La última palabra de Juan Elías, de Pau Freixas, creador de la serie Sé quién eres, y Claudio Cerdán, galardonado autor de thrillers, es la continuación literaria de la serie que ha conquistado a millones de espectadores.
Alguien ha atacado a la familia de Juan Elías. Una muerte que aparenta ser un suicidio puede esconder muchos más secretos de lo que parece. ¿Quién es el culpable? ¿Está relacionado el hecho con la desaparición de Ana Saura? ¿Quién quiere acabar con Alicia y Juan? Esta vez no hay que defenderse ni huir, sino contraatacar para que la verdad salga a la luz, por dolorosa que sea. ¿Hasta dónde será capaz de llegar Juan Elías para proteger a los suyos?
Sé quién eres supuso toda una revolución en las series de ficción españolas. Aclamada por crítica y público, millones de personas se preguntaban cada semana qué había sucedido con Ana Saura. Ahora, Pau Freixas, su creador, y Claudio Cerdán regresan a ese universo para contarnos lo que ocurrió dos años después de los hechos que se plasman en la serie. Nuevos secretos, viejos conocidos y muchas sorpresas aguardan en esta «segunda temporada» del monumental thriller de Telecinco.
A continuación, puedes leer las primeras páginas de La última palabra de Juan Elías, de Pau Freixas y Claudio Cerdán.
1
En los países nórdicos algunos adolescentes se suicidan apoyando el cuello sobre las vías del tren y aguardan acurrucados en su almohada de acero a que el sueño eterno les quite el frío.
El chico que yace sobre los raíles ya no es un adolescente. Viste traje y corbata, quizás en un intento de aparentar más edad de la que tiene, pero en cualquier caso no va al instituto ni a la universidad. Los zapatos están limpios, como si hubiera llegado hasta allí sin tocar el barrizal que lo circunda. Si alguien hubiera apostado cómo iba a morir aquella noche, aquella habría sido una de las últimas posibilidades.
El mercancías se retrasa y eso le da unos minutos más de vida. Un pequeño inconveniente para un destino del que no puede librarse.
La vía comienza a temblar. Al fondo se vislumbra un foco. El chico permanece en la misma posición. A poca distancia, una flor silvestre crece entre las piedras de las vías. Es de color amarillo pálido, de aspecto delicado. Las pupilas del joven se centran en ella.
El tren se aproxima a toda velocidad. Cuando está casi a su altura se accionan los frenos. El maquinista lo ha visto, pero ya es demasiado tarde. La sirena tampoco hace reaccionar al chico. No se inmuta. No parece importarle morir.
Escondido en un lateral, a varios metros de distancia, una figura observa con tranquilidad cómo el tren arrolla al muchacho.
2
Una ambulancia hace girar sus luces junto a las vías del tren. El lugar se ha convertido en un circo, con curiosos y periodistas intentando sacar la imagen más morbosa posible para decorar las redes sociales antes que nadie. De eso se trata, de llegar el primero, no de contar algo interesante.
El inspector Giralt camina despacio entre los raíles acompañado de una linterna. Ha recibido una llamada de sus superiores para que le dé al caso la mayor urgencia posible. El policía comprende el subtexto: hay que restituir el tráfico ferroviario cuanto antes para que las pérdidas económicas de la compañía se minimicen al máximo. Poco importan el difunto o su familia. La sociedad no se compadece de los suicidas. Piensan que ellos mismos se lo han buscado, que matarse por su propia mano es más propio de cobardes que de gente cabal. Criminalizar a las víctimas también está de moda.
Giralt solo hace su trabajo, y entre sus competencias no está la de juzgar al fallecido. Entre otros cometidos, tiene que hablar con la familia y tratar de explicarles lo ocurrido. Nunca le gustó esa parte, pero es necesaria. Él mejor que nadie sabe qué es perder a un ser querido por un suicidio imposible de prever. Después de una muerte así solo queda el vacío y la constante pregunta, día tras día, de por qué tuvo que ocurrir. Una cuestión para lo que no existe respuesta, pero tampoco salida.
En este caso es diferente. Conoce a la familia del chico y sabe que están hechos de otra pasta. No le apetece encontrárselos después de lo que ocurrió hace dos años, pero, de nuevo, forma parte de su trabajo. Le harán preguntas, cuestionarán los hechos y tratarán de buscar un culpable. En definitiva, le complicarán la investigación e intentarán resolver esto por sus propios medios. Es inevitable, ya lo tiene asumido.
