En Las lágrimas de Claire Jones, de Berna González Harbour, la comisaria María Ruiz se encuentra desterrada en una de las provincias españolas más tristes para una investigadora criminal. En Soria el último suceso irresuelto del que se tiene noticia ocurrió en 1954, cuando una mujer que presuntamente asesinó a su marido con matarratas desapareció para siempre. De estar viva, tendría 101 años. Desde que la destinaron a Soria, sacándola de la fiebre de Madrid, la comisaria Ruiz viaja todos los fines de semana a Ávila, donde acompaña en su trance entre la vida y la muerte a su compañero Tomás, que está en coma. Su viejo amigo, el comisario Carlos, finalmente ha conseguido convencerla para que un fin de semana se airee y vaya a visitarlo a Santander. Pero lo que tenían que ser un par de días de tranquilidad se convierte en el mejor incentivo para la comisaria Ruiz. El nuevo caso que Carlos tiene entre manos arranca con un coche abandonado en la zona del puerto. En el maletero, una chica muerta, y en el asiento del copiloto, un ejemplar del periódico The Times con fecha del 15 de octubre de 1998 y una noticia recortada. A estas pistas tendrá que enfrentarse una comisaria a quien el caso no le pertenece, pero que ella sí que necesita para no perder la cabeza y volver a sentirse realmente en activo y cercana a la realidad que mejor la define.
A continuación, puedes leer las primeras páginas de Las lágrimas de Claire Jones, de Berna González Harbour.
Perder uno era acabar con los dos.
Lo pensó mientras lo sostenía entre los dedos ateridos de una mano y se aferraba a la barandilla con la otra. Se movía todo. Precisamente hoy. El barco entero se elevó por encima de la línea de equilibrio que mantenía su estó- mago donde debía estar hasta que, al tomar el rumbo de descenso, todo, los botes, las cuerdas, los chalecos salvavidas y sus intestinos se quedaron suspendidos en el aire, en un cuerpo que habría preferido permanecer ingrávido, antes de caer despiadadamente y volver a su lugar.
Pero no lo iba a tirar. Lo metió en la zamarra como pudo y se agarró a la barandilla con ambas manos. No iba a durar mucho más. Estaba empapada, mareada y tan ida que no era capaz de distinguir si el agua de sus ojos empañados era de lluvia, de mar o de sus propias lágrimas. Se acurrucó en el suelo, aferrada ahora con piernas y brazos a la pintura descascarillada de la barra mientras la noche seguía vomitando olas y viento.
Ella también habría preferido vomitar. La comida, la bebida. Todo en general.
Pero, en su caso, ni siquiera eso funcionaba ya.
Agosto de 1998
A bordo del Val de Loire
Primera parte
I
El asunto no tenía mala pinta. Una mujer había envenenado a su marido, primero poco a poco y luego descaradamente, adobando unas puntas de lomo en matarratas con tal maña de cocinera y mala suerte que el perro se encaramó a la mesa y le rapiñó una sin darle tiempo a reaccionar. El animal se la zampó en la calle y no tardó ni dos horas en ir a morir a la plaza, frente a los hombres que mataban la tarde jugando al dominó mientras las mujeres fregaban. Expiró acurrucado, entre convulsiones, con una pata posada en su hocico embadurnado. El marido le sobrevivió un par de horas más.
Lástima que eso ocurriera en 1954 y que de esa mujer, una tal Nieves Buscapié, no quedara rastro alguno. Salvo la certeza de que, de estar viva, debería tener ciento y un años.
María cerró la carpeta y se quedó quieta, con las manos extendidas a ambos lados de esos folios amarillentos apresados por una grapa roñosa que el subalterno le había tendido con esmero cuando ella pidió los casos pendientes.
—El caso — había puntualizado el subalterno.
—¿No ha habido más asesinatos, violaciones, robos sin resolver? — insistió ella tensando los labios en un afán de mostrar amabilidad mientras su interlocutor negaba con la cabeza—. ¿Esto es todo?
—Si no cuenta una meada en la calle sin juzgar —remató el subalterno con más intención de exhaustividad que de provocación—, solo tenemos este caso sin resolver. Y porque la sospechosa desapareció.
Y no es que en Soria la eficacia policial fuera superior. Es que nunca pasaba nada.
