en una importante empresa de publicidad; está casado con una abogada de renombre que algún día heredará el grupo empresarial familiar; y tiene dos hijos adorables. Sin embargo, su matrimonio no funciona; acaba de perder su empleo, aunque cada mañana finja irse a la oficina; y, tal vez no por casualidad, su vivienda está infestada de abejas.
Capítulo I
Aparecieron abejas en la cocina. Fue Alicia la primera en alertarme, aunque aún no hubiera una alarma decidida en sus palabras: «Juanita las ha visto». Mi mujer me lo dijo a la hora del desayuno, en ese tramo fronterizo del día, como si describiera la imagen de un sueño todavía tibio. «¿Abejas?», pregunté pronunciando sólo una única palabra, aún sin calibrar debidamente su importancia, sus resonancias casi mágicas. «Sí, abejas. Juanita cree que tienen un nido por aquí cerca, tal vez en el jardín.» Pensé que las abejas no hacen nidos, sino que construyen colmenas, pero aún no lo dije, me quedé rumiando la palabra «construir», convencido de que puntualizar algo al respecto no era pertinente y, por contra, podría romper una suerte de encanto. «No quisiera que picaran a los niños», añadió Alicia, aventurando la posibilidad de un daño, aunque fuese chiquito, apenas un atisbo, una intuición del verdadero peligro que se cernía sobre nosotros. Recuerdo que apenas una semana después de que la asistenta hubiera visto por primera vez abejas en la cocina de la nueva casa, me quedé sin trabajo, pero entonces no asocié ambas vicisitudes —las abejas y el desempleo—, hubiera sido absurdo, una falta absoluta de cordura. Puede que aún lo sea.
No supe encajar el golpe y decidí algo absurdo: guardar silencio, no comunicar mi despido a nadie, todavía, fingir que nada había sucedido. Así es que nada dije en casa. Tal vez consideré absurdo dar una noticia que ni yo mismo me acababa de creer, o simplemente trataba de ganar tiempo para asumir lo sucedido, para encontrar el momento y el modo adecuados con los que explicar lo que había pasado. El caso es que continué actuando como si aún conservara mi trabajo, llevé el fingimiento hasta más allá de lo razonable, pues continué saliendo cada mañana de casa, rumbo a una oficina en la que ya no se me esperaba. Luego regresaba a la misma hora en que solía hacerlo antes, cumpliendo escrupulosamente el horario de un trabajo ya inexistente.
Para cualquier observador ajeno y poco atento, mi vida parecía poseer entonces una suerte de inercia adquirida, el rastro de un impulso apenas cansado aún por el tiempo. Un asunto tan nimio como el de las abejas no era de esperar que fuese determinante, apenas una leve alteración en mi estado de ánimo, quizás poco asentado, lo reconozco, sobre todo en los dos últimos años. Yo aceptaba aquella inercia como inocua, aunque ya hacía tiempo que había dejado de suponer que portaba oculta en alguna parte la esencia misma de la felicidad. Llevábamos apenas seis meses viviendo allí. La nueva casa estaba situada en una urbanización razonablemente alejada de la gran ciudad, lujosa, con un centro comercial tan cercano y bien surtido como para abastecernos de todo, e incluso permitirnos ir al cine sin pisar jamás población alguna. Mientras nosotros comprábamos, nuestros hijos nos esperaban en la segunda planta, deslizándose por interminables toboganes tubulares o nadando en inmensas piscinas llenas de multicolores bolas de plástico, al cuidado de jóvenes canguros ocasionales e uniformados. Teníamos un pequeño jardín detrás de la casa, con un rincón para hacer barbacoas y algunos árboles que en primavera se llenaban de flores; la piscina estaba ya proyectada y de aquella temporada no pasaría que la estrenáramos. Durante los últimos años, cualquiera hubiera dicho que transitábamos por una senda bastante amplia, como desbrozada de antemano a nuestro paso de ciertos obstáculos comunes. La bonanza económica rayaba el escándalo, el horizonte aparecía despejado, los hijos estaban en la edad de miel, últimamente de fiesta en fiesta de cumpleaños de sus nuevos vecinos de la urbanización y compañeros de escuela. Yo estaba a punto de encarar mi décimo año en la agencia