Giralt observa toda la sangre que hay alrededor. Apunta un par de notas en su libreta. Por lo que saben, el chico estaba tumbado sobre las vías, de espaldas al tren, esperando la muerte. El maquinista hizo avisos sonoros y pulsó los frenos, pero no pudo detener la inercia del mercancías. Giralt intenta ponerse en el lugar de la víctima, pero ni toda su empatía consigue que entienda qué le puede pasar por la cabeza a alguien para acabar de esa forma.
El juez Santos ha llegado hace un rato. Giralt lo ve encenderse un puro y caminar hacia el bulto que yace en el suelo tapado con sábanas térmicas.
—¿Un cigarro, inspector? —dice, pero en realidad no se lo ofrece, ni siquiera lo mira—. Mata los olores. Es lo primero que te enseñan en la carrera judicial.
Giralt nunca ha visto al juez Santos hablar de nada que no sea trabajo. Lo habitual es que estuviera enfadado porque le han avisado de madrugada. A nadie le gusta despertarse por una urgencia, pero el caso lo requiere. Giralt sospecha que la cháchara del juez responde a una única causa: está nervioso. No es para menos dada la trascendencia que tiene la víctima.
—¿La identificación es definitiva? —pregunta Santos.
—Yo mismo lo he reconocido. En cualquier caso, la familia debe estar al llegar.
—Aquí no. Iremos al hospital anatómico y allí esperaremos al forense. Haremos esto según el protocolo. Y amplíe el perímetro de seguridad, que esto parece un plató de televisión con tantas cámaras. Solo falta que aparezca el demonio.
—¿Qué ha pasado? —pregunta una voz tras ellos. Giralt y Santos se giran a la vez. A unos metros, escoltado por varios agentes, Juan Elías los observa con frialdad.
—Déjenlo pasar —ordena el juez—. Sé quién es.
Los uniformados se hacen a un lado y Elías avanza hacia el cuerpo, muy despacio, casi arrastrando los pies. No parece tener prisa por llegar, por levantar la sábana que cubre el cadáver, por enfrentarse a la verdad. Giralt lo observa. Han transcurrido dos años desde la última vez que se vieron, pero el tiempo apenas ha hecho mella en él. La barba canosa, el traje negro y la camisa desabrochada contrastan con su caminar errático. Giralt tiene la sensación de tener delante al mismo tipo amnésico y desorientado que vagaba por aquella carretera de montaña.
—¿Es él? —pregunta al llegar a su lado.
—Me temo que sí, señor Elías —contesta Giralt.
Juan no se mueve. Giralt sabe que si levanta el telón y mira lo que hay detrás, la pesadilla se hará real. Nadie quiere que su vida cambie a peor por un trauma, se intenta evitar, incluso se miente a uno mismo para esquivar la tortura. Pero Juan Elías no hace nada de eso, sino que pospone el momento. El punto de no retorno está allí, a sus pies, pero es incapaz de traspasarlo.
—Quizás es mejor que vayamos a una sala con el forense, ¿no le parece, señor Elías? —añade Giralt, adelantándose al juez Santos y a su nulo tacto.
—¿Qué ha ocurrido? —repite Elías.
—Estamos investigándolo —continúa Giralt—. Venga, señor Elías, le acompañaré hasta…
Giralt levanta la cabeza y ve algo que no espera: Alicia Castro abriéndose paso a empujones. Piensa que la fase «furia de la naturaleza» se inventó para casos así, no para terremotos ni inundaciones. Todos los presentes son conscientes de que nada ni nadie podría parar a esa mujer.
—¿Dónde está? —dice Alicia—. ¿Dónde está?
Juan Elías preguntó qué había ocurrido, y Alicia dónde estaba el cuerpo. Dos preguntas distintas, parecidas incluso, pero con matices que diferencian a quien las pronuncia. Giralt da un paso atrás y deja pasar a Alicia. El juez Santos señala con el mentón la sábana térmica del suelo.
Alicia empuja a Juan a un lado. Ni siquiera parece haberlo visto, es solo algo que se interpone entre ella y la verdad. No tiene miedo de mirar al abismo y se lanza a él con urgencia. Al destapar la sábana ahoga un grito. Sus manos tiemblan, tapan su boca, y después acarician el pelo del difunto.
—Pol… —susurra—. ¡Pol!