María observó sus propias manos extendidas junto a los documentos, por llamar generosamente a ese par de folios mecanografiados del derecho y del revés, sin saber si hacía bien controlando la furia que la carcomía o si debía asesinar ella misma al subalterno. Sin matarratas. Con un solo golpe en el cráneo. Así al menos habría pasado algo en Soria.
Pero, de momento, lo único que le sorprendió fue la blancura de sus manos en contraste con los folios revenidos. Sus nudillos rojos. Era lo más parecido a una pista de que algo no funcionaba bien aquí y ahora, y de que el caso que buscaba no estaba en los archivos, sino que lo llevaba puesto. Encima.
A ver, pensó. Las manos muy blancas, los dedos entumecidos. La cara pálida, mejor no volver a mirarla, suficiente con la impresión que le había causado en el espejo esa mañana. La tos, recurrente. Hacía frío. La temperatura en Soria podía llegar a ocho grados en diciembre en el mejor de los casos, cuando el sol lograba colar algún rayo más atrevido que otro entre los olmos crecidos en la ciudad. La gente remoloneaba en las calles algún rato más con cierta amabilidad si el viento no arreciaba. Y había logrado un piso que no estaba mal.
Pero lo que pintaba en este territorio helado y sin crí- menes, donde lo más entretenido iba a ser vigilar los mercadillos de Navidad mientras su cuerpo menudo luchaba contra el invierno en soledad, era algo que solo dos personas sabían: ella misma y el nuevo jefe superior de la policía de Madrid, que había maniobrado con habilidad para alejarla de su vista en cuanto le nombraron. Y ese, el posible abuso de autoridad para mantener tapado un viejo asunto, era el verdadero caso abierto. Que no tenía la menor intención de investigar.
Miró de nuevo el expediente. Cuando el perro, de nombre Morito, la diñó en la plaza, no saltaron las alarmas. Pero los agentes de la ley que apuraban ahí el carajillo entre las fichas de dominó ataron cabos cuando el que salió a la calle y cayó derrumbado entre parecidos vómitos fue su dueño, el practicante de la ciudad. Entonces abandonaron el juego pero, para cuando entraron en su casa y hallaron los restos envenenados de comida, la señora Buscapié había desaparecido. Los agentes redactaron la orden de búsqueda que ahora tenía delante. Y hasta hoy.
María lo releyó una vez más, la tentó durante un cuarto de segundo anotar el nombre del tendero que corroboró la compra del matarratas en los meses previos, pero con las mismas lo desechó. Hasta dónde iba a llegar su aburrimiento. Miró la hora. Eran las once de la mañana del lunes, y era el quinto lunes que amanecía allí tras el quinto fin de semana en la carretera para recorrer los 506 kilómetros de ida y vuelta que la separaban del hospital de Ávila, al que salía zumbando cada viernes para pasar unas libranzas en las que la voz de su GPS era lo más animoso que iba a escuchar. «Abandone la rotonda y habrá llegado a su destino. El paciente sigue igual.»
Tomás.
Tomás seguía igual.
Afortunadamente, el móvil sonó.
—¿Cómo estás?
Los amigos de verdad la conocían bien. En los peores momentos solía responder mentiras, pero a estas alturas ya había agotado los falsos «bien», «genial», «no se puede estar mejor» y otras idioteces por el estilo.
—De lunes — se limitó a decir.
—¿Y el fin de semana?
—Ge… — se cortó de nuevo—. De mierda.
Su interlocutor guardó silencio. El viejo comisario Carlos era su colega más cercano, y ni siquiera cuando ella le alcanzó en rango y méritos la dejó de tratar como cuando la conoció: como a una cría avispada y guapa que aprendía rápido, muy rápido, y que solo tenía dos inconvenientes serios: era incapaz de perder un minuto mientras lo pudiera aprovechar; y no aireaba un detalle de su vida. Pero tenía vida, sí, al fin había algo más que trabajo policial. Aunque esa vida, ese Tomás, yaciera hoy en ese frío hospital castellano.
—Cuéntame.
—La misma historia, Carlos. Prefiero no hablar.
—¿Has dormido al menos en su casa? ¿O en una pensión?
Ahora fue ella quien calló. No quería otro discurso sobre cuántas noches se debe o no se debe dormitar en el sillón de un hospital. Y cuántas teniendo en cuenta que además debes conducir. María hizo girar la silla de su despacho con un impulso que tampoco había logrado ajustar aún a su realidad soriana. El mobiliario era más nuevo que el de Madrid y las sillas giratorias eran eso, verdaderamente giratorias. Logró frenar agarrándose bruscamente a la mesa, y con el frenazo el viejo expediente saltó por los aires.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Con quién luchas esta vez?