publicitaria en la que trabajaba, que hacía poco tiempo había sido absorbida por un gran grupo de ámbito europeo, el European Publicity Group, con sede central en Londres, denominado coloquialmente «el Pub» por todos los empleados. La operación se había saldado con ascenso y aumento de sueldo considerable por lo que a mí se refería. Mi mujer, además de ser abogado, ostenta un master en dirección de empresas y, por aquel entonces, ya hacía tiempo que se había reincorporado al mundo laboral, tras un paréntesis razonable dedicado al alumbramiento y crianza de nuestros dos hijos. La suya no había sido cualquier vuelta a cualquier trabajo y había sido largamente gestada en numerosas conversaciones, durante interminables reuniones familiares. «Papá me ha ofrecido, oficialmente, un puesto destacado en su equipo —declaró un día como quien anuncia un armisticio con su progenitor—. Dice que necesita más que nunca un buen abogado, que además sepa de economía. Ya le conoces. Siempre ha deseado que yo diera este paso, ya lo sabes. Lo sabemos todos. El sueldo es como para no pensarlo dos veces, más un buen paquete de acciones a añadir a las que ya tengo. Sus empresas parece que aguantan bien, como siempre, pero él dice que se avecina una crisis importante para los próximos años y que habrá que maniobrar, cambiar el paso en algún sitio, gestionar la tormenta en otro. Supongo que en algún momento me tocará lidiar con algunos despidos incómodos. He hablado con Juanita. Ella se podrá ocupar de los niños desde que vuelven del colegio hasta las ocho, y luego ya sueles llegar tú a casa.» No cabía más que alegrarse de aquella decisión. Alicia es brillante, una profesional de calibre, como muy bien había adivinado su padre. Antes, en los primeros años de nuestra convivencia, cuando ella aún se resistía a incorporarse a aquel conglomerado familiar y empresarial, había trabajado para diversas inmobiliarias, pero eso había sido en tiempos de prosperidad galopante, cuando lo que ya los expertos definían como «una burbuja económica» aún estaba apenas fláccida, crecía a buen ritmo y nadie parecía alertado en exceso por ello. En aquella nueva etapa, y en vista de que el grueso de las inmobiliarias del país estaban en quiebra o a punto de enfrentarla, yo hubiera preferido imaginar a Alicia ejerciendo una abogacía de cuento de hadas, defendiendo causas nobles en los tribunales, librando a inocentes de las garras de la justicia, en lugar de lidiando con una sucesión de despidos incómodos para su padre. Entonces no dije gran cosa al respecto, para sortear una nueva discusión —ya tan frecuentes entre nosotros—, nada más allá de algún comentario apenas malévolo, relativo a aquel lado oscuro de los despidos, previstos ya con tanta antelación, al estilo de esas estadísticas que vaticinan cuántas muertes va a provocar una epidemia que aún no se ha desatado o las víctimas que se esperan indefectiblemente en la carretera para la próxima «operación salida». Las discusiones entre nosotros se habían vuelto algo más que habituales, sobre todo en los dos últimos años de nuestra convivencia, y la complicidad se nos había ido mermando poco a poco hasta casi un deterioro doloroso, en franco contraste con el creciente bienestar económico, y con la alegría inequívoca que representaba ver crecer a nuestros hijos. Yo no me atrevía aún a hablar de desamor, esa bajamar sin esperanza de pleamar, todavía era el tiempo en que uno no sabe que lo que está manejando ya, día tras día, son los futuros restos de un naufragio inminente, que acaso no sobrevendrá por la súbita intervención de los elementos desatados, sino porque la tripulación no estuvo atenta, fue poco diestra, rompió el timón de la nave, que quedó a la deriva en un mar extraño, un desierto de agua que se había tragado todas las tormentas. Reconozco que me desentendí pronto —como solía hacer entonces— de aquel aspecto incómodo del trabajo de mi mujer, porque el tiempo fue pasando, nos mudamos a la urbanización, a la nueva casa, a un nuevo estilo de vida, por lo menos para mí, y Alicia no volvió a mencionar nada relacionado con ningunos despidos incómodos.