El tren ha arrollado al chico, destrozando su cuerpo, pero su rostro está intacto. Y allí, en mitad de la noche, una madre llora la pérdida de su hijo.
UN DÍA ANTES
Tras meses de prácticas, por fin había llegado el día en que Pol llevaría un caso solo en el bufete de su padre. Tenía ganas de demostrarles a todos que era un buen abogado y no solo el hijo del jefe. Aquel ambiente, rodeado de juristas, era lo que había mamado desde pequeño y deseaba formar parte de ello. Así que esa mañana se vistió con su mejor traje, planchó él mismo la camisa y se peinó lo mejor que pudo. Puede que los demás no vieran que algo había cambiado en él, pero Pol sí se sentía distinto.
Juan Elías le había prometido un caso sencillo para ir haciéndose con el oficio para, más adelante, ocuparse de temas más importantes. Lo que no esperaba era algo como lo que se encontró en su recién estrenado escritorio.
Pol repasó aquel dosier tres veces, tomando notas, tratando de buscar una defensa plausible para su cliente, pero por más vueltas que le daba no lograba verlo claro. ¿Qué entendía su padre por un «caso sencillo»?
Tras casi dos horas sin avanzar, se dirigió hacia el despacho de Juan Elías. Sabía que sobre esa hora estaba en el interior, mirando correos electrónicos o revisando la contabilidad. Su padre era muy mecánico en sus rutinas.
—¿Papá, puedo hablar contigo? —dijo al asomarse tras la puerta.
Juan Elías le hizo un gesto sin mirarlo. Continuaba con la vista puesta sobre la pantalla del ordenador mientras giraba el dedo índice haciendo tirabuzones en el aire.
—Vuelve a entrar.
—¿Para qué?
—Tienes que hacer las cosas bien. —Seguía sin mirarle—. Aquí no soy «papá», sino «señor Elías».
—Estás de coña, papá.
Por fin levantó la cabeza y miró a su hijo. Estaba serio, casi tenso.
—Aquí todos me llaman «señor Elías» —explicó—. No puedo hacer distinciones, pero si lo prefieres, puedes decir «Presidente».
—¿Presidente?
—Lo usan algunos para hacerme la pelota, pero es tu decisión. Ahora, sal y vuelve a intentarlo. Pol resopló. La carpeta que tenía bajo el brazo era abultada y los papeles amenazaban con escapar en todas direcciones. Cansado, cerró la puerta, llamó diligentemente y abrió de nuevo.
—¿Señor Elías?
—Adelante —contestó Juan.
— Pol se acercó con la mano extendida. —Creo que no nos han presentado. Me llamo Pol Elías, soy el chico nuevo.
—Sí, me suena tu cara.
—Quizá conozca a mi padre. Es un gilipollas.
—Eso he oído —respondió Juan, igual de serio—. ¿Qué necesitas?
—Déjate de rollos, papá. —Pol dejó la carpeta sobre el escritorio—. Me dijiste que me darías un caso sencillo para empezar, pero esto…
—Es muy fácil. —Deja que te lea, que quizá ni sepas de qué va. «El detenido bajó de su vehículo con claros síntomas de embriaguez y se lanzó contra uno de los guardias civiles que le dieron alto al grito de “a mí no me apuntas con una espada láser”, en referencia a la linterna con cono que usaba el susodicho agente.» Espada láser, papá. ¿En serio tengo que decir eso en voz alta en un juicio?
—Los alcohólicos siempre sueltan tonterías, es habitual.
—Pero es que la cosa no queda ahí. Cuando declaró ante la jueza Muñoz, se enfadó tanto que le lanzó la silla a la cabeza.
—Lo sé. Desde entonces está anclada al suelo.
—Vamos, papá. Esto es una chaladura.
Juan Elías se inclinó hacia delante, dejando claro que hablaba en serio.
—No solo es un caso fácil, sino que Dmitry, el padre de este pobre chico, es uno de nuestros mejores clientes.
—He mirado su informe laboral. No ha trabajado en cinco años, pero conducía un BMW de 130.000 euros. Papá, este tío es un mafioso.
—No soy quién para preguntarles a mis clientes cómo se ganan la vida. Solo me importa que paguen bien y rápido. Y Dmitry está muy preocupado por su hijo y quiere sacarlo cuanto antes de la cárcel.
—¿Y cómo defiendo lo de la espada láser sin que se ría el jurado?
—Di la verdad: que estaba borracho. Es ruso y no conoce bien nuestro idioma. Tal vez quiso decir otra cosa y entendieron eso.