—Con una grapa perdida. — María había logrado parar definitivamente y recogía los papeles del suelo. Si no encontraba la grapa, al subalterno le iba a dar algo, y la gracia que le hizo la idea se le debió notar.
—¿Eso era una sonrisa?
En ese momento alguien llamó a la puerta, tenía visita. El subdelegado del Gobierno había pasado a saludar.
—Ya se me ha congelado — murmuró—. La sonrisa. Escucha, ¿te suena el apellido Buscapié?
—¿Buscapié?
—Sí.
—Me suena a la buscapina que me dan. En urgencias siempre la tienen a mano.
—¿Para el corazón? ¿Otra vez?
—No, para el cólico nefrítico.
—¡Carlos! — María siguió de pie, mejor que seguir tentando a la silla con sus nervios. Hacía tiempo que no le preguntaba por su estado, un par de infartos al pie de su cama se le hacían suficientes como para que él supiera que siempre iba a contar con ella, pero no habría estado de más preguntar: cómo estás. Tragó saliva—. ¿De nuevo en urgencias?
—No te preocupes, las enfermeras están cada vez más buenas. María se mordió los labios y guardó silencio. La broma no le hacía gracia en esta racha maldita, pero no dijo nada. Además la puerta había quedado entreabierta y debía recibir al subdelegado.
—¿Estás ahí? — reaccionó Carlos.
—Estoy.
—A ver, qué apellido es ese que me preguntas.
—Una tontería, déjalo. Debo colgar. —María…
—¿Qué pasa?
—Escucha, María, el próximo fin de semana vas a coger el coche, pero para venir a Santander. Te voy a cuidar. —Ni hablar.
—Sí, lo vas a hacer. Está todo hablado. Martín estará en Ávila para cuidar a Tomás. Yo ya no debo conducir. Y tú vendrás aquí a descansar conmigo. No puedes negarte.
—Te dejo, Carlos, tengo visita.
—¿Lo has oído bien?
María calló. Era tentador dejarse querer. Unas anchoítas, cerveza fresca, un buen cocido y el sofá cama que Carlos le reservaba siempre en Santander. Solo pensarlo empezaba a entrar en calor. Pero su amiga del GPS no entendería jamás que cambiara de ruta tan repentinamente, sin haber logrado todavía una palabra de ánimo, un movimiento de labios, un simple tic de ese cuerpo que yacía inerte en ese hospital.
—Hablamos, Carlos — se despidió—. Cuídate.
Carlos ya había colgado. Tal vez él también necesitaba un poco de calor.
La fiesta no era precisamente como las que hacía siglos celebraban antes de Navidad. Música, copas y un poco de lambada, acordada previamente con el pinchadiscos de turno, para pegarse a las chicas, para agarrarlas del culo y avanzar en una cadena humana que podía acabar bien, muy bien. Claro que eso era en otros tiempos. Ahora en el periódico no había fiestas y, por no haber, ya no había ni becarias nuevas. Ni siquiera estoy yo. Pensó.
Así que no. La fiesta de hoy no iba de periodistas pesados con el gin-tonic en la mano ni de corrillos babeantes ante el director, que se dejaba caer por ahí un ratito antes de largarse a babear por su cuenta a fiestas más importantes.
La fiesta de hoy era de estudiantes de Periodismo. Ya solo la idea, «estudiantes de Periodismo», era otro oxímoron manido, como la combinación de «música militar» o de «pensamiento navarro», a quién se le ocurre. Y además, disfrazados.
Luna se puso la camisa que había recogido en la lavandería, se ajustó a duras penas un vaquero modernillo que se había atrevido a comprar y, tras comprobar que la barriga no había cedido un milímetro y que le iba a acabar causando algún problema, se lo quitó para ponerse el más viejo. El que ya estaba dado de sí.
Se miró al espejo. Se atusó la barba rasa y se intentó peinar, pero por más giros que diera al peine para ocultar las entradas galopantes jamás iba a disimular las dé- cadas que le separaban de esa estudiante que le hacía tilín. Estaba listo. O casi listo. Le faltaba el disfraz.
Miró su sombrero mexicano colgado en la pared. No iba a caer tan bajo.
—Si no vienes disfrazado no te dejarán entrar — le había dicho Nora, la estudiante con el mejor escote que recordaba antes del anterior.
—¿Y tú de qué vas a ir? —De V de Vendetta.
Se hizo el enterado, pero tuvo que encender el viejo ordenador, pasar parsimoniosamente por el trance de su lento parpadeo y buscarlo con paciencia en Google para identificar la máscara que los locos de Anonymous y esa película que también se había perdido habían puesto de moda.
Así que debía disfrazarse o no le dejarían entrar. Y con la vejez agazapada a la vuelta de la esquina, no era cuestión.
Abrió el armario. Había más corbatas de las que podría utilizar jamás si volviera a tener un trabajo fijo, siempre podía usar una para simular un parche en el ojo, también recuperar esa camiseta de rayas…
—Joder, Luna, de qué vas — se dijo a sí mismo.
Abrió el cajón donde guardaba gorras y otras tonterías sueltas. Había alguna visera interesante, una chapka rusa de otros tiempos, cuando le tocó seguir los pasos de la mafia malagueña hasta Moscú, y otra ucraniana con la banderita de la URSS, una reliquia a la que tal vez podía sacar partido en estos días de guerra. Ese pedazo de piel venía justamente de Crimea pero, la verdad, ¿a quién le iba a hacer gracia hoy? Vale, no iba a ir de V de Vendetta como si de repente le pertenecieran estos tiempos, pero tampoco era cuestión de ponerse aquello como quien grita bien alto: «¡Eh, mirad, soy un hombre de otra era!».
Eso ya estaba claro sin disfraz.
Así que no.
Recordó una de esas fiestas del pasado en la que habían acabado con una panda de polis de los de toda la vida y, tras demasiadas copas, todos los que cubrían Interior y alguno de ellos se animaron a bailar en plan Full Monty. El espectáculo fue tan penoso como uno se podía imaginar, pero ahora se sonrió. ¿Y si…? ¿Dónde demonios estaba aquello?
Abrió otro cajón. La gorra policial estaba ahí. Una de plato negra de 1986. Se la encasquetó. Siempre le había quedado bien, le daba un aire a Charlotte Rampling y Dirk Bogarde en Portero de noche. Volvió a mirarse al espejo. Con ella, sin ella, dudó. Pero se la quitó, la lanzó a la cama y, alzando el mentón como sabía, solemnemente dijo:
—Si quieres fiesta de disfraces la tendrás, pero aquí.
Luego se puso el abrigo y se largó. Esos críos ya tenían bastante desgracia con haber elegido Periodismo. Si no le iban a dejar entrar a la fiesta, segunda desgracia. Allá ellos si se iban a perder a Luna.
María salió a dar una vuelta con el subdelegado para supervisar la ruta que iba a seguir la comitiva oficial para inaugurar una estación. El tema no tenía mucho misterio, cualquier rotonda salía hoy en los periódicos a falta de las líneas de AVE o los puentes de Calatrava de otra era, pero un ministro se iba a acercar y esa era la clásica cita que un subdelegado del Gobierno debía vivir con emoción. Rodrigo Tesón también era de Madrid, pero sacaba cierta ventaja a la comisaria: había sido útil a su partido — pisando algún fango, sí, por eso estaba aquí esperando a que secara— y, si hacía méritos, en un par de años tendría algún puesto en un ministerio. Además era simpático, un raro ejemplar de político que sabía caer bien a los que no eran de su cuerda, por ello tenía futuro. Ruiz se alzó los cuellos para intentar taparse las orejas, se abrochó el chaquetón hasta arriba y lo pensó mientras caminaba junto a él. En Madrid jamás le habría caído especialmente bien, pero hay coincidencias que, en la escasez, ayudan. Además, aquí era técnicamente su superior.
—¿Cómo va ese catarro?
—Con mejor salud que yo, me temo — respondió Ruiz.
—Déjame invitarte a un chocolate.
—¿Y la ruta?
—No se va a mover de ahí. Tenemos bastantes días para analizar esos cien metros a conciencia. Por la mañana y por la tarde. Hasta por la noche, si prefieres.
María se sonrió sin querer. ¿Le había guiñado el ojo? La comisaria intentó apartar la idea de la cabeza y aceptó a regañadientes el paso que él le franqueaba para entrar en La Amistad, la cafetería más lustrosa del centro de la ciudad. Los dos se sentaron.
—¿Sabes? — siguió él—. Ya tienes mejor aspecto que cuando llegaste.
Ella alzó una ceja y le dedicó una mirada suspicaz. Podía ser un cumplido y odiaba los cumplidos, pero algo de esta rutina soriana le estaba moviendo la silla, y no precisamente la giratoria. Sospechaba además que, más allá del cauce oficial, alguien le había soplado al subdelegado que ella estaba algo tocada. Pero no sabía cuánto sabía él. Ni lo quería averiguar.
Mientras Rodrigo Tesón pedía los chocolates, María miró fugazmente su móvil. Desde hacía cinco semanas, cuando ella no tuvo más remedio que mudarse a Soria y aceptar que Tomás fuera trasladado a Ávila junto a sus padres, la informaban tres veces al día por WhatsApp. Solían ser mensajes fríos y rutinarios, salvo en algún turno en que alguien que no había logrado identificar se ponía creativo. Y eso era de agradecer. Pero hoy tocaba rutina. «Estado del paciente Tomás Gutiérrez: sin novedad. Temperatura, frecuencia cardíaca y tensión: estables. Estado de coma: sin cambios.»
Sin cambios. Se suponía que era una buena noticia que no fuera a peor, pero la palabra «coma» siempre le rebotaba con la fuerza de una goma elástica en los dedos, aunque le llegara tres veces al día y la leyera muchas más.
—Hoy, también churros — Rodrigo Tesón había ordenado una ración sin preguntar y se la estaba tendiendo para que eligiera primero. Estaban tostados, parecían crujientes, rebosantes de azúcar y eran apetecibles, sí. Señalando el móvil de María preguntó—: ¿Algo de comisaría?
—Rutina — zanjó ella mientras apagaba la pantalla del móvil y lo guardaba en el bolsillo. Cogió uno de los churros y lo mojó en el chocolate. Sí, tal vez estaba mejor. Hacía mucho que no pasaba una temporada tan larga sin jugársela en un caso y la inacción de lunes a viernes era la mejor receta para, al menos, comer mejor. Con suerte, pronto recuperaría algo de peso—. Pura rutina.
—¿Nada urgente, de verdad? — Rodrigo disfrutó al ver la expresión escéptica en el rostro de María y se lanzó a continuar antes de que ella se enfadara—. ¿Ningún semáforo roto, un niño perdido?
—Creo que tengo una meada en la calle sin juzgar — se animó a bromear ella.
—¡Ah! Veo que ya has pedido la carpeta de casos pendientes. — Rio Rodrigo—. Yo también lo hice al llegar.
—¿Y te sirvió para algo?
—La meada no llegó a ninguna parte porque murió el testigo. Ya lo he averiguado. Se sobreseyó — dijo con una sonrisa burlona.
—¿Y el envenenamiento? — preguntó María, la misma mirada escéptica.
—Para eso te esperaba a ti. — Rodrigo seguía untando un churro en el chocolate y, antes de que se le cayera, lo mordió—. Había oído que llegaba una comisaria infalible y preferí esperar.
María se le quedó mirando sin saber si echarse a reír o llorar. Los dos habían buscado algo que hacer y habían dado con aquel par de asuntos pendientes, eso podía hablar bien de él. Que hubiera averiguado que murió un testigo en el caso de la dichosa micción ya era un exceso de celo que no se esperaba. Pero que además la vacilara con el crimen de 1954 ya era demasiado, sonaba francamente a choteo. Optó por tomar su taza, pero se le había terminado el chocolate y se quedó con ella en el aire, sin saber bien qué hacer.
—¿Quieres otra?
—¿Qué? — replicó María, despistada. Pero Rodrigo ya estaba llamando al camarero para pedir otras dos. Y otra de churros. Era evidente que él la trataba como a una enferma, como a un cachorro que hay que cuidar y eso no le gustaba, o al menos no demasiado. ¿O acaso era adulación?
—¿Qué más has oído de mí? — se atrevió María a preguntar.
—¿De verdad lo quieres saber? — Ella asintió—. Depende — continuó él.
—¿De qué?
—De la fuente de información. Eso era fácil de comprender, era listo Rodrigo Tesón. La voz oficial le habría hablado de una comisaria que había que sancionar, apartar, que había roto algún código y que algo se tendría merecido. Y alguna otra voz le habría dado otra versión. Tal vez también ella tendría que informarse mejor sobre él, quiénes eran sus amigos, sus fuentes. Cuando se pusiera en forma.
—He oído algunas cosas, comisaria. Como tú las habrás oído de mí. Las suficientes para saber que, si nos apoyamos, nos irá mejor.
Ella le miró en silencio. Con sus manos frías y blanquecinas abrazó la taza humeante recién llegada, pero no la bebió. Un pacto, entonces. Una mano tendida, de desterrado a desterrado. No sabía lo suficiente como para mojarse tan fácilmente y no se le daba bien tener aliados, pero tal vez tendría que tomar la oferta como este nuevo chocolate, como una reserva de calorías que acaso fuera a necesitar en el futuro, hacía demasiado frío en Soria. Sorbió un largo trago y no respondió. Él también sorbió y, añadiendo un toque burlón a su tono muy seguro, siguió hablando:
—Bueno. ¿Has dado ya con la señora Buscapié?
Ahora sí lo había visto, le había hecho un guiño, y si eso no era un tic, sino una parte intrínseca del trato, podía metérselo por donde le cupiera. Más valía regresar a la oficina, medir una vez más la ruta de la inauguración, meter en Google el absurdo apellido Buscapié y ordenar la exhumación del cadáver del incauto practicante envenenado, todo a la vez. Cualquier cosa podía servir menos soportar ese guiño absurdo en ese rostro demasiado confiado en su atractivo, no era un precio digno de pagar. Afortunadamente, sintió la vibración del WhatsApp, recuperó su móvil y se concentró en él. No era del hospital.
«¿Has hablado con Carlos? Este finde, yo en Ávila. Tú en Santander.»
Era Martín, el fiel Martín, el joven agente cargado de ganas que también se tambalearon al ver casi muerto a su amigo Tomás. La vida real también le había sacudido el suelo demasiado pronto. María se disculpó con Rodrigo y tecleó.
«Entonces nos vemos en Ávila, Martín, yo de ahí no me muevo.»
«No, jefa. Tú a Santander y yo a Ávila. ¿Olvidaste qué día es?»
María leyó de nuevo el mensaje. Martín se empeñaba en seguir llamándola jefa aunque ya no lo fuera. «¿Olvidaste qué día es?» Recorrió el calendario de su móvil, pero los números no le dijeron nada.
—¿Qué día es? — preguntó en alto.
—¿Hoy? — respondió Rodrigo—. Creo que es tres.
—No, no, el fin de semana.
—¿El fin de semana?
El puente de la Constitución. Tenemos cuatro días de puente. ¿No te vas? El puente de la Constitución. Y de la Inmaculada. El día en que Carlos no solo cumplía años, lo que en sí mismo a estas alturas nadie se atrevía a recordar muy alto, sino en que había vuelto a nacer. Hacía un año que estuvo a punto de palmarla de un infarto y ella le había prometido estar con él para celebrarlo.
«Lo habías olvidado», acusó Martín desde un nuevo wasap.
María se apresuró a responder, pero aún no sabía qué. Carlos no se lo había recordado, pero quien verdaderamente quería compañía era él. Y un puente de cuatro días era un buen cargamento de posibilidades, por qué no, aquí no había gran cosa que hacer. Al fin tecleó:
«¿Y cuándo puedes tú en Ávila?»
«Finde: sábado y domingo. Jueves y viernes me toca currar.»
Podía hacerlo. Jueves y viernes en Ávila, con Tomás.
Y el sábado a Santander. Podría cerciorarse de que Carlos se afeitaba, se cuidaba, desayunaba sin grasa y comía en algún garito sin demasiadas fritangas. Dios, si lo pensaba un minuto, ¿cuánto tiempo hacía que no vigilaba su frigorífico, su horario, si tomaba demasiadas copas o cumplía al menos una quinta parte de la dieta que le había impuesto el médico? ¿Cuánto hacía que el enfermo amigo se había convertido en su propio cuidador? Sí, debía hacerlo. Mientras Rodrigo pagaba la cuenta e insistía en que ella se olvidara, al fin tecleó:
«Ok, Martín. Me has convencido. Iré a Santander.»
Y volviéndose a Rodrigo mientras ambos se levantaban para salir de La Amistad, le preguntó:
—¿Y por qué crees que nadie encontró a la señora Buscapié?
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Autor: Berna González Harbour. Título: Las lágrimas de Claire Jones. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac
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