Como ya había vaticinado mi suegro, con tanta antelación —¿cómo lo sabría?—, el flujo ascendente de aquella bonanza económica cambió de súbito y estalló lo que tenía que estallar. Al parecer, aquellos fenómenos —las burbujas y sus consiguientes estallidos— eran periódicos, producto del borboteo que acompañaba indefectiblemente el hervor de los mercados, del sistema económico planetario, siempre en permanente ebullición, unas fluctuaciones intrínsecas al sistema, o más bien una enfermedad crónica con cuyos episodios álgidos y devastadores había que contar, igual que se acepta la gripe estacional o se convive con otros imponderables de la vida, como los accidentes de tránsito o el crimen organizado. El concepto mismo de un crecimiento ilimitado y en continuo ascenso, por constituir un imposible demencial, una auténtica falacia, precisaba de aquellas crisis de calibre para perpetuarse. El caso es que el gran grupo publicitario de ámbito europeo entró en barrena como una nave a la que se le hubiera parado de golpe el motor principal en pleno vuelo, y poco faltó para que se estrellara con un estrépito también de ámbito europeo. Hubo una drástica reducción de personal que, presumiblemente, habría de salvar a la empresa de la catástrofe definitiva como un bálsamo infalible: un lastre que debía soltarse sin demora para remontar el vuelo tarde o temprano. Reconozco que me cogió del todo por sorpresa el que yo fuera uno de los elegidos, que formara parte de ese lastre, me sentí humillado y no tuve el coraje suficiente para comunicárselo enseguida a nadie de la familia. Cuando quise reaccionar se había hecho tarde; demasiado tarde. Últimamente, Alicia y yo hablábamos poco de mi trabajo. Hablábamos poco de cualquier cosa. Ella preguntaba lo justo porque andaba muy ajetreada con lo suyo —en casa se la veía ensimismada—, y yo apenas si había comentado algunos malos augurios que por el sector publicitario se extendían al comienzo de aquella situación. Cuando las cosas empeoraron a fondo, opté por desviar la atención y, cuando se precipitaron, me instalé en aquel silencio absurdo, paralizante. Tal vez aquel aparato pesado y al parecer seriamente tocado que era el European Publicity Group volviera a ascender pronto con soltura —pensé— y de nuevo parecería ligero como un antiguo zepelín, otra vez dispuesto a elevarnos a todos hasta alturas estratosféricas, allí donde nadie que padeciera vértigo, o lo hubiera contraído tras la pasada mala experiencia de caída libre, podría permanecer ya con la debida compostura. Me equivoqué.
