Este libro es una potente fábula sobre el amor, la soledad y el placer dotada de una gran fuerza alegórica y sustentada en un minucioso trabajo con la palabra.
En Mil mamiferos ciegos, Yago se ha ido de casa y vive en el bosque, donde escribe cartas de amor y talla un tronco derribado por la tormenta. En la ciudad, otra clase de tormenta sacude a Eva y a Santi, una pareja a la deriva que se debate entre el fetichismo de él y la estima herida de ella. Los destinos de Yago y Eva discurren paralelos, aunque ellos no lo sepan.
Este triángulo corrosivo, este tránsito del bosque a la ciudad es la historia que narra Mil mamíferos ciegos. Un tránsito, también, de la pasión a la razón y de lo animal a lo humano, o a la inversa. Cazadores, idiotas y perros viajarán con los protagonistas y les mostrarán la luz que emerge del sexo y de la muerte.
A continuación puedes leer unos fragmentos de Mil mamíferos ciegos, de Isabel González.
Bosque I
(Páginas 11-13)
La naturaleza tampoco basta. No bastan los bosques, la lluvia, el océano tal con su nombre tal. Mil topos indagan bajo la tierra. Andarán buscando sus ojos. Por eso avanzan, caminan. Yago camina en busca de qué. Yago camina, despega una hoja del suelo, y al hacerlo, al volverla transparente, el cuerpo amado se encarna. Su piel, sus nervaduras, toda la confusión de ese su. Ya era hora de algo definitivo por decisión propia. Da risa cada palabra: definitivo ja, decisión ja, propia ja. Dignas de ironía las tres aunque él no se ría. Él camina con el asombro de alguien en quien lo eterno se detuvo un poco y se largó. La silla coja añora el cuerpo que la aplastaba. Crujido permanente de lo quieto y roto, he aquí lo eterno. Yago acerca la hoja a sus labios y desliza la punta de la lengua despacio, furtivo. El gusto seminal de la clorofila lo sacude. Se mete la hoja en la boca y la mastica. Dientes voraces, los ojos arrasados, solo. Mil mamíferos ciegos.
Esta historia empezó en primavera. Con Yago un poco más joven.
—Llévate la manta.
—Hace calor.
—Hará frío.
—Correré.
—Te cansarás.
—Descansaré.
—Cojearás.
—Correré cojo.
—Llévatela, por favor.
Ruego a ruego, la madre plegaba la manta, la reducía. Estaba a punto de convertirla en trapo cuando Yago la cogió de sus manos y ella, recostada en el sillón, lloró con la habilidad de transmitir que contenía un llanto mayor. Buena actuación, mamá. Secó su cara con una esquina de la manta, la besó, y salió a la calle. Con la manta bajo el brazo. Con las lágrimas.
Yago se estaba yendo de casa y su madre no miraba por la ventana.
—Lo vuestro acabó, hijo mío.
—No acabó. Tengo que irme.
Cómo decirlo. Que la voluptuosidad le impedía vivir con los otros, como los otros, como a medio gas. Que hasta el vuelo de un zángano zumbaba en su pecho. Si prendían un cigarro, trepaba por el humo. Detonaba en sus oídos el tintinear de la loza. Masturbarse era tan fácil. Ni genitales le hacían falta. Cerraba los ojos, se chupaba la mano izquierda y sobrevenían trifulcas. La lengua iba a por los dedos y los dedos trataban de apresar la lengua hasta el límite de la arcada. El calambre súbito levantaba sus párpados y lo enfrentaba a la pose barroca de su mano. La mordía con ganas. Con hueso y cartílago. Un rastro de saliva lenta y viscosa bajaba por su antebrazo.
Sigue bajando.
Lenta y viscosa por lo que ya se ha dicho.