—Le lanzó una silla a la cabeza a la jueza Muñoz.
—Alega locura transitoria.—Juan se echó para atrás en su sillón y abrió los brazos—. No tengo todas las respuestas, Pol. Está claro que no vas a conseguir que salga en libertad mañana, pero tienes que buscar la forma de lograr atenuantes que convenzan al juez para que le imponga una fianza.
—Entonces, si no se puede ganar este caso, ¿por qué me lo das?
—Porque sé que lo harás bien. Dmitry está de acuerdo en que su hijo pase unas semanas en prisión hasta que se le bajen los humos. Es el heredero de su negocio, pero antes de darle carta blanca necesita verlo centrado.
—¿Hablas del ruso o de nosotros? Juan sonríe bajo la barba. Es casi imperceptible, pero Pol lo conoce demasiado bien y sabe reconocer el gesto.
—Lo hará bien, letrado —dijo Elías—. Póngase manos a la obra.
—No sé qué haría sin tu ayuda, papá —ironizó Pol.
—Sabes que mi puerta siempre estará abierta para lo que necesites —contestó mientras regresaba a la pantalla del ordenador—. Cierra al salir. Pol lanzó un estufido de frustración y se levantó con la carpeta de nuevo en brazos. Al llegar al pasillo se cruzó con Marta Hess, que lo observaba divertida. No le gustaban los ojos de esa mujer, parecía que lo desnudaran con la mirada. Le daba miedo de que así fuera.
—¿Has hablado con tu padre?
—Sí, por el caso este de Dmitry…
—Lo recuerdo. Espadas láser y sillas voladoras. Muy académico.
—Ya te digo. Hess se rio entre dientes, como una serpiente siseando a su víctima.
—Es tu primer trabajo, ¿verdad?
—No le dejó contestar—. Hay una cosa que se llaman novatadas, y creo que tu padre te la está jugando.
—No. —Pol negó con la cabeza, convencido—. Mi padre me ha explicado que es muy importante para el bufete.
—¿Te ha dicho que su puerta siempre estará abierta pero que cierres al salir? Pol permaneció unos segundos estupefacto. —¿Cómo lo sabes? Hess se giró sin mirarlo y se marchó por el pasillo.
—Novato…
Pol se quedó unos instantes en silencio, en el pasillo. Vio el rostro divertido de las secretarias, las miradas cómplices de los otros abogados, y entonces comprendió. Más humillado que enfadado, regresó sobre sus pies y abrió de golpe la puerta de Juan Elías.
—No me jodas, papá —dijo—. ¿Me estás puteando?
Pero no obtuvo respuesta porque Juan Elías llevaba riéndose a carcajadas desde que su hijo salió del despacho.
3
En el hospital les han reservado una pequeña sala de espera junto a un quirófano para que estén tranquilos. Juan Elías no necesita silencio para evadirse. Lleva un rato en otro lugar, muy dentro de sí mismo, y no tiene prisa por salir.
No solo siente que ha muerto Pol, sino una parte de sí mismo que adoraba. Su hijo lo tenía en un pedestal, habría hecho cualquier cosa por él. En sus ojos no era el enemigo público número uno que mucha gente aún recordaba, sino un padre capaz de hacer lo que fuera necesario por su familia. Pol era su apoyo con la realidad, el freno que evitaba que cometiese más locuras, que le animaba a ser mejor persona, que le robaba sonrisas con más facilidad que nadie. Y, ahora que trata de hacerse a la idea de que nunca lo volverá a ver, se da cuenta de que también era un pilar fundamental de su vida, un eje sobre el que girar, la constatación de que todo en su vida no fue un error porque lo tuvo a él, a Pol, a su hijo.
A su lado, Alicia llora. Juan sabe que su desgarro es mayor, distinto al suyo, y sin duda incomparable. Llevan casi dos años separados, viéndose de vez en cuando por asuntos familiares, pero nada más. La experiencia del pasado, con la desaparición de Ana Saura, los cambió para siempre. Fueron días muy intensos, de mucho dolor, donde su vida corrió peligro y estuvo a punto de destruir a su familia.
Lo que consiguieron evitar entonces les ha sobrevenido ahora.
Giralt entra en la sala de espera con dos cafés. Ellos no han podido ir a la máquina del pasillo porque los periodistas ya se agolpan en la puerta. Un enfermero les hizo una foto con el móvil al entrar y es probable que ya esté circulando por las redes. Su fama es una maldición. Juan se pregunta si algún día volverá a salir en los periódicos por algo positivo, por algún logro que haya hecho, por algo que le agradezcan.