Me habían ofrecido una indemnización a la baja —muy a la baja—, maquillada con solemnes promesas de una futura y pronta readmisión. Hubiera debido denunciarles enseguida, pero ello habría significado romper aquella actitud de secreto que ya se había apoderado de mí, amenazar con un largo pleito, consultar a un buen abogado —mi mujer era un buen abogado, por ejemplo—; en definitiva, dar la cara, pelear. Me habían asegurado que el saneamiento de la empresa estaba en marcha y sería cuestión de poco tiempo, aunque había que tener en cuenta que estábamos hablando de una adaptación que implicaba varias sedes en diferentes países con cientos de empleados. «Saneamiento» y «adaptación» significaban en aquella jerga: «una sucesión de despidos incómodos». ¿Cuántas Alicias iba a necesitar el gran grupo de la publicidad europea para deshacerse de otros como yo en tantos países? En cuanto pasara aquel paréntesis nefasto y mejoraran las condiciones, se serenaran las aguas —me prometieron con énfasis—, sin duda la empresa recuperaría a sus mejores profesionales. Entonces me llamarían, no debía dudarlo ni por un instante, y todo volvería a ser como antes. «Estarás de vuelta muy pronto, ya lo verás. Antes incluso de que se te acabe el seguro por desempleo», me dijo Bernardo Lamas, que fue el directivo encargado de asestar el golpe. No lo supe encajar. Enseguida me aferré a pensar que quizás tenían razón, que todo aquello sería por poco tiempo, una tormenta importante —un huracán, en realidad—, aunque pasajera, y yo podría aguantar con aquel secreto ante mi familia hasta que me readmitieran. ¿Por qué lo hice? De veras que me lo pregunté, no entonces, claro, sino después, cuando ya era tarde para rectificar. «No quiero preocupar a nadie —me decía—. Esto pasará pronto. Lamas dice la verdad, no me engañaría en una cosa así. No a mí, después de diez años en la empresa.» Nada dije pues, ni a Alicia ni a mis padres, ya algo mayores y de naturaleza asustadiza, y menos aún a mi suegro o a mis cuñados, naturalmente. Era pura cobardía, ahora lo sé. Además fui víctima de un inesperado y absurdo sentido de culpa. «Algo habré hecho mal», fueron cuatro palabras que me persiguieron durante días y días, desde la misma mañana del despido, cuando las pronuncié abiertamente ante Lamas, como un niño que no comprende un castigo inesperado. Sin darme cuenta y durante los primeros días, empecé a actuar como alguien que trata de ocultar una falta grave, casi un delito, algo así como si hubiera robado la caja de la empresa. ¿Por qué yo y no otros?, solía preguntarme sin cesar, en una fase inmediatamente posterior. Por eso digo que no supe encajar el golpe, que me provocó aquel trastorno transitorio, que hubiera podido mandarme a la cárcel antes que a un sanatorio. Intenté que me dejasen, por lo menos, terminar con uno de los proyectos estelares de la compañía, que aún estaba pendiente y en cuya preparación yo había participado en alguna medida, el llamado «proyecto Malabar»: una campaña publicitaria destinada, tal vez, a salvar, in extremis, las cuentas de la empresa para aquel año. Se trataba de la realización, en nuestra ciudad, de un spot protagonizado por un actor norteamericano, de creciente fama internacional gracias a una serie policíaca de gran éxito en medio mundo. Resultó inútil. Apenas logré arrancar de Lamas una vaga promesa de algún otro trabajo ocasional, a corto plazo, pero ya como colaborador externo a la empresa, en alguna campaña de poca monta, mientras se arreglaba todo; trabajillos mal pagados que yo mismo había encargado, a veces, a jóvenes recién licenciados, en los tiempos en que no dábamos abasto con nuevos encargos. «Pásate dentro de unos días y hablamos de eso», me había dicho Lamas la mañana en que me comunicó el despido.
