Durante un vuelo, a Marta Sanz le duele algo que antes nunca le había dolido. Un mal oscuro o un flato. A partir de ese instante crece el cómico malestar que desencadena Clavícula: «Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece.» Aquí, la narración del episodio autobiográfico se fractura como el mismo cuerpo que se deforma, recompone o resucita al ritmo que marcan las violencias de la realidad.
Marta Sanz retoma el tono autobiográfico de La lección de anatomía, pero en lugar de hacer memoria y reconstruir históricamente el propio cuerpo, esta vez se concentra en un solo punto. Un libro sobre el lado patético o reivindicativo del quejarse que, con sentido del humor, negro y autocrítico, conjuga la mirada social con una mirada sobre la literatura misma. Porque la carne a veces se hace palabra y la palabra a veces se hace carne. La segunda posibilidad da mucho miedo.
A continuación puedes leer las primeras páginas de Clavícula, de Marta Sanz.
Uno se encarniza.
No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo.
Marguerite Duras
Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no
me ha pasado.
La posibilidad de que no me haya pasado nada
es la que más me estremece.
¿Cuándo empieza el dolor?, ¿el primer síntoma? Quizá yo podría fijar el mío mientras sobrevuelo el océano Atlántico rumbo a San Juan de Puerto Rico. Aunque ése sería más bien el exótico o cosmopolita comienzo de una novela que tendría que firmar alguien que no soy yo. Un escritor peruano residente en USA o una autora de bestsellers entre históricos y sentimentales. Pero realmente sucede así; mientras sobrevuelo el mar constantemente diurno, noto la presencia de una costilla bajo el pecho izquierdo. Y, en la costilla, detecto una pequeña cabeza de alfiler que súbitamente se transforma en una huella de malignidad. Una fractura en la osamenta o el reflejo de una vorágine interior.
Voy leyendo un libro –siempre leo alguna cosa– con el que procuro distraerme del ruido de mi propio cuerpo, que suena, grita, me habla. Estoy harta de escucharlo. Durante unos instantes estoy convencida de que esta vez ya no hay marcha atrás y este viaje será el punto de inflexión hacia lo malo. Un poco más tarde, sé que no pasa nada con la misma seguridad con que hace un minuto se me secaba la boca porque iba a morir. El cuerpo está lleno de señales que algunas veces son la consecuencia de una presión ridícula. Una ventosidad. Pienso en clave cómica, y recuerdo a mi tía Alicia aquejada de un ataque de pedos en una sala de urgencias: ella se había diagnosticado un infarto. Se me tuerce una sonrisa. Malditas benditas malas posturas. Voy leyendo un libro y, como siempre ocurre, mientras uno lee a la vez va pensando en otras cosas y posiblemente ésa sea la gracia de leer. El pensamiento paralelo. Paralelepípedo. Las figuras geométricas y los copos de nieve.
Voy leyendo las memorias de Lillian Hellman. Es un gran libro que consigue que mi mente se separe del runrún –cada vez más acusado, innegable, no son imaginaciones– del dolor. La hija de puta de Lillian Hellman –lo siento, Lilli– describe los síntomas del cáncer de pulmón de Dashiell Hammett. Dice que no duele el centro del pecho. Dice que duelen los brazos. Una costillita. Falta el aire. Me asfixio dentro de la cabina del avión que sobrevuela el Atlántico rumbo a la ciudad de San Juan de Puerto Rico. De pronto, vuelvo a saber sin margen de error posible que me voy a morir antes de tiempo. Cojo una bocanada de oxígeno encapsulado en la cabina del avión. No es un oxígeno de primera calidad, pero me apaciguo. Dudo. Ignoro si es verdad o mentira este dolor que se compacta dentro de mí como el hormigón de las obras.
Me pregunto de dónde nace este miedo y, como soy una bestia extremadamente racional, descarto, quizá con demasiada precipitación u optimismo, el pánico a volar y sopeso dos posibilidades morbosas. Una, ya lo he dicho, es la de que me estoy muriendo realmente y este vuelo es el punto de inflexión hacia el declive. La otra es la de que, aunque no me esté muriendo en este instante y acaso –¿acaso?– tenga que afrontar esta misma situación dentro de algunos años, este tipo de experiencias me mina. Me come la piel por dentro como traviesos gusanitos aradores de la sarna.
En un lunar de mi cuerpo reconozco el cosmos. La primera célula humana, el reptil que salió del charco y se convirtió en simio. Me salto mil pasos intermedios de la evolución, desde la metamorfosis de las branquias en pulmones hasta el alzamiento progresivo del rosario de las vértebras. Por otra parte, en un lunar de mi cuerpo que me escuece y muta veo la realidad como dentro de la bola de cristal de una pitonisa de feria, todo lo que me oprime, los rayos alfa, gamma o beta que irradian los módems portátiles y las redes wifi invisibles que atraviesan los muros y me apuñalan. Me pasa a mí y a todo el mundo.
Actúo como mi propia quiromántica y al mirarme la palma quemada de la mano izquierda detecto una línea de la vida que no se corta pero forma islas y triángulos escalenos. Cajas irregulares. Yo diría que mi línea de la vida sufre interferencias a partir de los cincuenta años. Ése es mi preciso cálculo adivinatorio. Mi profecía. Ahí se localiza exactamente la desaparición de mi confort físico y de mi publicitaria sensación de vivir. Arranca la época de las enfermedades mágicas. El miedo a quedarme viuda. Huerfanita. O en la miseria.
Luego, en casa, un día rompo a llorar en el cuartito de la tele. El cuartito de la tele es el mejor espacio de la casa para romper a llorar. Exploto. No puedo mantener durante más tiempo el mutismo sobre un dolor que me atenaza cada vez más y se expande por mis brazos como veneno de medusa. No puedo reservarlo para mí sola. Guardármelo mientras muerdo un palo imaginario de película del Oeste y picadura de serpiente de cascabel. Tengo que compartir mi dolor y mi miedo para sacarlo de mí. O quizá me equivoque y todas estas lágrimas sean una manera de magnificar el daño y conferirle realidad. Solidificarlo. Alzarle un monumento. Pero no puedo contenerme y lloro con unos lagrimones enormes. Gimo. Me congestiono. Emito un sonido profundamente lastimero que a mi marido le llega al corazón. Me oigo a mí misma y me estremece escuchar un aullido que casi no reconozco. Como si no saliera de mí. Pero lo tengo dentro. En mi caverna. Él se pone nervioso y no sabe si tratarme con dulzura o levantarse bruscamente del sofá y huir hacia otra habitación para tranquilizarse. No sabe qué me pasa. Me dice que llore a gusto y, al segundo, me quiere frenar: «Ya está, ya está.»
Mis lamentos son umbilicales. Nacen del principio de la vida y de la era de los dinosaurios. Tiemblo y noto cómo adelgazo con las contracciones del llanto. Mi marido se pone nervioso: «Pero ¿qué te pasa?» Consigo articular con dificultad como la paciente de un logopeda: «Me voy a morir.» Mi marido me sostiene la carita, esta carita que es más carita que nunca, carita de mono, ojerosa, entre las manos: «Me voy a morir.» Frunce el ceño y yo le doy más explicaciones: «Ahora. Ya. Pronto.» Mi marido procura esbozar una sonrisa, pero es consciente de que no debe restarle importancia a mi angustia porque, entonces, yo dejaré de llorar. Me pondré rígida y me enfadaré mucho. «Pero ¿por qué dices eso?» Me gustaría ayudar a mi marido. Pero me enrosco. Soy una cochinilla. Busco la irradiación de mi propio calor, que en el berrinche casi se convierte en una fiebre. «Tengo un dolor.» La cochinilla sentencia: «Es el dolor del que me voy a morir.» Lo digo con la seguridad de los pensamientos fúnebres del avión y de mis noches de insomnio, que se remontan a los cinco o seis años. Mi sentencia es efecto de la observación constante de las punzadas y los ruidos de mis articulaciones y vísceras. No lo digo por decir.
Él me acaricia la cabeza: «Pero no, no…» Procura amansarme: «Pero iremos al médico, ya verás, no pasa nada.» Me enroco: «No quiero ir al médico.» Mi marido se enfada y, como se enfada, yo lloro más y lo contemplo con una mueca de infinito reproche que dice: «No me comprendes, no me comprendes.» Después me retraigo. Tiemblo. Soy un pollo mojado. El enfado de mi marido sólo es impotencia: «Mañana llamo para pedir hora.» Tengo muchísimo miedo, porque intuyo que nada más verme el médico de cabecera, sin necesidad de enviarme a la consulta de ningún especialista, sabrá que me voy a morir. Mi misteriosa enfermedad, mi cabeza de alfiler, mi garrapata, será algo evidente e incurable. Me delatará el color de la piel o el fondo de un iris, que saldrá del ojo como una costra, para mostrar el mapa de mi recóndito mal. Mi piel expelerá un olor patológico por la cara interna de los codos y detrás de los pabellones auditivos.
«Tengo mucho miedo», pero estoy tan agotada que no me resisto. Lo dejo todo en las manos de mi marido como si él pudiese salvarme de algo que, igual que yo, tampoco conoce. Él me cree, pero no quiere creerme. Está seguro de que, si quiere ayudarme, no debe creerme, pero duda y se desmorona con contención ante la posibilidad de que lo deje solo. Si yo no estuviera, él se olvidaría de lavarse o de tomar café para desayunar. Se abandonaría. Dejaría de pagar la luz. O tal vez con ese vaticinio me estoy concediendo demasiada importancia. Estoy pecando de un exceso de romanticismo. Mi marido se aturde ante la idea de que uno de mis viajes no tenga billete de vuelta. Él me recoge de todas las estaciones a las que siempre regreso. Observo sus ojos vidriosos. Me gustan mucho. Gimo: «Me voy a morir y no voy a poder disfrutar de todas las cosas buenas que me están pasando. Me voy a morir y os voy a hacer sufrir a todos. Me voy a morir sin poder disfrutar de mi felicidad. Me voy a morir sin ganas de morirme.» Mientras hablo sé que no debería hacerlo porque mi mal, que es equivalente a mi maldad, se me está clavando dentro. Mis palabras producen heridas irreparables. Tal vez debería tragármelas. Mi marido me mira sin comprender, pero me agarra el cráneo, me besa, me dice: «No, no, no.» Hace exactamente lo que yo necesito que haga. Está. No me manda a la mierda. No me insulta. Aguanta. Yo sé que aguantará siempre. Y en esa convicción me crezco, me derrumbo, mido mi amor. Y mi perversidad.
El bienestar reside en la ingesta de yogures, el ejercicio físico, la estancia en un balneario. No hay un solo día en que no experimente un dolor nuevo: alrededor del ano, la garrapata que me oprime el esternón, el calambre en las costillas. El desasosegante ardor de un padrastro, un runrún en torno al ombligo, las muelas del juicio que rompen la encía, la garganta, los bronquios. La imprevisible disnea o la milimétrica disnea que siempre aparece en el mismo trayecto. Todas las infamias corporales a las que me resisto sin resignación cristiana. En estas condiciones, ni yo misma entiendo cómo puedo ser tan encantadora. No me explico cómo soy capaz ni de querer a nadie ni de disfrutar de una agitada vida social.
Abro el ordenador y a mi bandeja de entrada han llegado seis o siete ofertas de empleo para mi marido, un parado de cincuenta y seis años que ya no recibe ninguna prestación. Leo la lista de empleos sobre los que no podré hacer clic: limpiador con discapacidad, conserje autónomo, peón por horas, camionero con idiomas para Senegal, encantador de perros, dependiente con buena presencia, menos de 18.000 euros al año, sustitución cuatro horas semanales, chapista de muebles industriales… «¿Hay algo para mí?», me pregunta desde detrás de su periódico de papel. Ése es nuestro mundo. El otro –el de las aplicaciones del teléfono y la banca por internet, el de dejar de hacer cola frente a las taquillas del teatro– nos hace sentirnos prematuramente viejos.
Hoy he solicitado para mi marido un trabajo como actor de anuncios. Haría muy bien de abuelito dinámico, de señor que usa Grecian 2000 o que está estreñido. Aunque el estreñimiento es una dolencia de mujeres menopáusicas, apretadas, las que no pueden cagar en váteres extraños cuando se van de viaje y necesitan licuar su bolo fecal con un microenema que distiende por fin el rictus de la boca y también el de su ano sellado herméticamente.
Nuestro culo es una caja fuerte. Sin embargo, los hombres plantan pinos como rascacielos de Manhattan y se comercializan para ellos eficaces productos contra la diarrea porque sus urgencias intestinales les impiden ligar o conseguir un puesto directivo. Coger un prometedor vuelo a Cuba. Hay que tener en cuenta la calidad y consistencia de la mierda para emitir buenos diagnósticos. La abundancia de cánceres de colon y de recto –últimamente disponemos de mucha información sobre todos estos asuntos– está prestigiando la proctología. Me alegro por los proctólogos. En un anuncio mi marido podría ser un médico que recomienda la ingesta de yogures. También haría muy bien el papel de hombre maduro que por las mañanas necesita tomar actimeles para salir a hacer el gilipollas bajo la lluvia sin correr el riesgo de resfriarse. Haría muy bien de padre de familia que come pizza. Espero que lo llamen.
Autor: Marta Sanz. Título: Clavícula. Editorial: Anagrama. Venta: Amazon y Fnac
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