—Gracias —dice cuando Giralt le pasa el vaso de plástico.
—No hay de qué —contesta el inspector, dándole el segundo café a Alicia—. Sé que son momentos duros, pero necesito que me contesten a unas preguntas.
—No hay nada que decir —responde Alicia—. Pol ha muerto.
—Verán. —Giralt saca una libreta de la chaqueta y repasa sus notas—. He visto muchos suicidios, pero nunca algo así.
—Déjenos en paz —murmura Alicia.
—Por regla general, la gente se ahorca, o se corta las venas o se toma pastillas. Jamás había visto a nadie tirarse a las vías del tren. ¿Por qué alguien como Pol Elías decidiría hacer algo así?
—¿Adónde quiere llegar, inspector? —pregunta Juan.
Giralt tiene el gesto serio. Pasa un par de hojas de su libretita y saca un bolígrafo de un bolsillo interior de la chaqueta.
—¿Por qué no saltaron las alarmas? —pregunta. Juan Elías agradece que el inspector no comience preguntando si vieron algún indicio de que Pol pensaba suicidarse, dado que la respuesta era obvia.
—Pol era muy pasional —explica Juan—. Amaba a su hermana con locura, le gustaba divertirse, salir con sus amigos… Había empezado a trabajar en mi bufete hacía unas semanas y se le veía ilusionado. No es que su muerte haya sido inesperada, Giralt, sino que ha sido lo último que podíamos prever.
—¿Saben qué hacía a esas horas en las vías del tren? Elías no contesta. No tiene respuesta.
—Está en un sitio bastante deshabitado. Encontramos su coche a unos doscientos metros del lugar. Los del laboratorio ya están buscando huellas.
—¿Huellas? —pregunta Juan.
—Tratamos estos casos como un homicidio, señor Elías.
—Es que alguien ha matado a mi hijo —dice Alicia.
Los dos hombres miran a la mujer. Sus ojos lucen enrojecidos de tantas lágrimas como ha derramado, pero la entereza sigue presente.
—¿Sabe algo que no nos ha contado, jueza Castro? —pregunta Giralt.
Ella niega con la cabeza. Muy despacio.
—Nada cuadra —contesta—. Nada. Que Pol aparezca arrollado por un tren es como si encuentran un elefante en Marte. No tiene sentido. ¿Soy la única que se da cuenta?
Alicia aprieta mucho los puños. Sus nudillos se ponen blancos. Juan sabe que su mujer destila furia por los cuatro costados y cuando explote arrasará con todo. Le duele verla así, vulnerable y a la vez iracunda, cuando su fuerte raciocinio es lo que más admira de ella.
—No hemos descartado ninguna línea de investigación, jueza Castro. —Giralt carraspea—. Seguiremos indagando por el entorno de Pol, por si acaso le confesó a algún amigo que pensaba suicidarse.
—¿No me ha oído? —Alicia se incorpora—. Han matado a mi hijo.
—Ya le he dicho que no hemos descartado ninguna hipótesis, y eso incluye tanto el asesinato como el suicidio.
—Si eso es cierto y alguien ha matado a Pol —interrumpe Juan—, ¿quién ha sido?
—Eso es lo que tendremos que averiguar. ¿Pol tenía algún enemigo?
—Ninguno —dice Elías con rotundidad.
—Creo recordar que vendía droga. —Eso fue en el pasado —zanja Alicia. Giralt anota algo en su libreta.
—El pasado es un lugar peligroso, jueza Castro.
—Le repito que Pol no tenía enemigos —dice Elías—. Pero yo sí.
Juan no se gira. Sabe que su mujer lo está taladrando con la mirada. Cuando sucede algo horrible, cuando todo se viene abajo, lo más sencillo es buscar alguien a quien echarle las culpas. Es un comportamiento humano. Él lo usa mucho en sus juicios con jurado. No hay nada más placentero que acusar a alguien, cargarle con todas las culpas y esperar que se derrumbe bajo ellas. Y, ahora mismo, Juan es un culpable perfecto para Alicia.
—¿A qué se refiere, señor Elías? —pregunta Giralt.
—Hace dos años desapareció Ana Saura. Fueron momentos complicados, usted estuvo presente. Mucha gente quiso verme entre rejas.