¿Nada hubiera sucedido sin la aparición de las abejas? Me lo pregunto al evocar aquella vida que había ido creciendo en lo oculto, en el silencio, el ente colectivo de voluntad tan definida y unívoca, aunque la compusieran tantas, cientos de pequeñas voluntades diminutas; el ciego instinto de las partes componiendo el sueño del todo, avanzando en una única dirección, la de crecer y perdurar a cualquier precio. Puede que tan sólo fuese una coincidencia. Sé que antiguos pueblos paganos creían en esas cosas, en la naturaleza súbitamente soliviantada, que a veces anunciaba tiempos de general desbarajuste de la realidad por medio de ciertos signos alterados, que quienes pretendían interpretarlos comparaban a palabras mal escritas en el libro del mundo, frases sin sentido que tornaban enloquecido el claro y sensato discurso de todos los días. No íbamos a poder solos contra aquello, nadie hubiera podido, aunque cedimos durante algún tiempo a la soberbia de creernos capaces. Casi despreocupadamente, sin concesiones aún a la ofuscación, tratamos de erradicar aquel contratiempo de nuestra vida, como el que aparta un insecto molesto con apenas un gesto poco meditado y aún leve. Un insecto. Al principio, reconozco que me enfrenté a ello sin la debida determinación —ahora lo sé—, y ése no fue un error menor ni el único, una fallida declaración de principios, un tono que se esboza ya débilmente y que de un modo indefectible prefigurará el desenlace posterior de la partida, dará pistas a un oponente al que se infravalora, al que se considera flojo y apenas interesado en la victoria, aunque esa circunstancia no exista para él, como tampoco su contraria. Sé que cualquiera que escuchara ahora mi relato de cuanto sucedió, del modo en que empezó, de cómo me convertí casi en un delincuente, me tomará por loco, y sí creo que perdí el juicio, cuando menos transitoriamente, vaya si lo perdí.
A los dos días de mi despido, las abejas aparecían ya por toda la casa. Todavía se dejaban ver de una en una o, todo lo más, en grupos de tres o cuatro insectos. Insectos. Revoloteaban por alguna habitación, con evoluciones algo torpes, juzgaba yo, como de animal glotón y ahíto de su manjar favorito, un punto ebrio, la satisfacción sobrepasada, malograda ya. A veces, descubría alguna abeja posada sobre el lomo de un libro, la portada de una revista o el pliegue elegante de una cortina, absolutamente inmóvil, como aguardando algo —¿qué aguardarían?—; unos seres ociosos y solitarios, ajenos por completo a su leyenda, que los asocia a una actividad incesante, productiva, ordenada y colectiva, al estilo de las hormigas. Si donde descubría la abeja era en un rincón del suelo, me parecía caída allí presa de un súbito desfallecimiento, tal vez muerta. Recordé un documental televisivo en el que se afirmaba que las abejas de medio mundo padecían una enfermedad misteriosa, una suerte de infección global que, según algunos expertos, estaba incluso amenazando la supervivencia de la especie, algo que de producirse finalmente supondría una auténtica hecatombe ecológica. Parece ser que el propio Albert Einstein había vaticinado que, de suceder semejante extinción, el hombre no sobreviviría a tal ausencia. «Si las abejas desaparecieran del planeta, al hombre sólo le quedarían cuatro años de vida», había dicho. Cuatro años. En el documental apuntaban a no sé qué parásito procedente de Asia como el causante de la epidemia. Curiosamente, cuanto más aparecían las abejas en distintos lugares de la casa, menos se las veía por el jardín. Por estar a mediados de otoño, lo achacamos a una suerte de preparativos para la hibernación, si es que algo semejante hacían las abejas, cuestión que ignorábamos entonces por completo. Los niños no eran conscientes de peligro alguno y fue necesario explicarles lo del aguijón, el dolor intenso del pinchazo, la piel enrojecida, el punto de la picadura hinchado hasta proporciones exageradas. «Menos mal que no tenemos perro», había comentado Alicia, tratando de esquivar la evolución errática de una abeja en la sala de estar. La posible incorporación de un cachorro a la familia, anhelo de nuestros hijos de un tiempo a esta parte, se iba a plantear seriamente en cuanto llegara el verano, aunque mi mujer se oponía a ello de un modo casi frontal. Alicia recordó cierto perro que tuvo de niña, y que murió precisamente por la picadura de una abeja. «Los cachorros tienen el instinto de tragarse todo bicho de un tamaño razonable que vuele al alcance de su boca. Si lo que se tragan es una mosca, por ejemplo, no pasa nada. Si es una abeja o una avispa, les puede picar en la garganta antes de ser tragada. Entonces, la rápida hinchazón del cuello obtura la entrada de aire hacia los pulmones, y el perro se ahoga si no se llega a tiempo de suministrarle un antídoto.» Aquella historia, explicada con maneras de abogado criminalista, incluso de médico forense, llenaba de espanto a nuestros hijos, así que la propia Alicia dejó de contarla cada vez que ellos se la pedían con insistencia; los niños suelen convertirse fácilmente en adictos al espanto.
Por más que intentásemos seguir las evoluciones de aquellos animales, para ver si descubríamos el lugar concreto por el que irrumpían en la casa —tal vez un indicio de la ubicación de una posible colmena—, todo resultó inútil. Aparecían y desaparecían por los rincones más insospechados y alejados unos de otros: desagües de lavabos, pequeñas grietas en los zócalos, las ranuras del aparato de aire acondicionado, la campana extractora de humos de la cocina; llegamos a descubrirlas por toda la casa, desde el desván hasta el sótano, además de en el jardín. Las noches se convirtieron pronto en problemáticas porque empezamos a oír aquel zumbido. En cualquier lugar de la casa no era fácil percibirlo de buenas a primeras. Existían habitaciones más propicias que otras como, por ejemplo, nuestro dormitorio. Se trataba de algo sutil en lo que era preciso concentrarse para reparar en ello. «Pero ¿cómo no oyes eso?», tuvo que insistir Alicia la primera vez, visiblemente alterada, cuando ya estábamos acostados. Hubiera sido fácil, al menos para mí, pasarlo por alto. Si se prestaba más atención, lo que se percibía no era lo suficientemente poderoso, al principio, como para erradicar el sueño. Bastaba con distraerse, leer un poco o ver la tele y olvidarse de ello. Sin embargo, desde aquella primera vez en que Alicia me lo hizo notar y logré identificar el zumbido, ya no me fue posible dejar de oírlo todas las noches siguientes. Empecé a recorrer la casa, sin encender las luces, guiándome sólo por el haz azulado y rectilíneo de una linterna, para ver si descubría el origen de aquel zumbido, pensando que tal vez las abejas aprovecharan las horas más oscuras para salir en mayor número, y acaso podría así sorprender el secreto lugar de reunión. Todo fue en vano; en las horas sin sueño se suele fabular absurdamente. Llegué a imaginar una especie de lenguaje en aquel zumbido sordo, con el que se lanzaban consignas, pautas de actuación colectiva que alertaban de mi presencia insomne por la casa. Si aquellos animales eran capaces de construir colmenas —construir—, si poseían una organización social tan sofisticada, me preguntaba por qué no podían poseer un lenguaje igualmente eficaz. Recordaba haber leído —o tal vez me enteré gracias a aquel documental televisivo, fuente de saber entomológico para mí— que las abejas comunicaban a sus compañeras la ubicación del alimento que hubieran encontrado, nada más regresar a la colmena, pero aún no estaba claro del todo el modo en que lo lograban. Existían varias teorías al respecto. Algunas apuntaban a una modulación del zumbido producido por las alas, mientras que otras hacían alusión a una suerte de danza, un conjunto de giros y otros movimientos cifrados, que las abejas realizaban a la entrada de la colmena para indicar la dirección del preciado néctar. Puede que lo acertado fuese pensar que se trataba de un compendio de todo aquello.
En cualquier caso, ahora guardo un curioso recuerdo de aquellas primeras e inútiles expediciones nocturnas. Recorrer la nueva casa, de noche, a oscuras, con la única ayuda de la linterna, resultaba una experiencia naturalmente anómala. Me parecía ver los objetos de nuestra cotidianidad como por primera vez, con una mirada entre lúcida y perpleja, en cualquier caso distante, porque la oscuridad difuminaba cuanto me resultaba familiar después de seis meses viviendo allí. Cualquiera me habría confundido con un ladrón que se hubiera colado sin ruido en la casa, para escudriñar por los rincones tratando de identificar lo que hubiera de valor. Lo encontraba todo casi ajeno —ajeno y un punto inquietante—, como un extraño lo hubiera contemplado a aquella luz azulada y en aquella situación: las fotografías enmarcadas, los muebles, el televisor, algún juguete de mis hijos olvidado como en una huida precipitada. Buscaba aquellos insectos — insectos— que al parecer evolucionaban a sus anchas por la casa anochecida, y mientras lo hacía, lo miraba todo de un modo tan diferente. También es posible que influyera en mi estado de ánimo de aquellos días el hecho de saberme sin trabajo, con lo que, en el fondo, toda mi vida me resultaba de pronto extraña e inquietante. Alicia nunca me acompañó en aquellas expediciones casi cotidianas de las primeras noches. Decía que le aterraba la posibilidad de toparse en medio de la oscuridad con un enjambre de abejas enloquecidas, o algo por el estilo. Sin embargo, ella me incitaba a emprender aquellas inspecciones por completo infructuosas, me las exigía. «¡Por Dios! Mañana me espera un día endiablado de trabajo —gemía Alicia—. ¿No puedes hacer nada para acabar con ese zumbido?» Cuando yo regresaba de mi ronda, cada vez más larga y tortuosa, siempre inútil, Alicia se había tomado una pastilla para dormir y ya empezaba a navegar entre dos aguas. «¿Qué pasa, papá?», recuerdo la pregunta de mi hijo, Daniel, en una de aquellas noches en las que sorprendió mi ronda. «¿Han entrado ladrones?» Sé que lo llevé sobre mis hombros de regreso a su cama, que recurrí a provocar sus ineludibles carcajadas con el recurso fácil de las cosquillas, para ganar tiempo, y que improvisé una excusa peregrina de fusibles que saltan a horas intempestivas. Cualquier cosa menos mencionar aquellos esquivos insectos —insectos— tan peligrosos para los cachorros de perro y los sueños descarriados de mis hijos. Sin embargo, Daniel no parecía particularmente asustado por la presencia de las abejas en la casa. Al contrario, más de una vez le había visto observarlas con una fascinación imprevista.
A los pocos días del inicio de aquella situación, ya no quedaba en la casa armario alguno que, al abrirlo, no dejara escapar alguna abeja de entre las prendas dormidas, ni cortina que, al descorrerla, no descubriera igualmente a alguno de aquellos intrusos agazapado entre pliegues de sombra, ni estantería o repisa que no revelara la presencia de aquellos seres que parecían haberse adueñado de la casa, poco a poco y sin violencia, y se habían instalado en nuestra vida para trastocarla, para descalabrar nuestro sosiego. Se multiplicaban las discusiones absurdas, todos nos mostrábamos irascibles, incluida Juanita, que incluso daba muestras de estar pensando en dejarnos, provocando una gran preocupación en Alicia. Algunas veces en que no me sentía con ánimos de enfrentarme inútilmente a la cola de vehículos cansinos de la mañana, rumbo a la ciudad, sólo por aparentar normalidad, daba unas vueltas con el coche por la urbanización, como si me hubiera perdido, y luego aparcaba en una zona elevada desde la que podía verse nuestra casa a cierta distancia, la suficiente como para pasar desapercibido. Desde allí veía salir a Alicia con su coche, ella sí camino de su trabajo cierto, y luego veía a la asistenta acompañando a los niños hasta la parada del autobús escolar. Después me quedaba allí un buen rato, sin saber qué hacer, aguardando —¿qué aguardaría?—, hasta que un movimiento que yo no controlaba, apenas un acto reflejo, me sacaba de aquella especie de letargia sin ensoñación y me impulsaba a poner de nuevo el coche en marcha, a deambular otra vez y matar un tiempo que ya parecía muerto como una abeja muerta. Por la tarde, también solía demorar el regreso recorriendo la urbanización, para hacer tiempo —hacer tiempo— hasta que fuesen las ocho.
Título: Aún podemos ganar. Autor: Juan Jose Flores. Editorial: Stella Maris. Venta: Amazón y Fnac
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