Como la naturaleza tampoco basta, Yago escribe:
Todo lo que he besado por no besarte. La obscenidad de las cosas que me rodean desde que te fuiste. Dirán que me fui yo, pero es mentira. Yo sigo todavía ahí, en el instante que crece sin cielo. Todo lo que estoy besando por no besarte. Los perros abandonados y los cautivos, las hojas, mis manos, la boca abierta de las frutas maduras que caen al suelo y revientan. Desde que salí de casa, la escarcha trepana mi cráneo confuso, cada vez más ralo. Sin pelo. Me voy a quedar sin pelo. Es un clamor entre los piojos que han venido a vivir conmigo. Recuerdo demasiadas cosas y ahí estoy. Da igual donde me vean los otros. Hace frío. Hoy amaneció despejado y luego llegaron las nubes. La buena gente del café con leche dirá amaneció cubierto y no será verdad porque yo sé la verdad. Que por un instante hubo luz. Empiezo a llorar menos, eso sí. Se pierde hidratación y abrigo. He empezado a tallar un tronco. Creo que te gustará. Estoy muy ocupado. Te dejo.
Yago
***
Ciudad I
(Páginas 39-40)
Improvisaron rascacielos. Improvisaron sobre todo al mediodía, bajo el sol. Claro que se pueden improvisar cincuenta plantas, doscientos metros en vertical, generaciones de improvisación y andamios. Un lado de la calle aplastado por el sol, bendecido el contrario por la sombra. Esto no pasa en los bosques. Los bosques fabrican penumbra. Los rascacielos, contrastes, peldaños, optimismo: subir a tocar el cielo y que el cielo no disponga de materia. Y qué más da si aquí abajo, Eva huye de la tienda donde la acaban de engañar. Eva cruza la avenida y conforme avanza, está cada vez más segura. Debería regresar y devolver su mercancía. Pero ahora la mercancía es suya. Ella la ha construido y ella es una mujer constructiva. Le cuesta desprenderse de algo que acaba de venir a formar parte de ella. El sol se ceba en su pelo negro. Es un sol justo con su cobardía. Con ese anillo tan feo por el que acaba de pagar. Sucedió así: Eva esculpió el molde en cera, lo cubrieron de arcilla, la arcilla se coció, rellenaron el hueco de cobre y tenga señorita, su anillo. Mentira. Ese anillo apenas recuerda a lo que ella hizo. No tiene pruebas sin embargo. Desapareció la cera, desapareció el molde y ahora solo quedan ella y la consecuencia de lo que sus manos y su esperanza manipularon. El nuevo anillo ya no es una amapola. Parece una víscera pequeña, aplastada. Me acabará gustando así, trata de convencerse. No se convence. Sube a casa. Cuarta planta en una callejuela del centro. Nada en su lugar y nada fuera de él. Orden superpuesto al orden de inicio. Donde debería colgar una lámpara cuelga una lámpara y una marioneta, hay cerillas en el cajón de los medicamentos. Lo correcto y algo que lo entorpezca. Huele a especias y a óleo. Huele a Santi. Santi cocina, le gusta. Y pinta, le gusta. Santi desea mucho pero ama aún más. El deseo es amarillo, la mano derecha. Con ella traza los ojos, la lengua, las extremidades amarillas. El amor fluye y resulta que el amor vuelve a ser amarillo, alto, dorado. Con la mano izquierda pinta el resto. La boca, el pelo, el sexo amarillos. Santi pinta con las dos manos a la vez y aunque los brochazos aspiran a fundirse, ni siquiera eso sucede. Los brochazos se superponen, los rasgos no se definen. Dónde empieza una oreja y acaba el rostro. Dónde la compacta masa de un muslo. Ningún vacío secciona la primitiva ligazón de las piernas. Ninguna dirección impuesta crea la ilusión de unidad.
En cuanto Eva entra en casa, Santi suelta los pinceles.
—El páncreas de un gnomo —dice ella. T
iende la mano y Santi le besa la sortija en plan papal.
—¿Te gustan las vísceras amarillas?
Santi señala su pintura.
—¿Qué es? —pregunta Eva.
—Tu anillo.
***
Bosque III
(Página 109)
PESADILLA ¿Saben por qué nadie fue al entierro de Yago? Nadie fue a su entierro porque nació enterrado. Tú, calladito aquí abajo, le dijeron de bebé. Si estás calladito, no tendrás problemas. Nosotros te traeremos mantas, agua, comida. Y así fue. Todos los días, el ventanuco se abría e introducían por él un lagarto, un ave, algo pequeño pero nutritivo y vivo. Nada de comida elaborada. Alimento silvestre y escurridizo que hasta en ese espacio ridículo, le costaba atrapar. Orgullosos, escuchaban desde fuera los golpes, no siempre es fácil quebrar un cuello. Un día, deslizaron por el ventanuco un ratón. Un bicho tembloroso y diminuto que despertó la piedad de Yago. Tú, calladito aquí abajo, le advirtió. Lo arropó, lo escondió, lo cuidó y dejó que creciera. Mucho. Creció tanto que ahora respira su aire, bebe su agua, come su comida. Ahora, en vez de Yago, hay algo enorme y peludo con dientes que no le caben en la boca. Todavía lo llaman Yago y lo alimentan. Porque quién podría vivir sin él, decidme, quién podría.
***
Ciudad III
(Páginas 121-122)
Eva y Santi recuperan la energía, limpian la terraza, acaban de colgar las guirnaldas y algo nuevo. Lo contrario a comunicarse que consiste en lo siguiente: Dos. Personas. Hablan. Podría hacerlo uno dos veces y sería lo mismo. El muro que los separaba se ha duplicado, es cierto. Hay más grosor, pero también más opciones. Diques extrañamente esponjosos, transitables. Santi habla y ella empieza a no escucharlo. Hasta emite soplidos de indiferencia que Santi agradece. Santi vaciaba a su interlocutora con domesticidad de cuchara. La tiranía de su belleza lo había convertido en un utensilio. Víctima y culpable la herramienta: tomarás lo que te eche porque a todas horas, algo nervioso y bípedo merodea ese sexo y se llama Santi. Viven muchos con él y aún podrían vivir más.
En silencio:
EVA: cuántos vamos a ser, Santi. Cuántos y no deberá importarnos. Volveré a hacerlo si es necesario. Volveré con Héctor y con los otros. Tú en ti y yo por los bazares. Traeré especias y la mano velluda de un vendedor de Isfahan que me metí bajo la falda. Nunca estaremos solos tú y yo. Me colgaré un collar de prepucios y me habré acostado con todos. La pureza no existe o no la buscamos en su sitio. Lo que amamos está dentro de una caja, cubierto por la tierra de otro planeta. No tenemos cohetes. Tenemos palas y con eso ha de bastarnos. Con tu solo corazón, Santi, mil mamíferos respiran.
SANTI: eso no importa, Eva. No importa cuántos seamos. No es solo que te quiera. Es una de esas veces en que me gusta todo. ¿Has visto qué bonitas las guirnaldas, el sofá, la grieta del techo? Los cubiertos se abrazan dentro de la servilleta, nuestras manos relucen sobre la encimera y cómo se ensancha el mundo. Cómo te deseo. A ti, al mantel, a la cubertería. Deja que ese cuchillo disponga sus dientes sobre tu nuca. Las bocas deciden y aún decidirán más. Bocas contradictorias las nuestras. Hablan por practicar algún deporte y porque a veces callan, están vivas. Tus pies en mi boca: el lenguaje de los ahogados. Somos los fantasmas del mar, Eva. Nadie podrá juzgarnos. Nuestras leyes son las del anzuelo y la caballa. En el código de los pecios, es obligatorio perderse.
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Autora: Isabel González. Título: Mil mamíferos ciegos. Editorial: Dos bigotes. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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