—Diga nombres, señor Elías —le insiste el inspector—. ¿Habla de Heredia? ¿Santi Mur? ¿Héctor Castro? Juan medita. Si hiciera una lista de la gente que le odia y otra que lo aprecia, la primera sería mucho más larga.
—Si lo supiera, se lo diría —contesta casi en un susurro.
—¿Y por qué matar a Pol? ¿Por qué hacerlo pasar por un suicidio?
—Para hacerme daño. Quien haya sido sabía que esto me derrumbaría. Quiere destrozarme poco a poco y sabe que la forma más efectiva es a través de mis hijos.
Giralt se pone tenso.
—¿Y Julieta? —dice.
—Con mi hermana —contesta Alicia.
—¿Te fías de ella? —pregunta Juan.
Sus miradas se cruzan. Esta vez Elías aguanta el vendaval que proviene de su esposa. Él lo ha provocado, pero tenía que decirlo. Si van a jugar con fuego, toca quemarse.
—El juez no me va a autorizar a ponerle vigilancia hasta que no se verifique si Pol ha sido asesinado o se trata de un suicidio. La autopsia quizás arroje algo de luz.
—No quiero autopsia —afirma Alicia.
—Es el procedimiento, jueza Castro. Usted sabe mejor que nadie que en estos casos se actúa siempre solicitando la autopsia.
—¿Y qué van a sacar en claro? ¿Qué alguien lo había drogado y lo puso sobre las vías? Eso se consigue con un análisis de sangre. El cuerpo de mi hijo ya está bastante magullado para que lo sigan troceando. No, no quiero autopsia.
—Eso no está en mi mano, lo siento —se disculpa Giralt.
—¡Mi hijo ha muerto! —grita, y Elías no puede más que sorprenderse de ver a su mujer perdiendo los papeles—. Solo quiero despedirme de él y enterrarlo de una vez. ¿Tanto pido? De verdad, ¿tan difícil es?
—El protocolo…
—El protocolo son solo una serie de consejos para que aquellos que no saben ni atarse los zapatos puedan realizar su trabajo siguiendo unos pasos preestablecidos, como máquinas sin cerebro. No quiero autopsia, ni esperar a que el médico acabe de trabajar. Solo quiero a mi hijo, Giralt. Solo eso. Y si usted no va a mover un dedo por ayudarnos, ya me ocuparé yo misma.
Alicia sale de la sala de espera. Juan siente el aura que desprende, una especie de bola de fuego invisible que la rodea por completo y calcina a quien está cerca. Entiende la reacción de su mujer, pero no la comparte. Su mente ha entrado en modo operativo y solo tiene un objetivo: llegar a la verdad.
—Manténganos informados de sus progresos, inspector —dice—. Prometo que no le molestaremos en su trabajo. Sea un suicidio o un asesinato, cuente con nosotros para desvelar este asunto.
Juan ve la duda en los ojos de Giralt. Está claro que, diga lo que diga, el inspector lo pondrá en tela de juicio.
—Es mi hijo el que reposa en una camilla metálica —continúa—. Soy el primero que quiere acabar con esto. De verdad, mi colaboración es plena. Cualquier dato que tenga, si nosotros podemos ayudar, de verdad, háganoslo saber.
Giralt asiente despacio, pero Elías no tiene claro que haya aceptado sus mentiras. No es un problema, dado que tiene otros métodos para conseguir esa información sin requerir al policía.
La conversación se interrumpe cuando la puerta se abre y aparecen Silvia y Marc acompañando a Julieta. Elías observa los nervios de la pequeña, nada disimulados, y no puede evitar pensar en cuánto sufrimiento puede aguantar una niña antes de no lograr levantarse por sí misma.
—¿Es cierto? —pregunta.
—Se ha enterado por las redes sociales —explica Silvia—. Lo siento, Elías, he intentado que no mirase el mó- vil, pero…
—¿Es cierto? —repite de nuevo Julieta, más firme, más seria. Juan Elías se humedece los labios y se acerca a ella. Sabe que la niña reconocerá la evidencia solo con verlo caminar, con la forma en que se dirige a ella. Se arrodilla a su lado, le pone las manos en los hombros.
—Cariño, Pol…
No consigue terminar la frase porque Julieta cae desmayada entre sus brazos.
———————
Autor: Pau Freixas y Claudio Cerdán. Título: La última palabra de Juan Elías. Editorial: Ediciones B. Venta: Amazon y Fnac
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: