A continuación, podéis leer los dos primeros capítulos de Sin compromiso, de Curtis Sittenfeld, que la editorial Siruela pone a la venta el 8 de febrero.
En Sin compromiso, que homenajea y revisa con desenfado la obra maestra de Jane Austen, Sittenfeld lanza una nueva y refrescante mirada sobre temas tan clásicos como las diferencias de clase, el amor o las relaciones familiares, logrando así una de las novelas más sofisticadas y entretenidas de los últimos años.
Capítulo 1
Mucho antes de que llegase a Cincinnati, todo el mundo sabía que Chip Bingley andaba buscando esposa. Dos años antes, Chip —graduado por el Dartmouth College y por la Facultad de Medicina de Harvard, vástago de los Bingley de Pensilvania, que durante el siglo XX habían hecho fortuna con el negocio de las piezas de fontanería— había aparecido, por lo visto con alguna reticencia, en el famosísimo reality televisivo Tal para cual. A lo largo de ocho semanas, durante el otoño de 2011, veinticinco solteras habían convivido en una mansión de Rancho Cucamonga, en California, compitiendo por el corazón de Chip: celebraban citas en las que iban a jugar al blackjack a Las Vegas o a catas de vino en los viñedos del valle de Napa mientras se peleaban y se ponían a parir entre ellas delante del pretendiente y también a sus espaldas. Al final de cada episodio, le daba a cada una o bien un beso en los labios, lo que significaba que continuaba compitiendo, o bien un beso en la mejilla, que quería decir que tenía que volverse a su casa de inmediato. En el último episodio, cuando solo quedaban dos mujeres —Kara, una antigua animadora universitaria de veintitrés años con unos ojazos y una melena rubia rizada, profesora de instituto en Jackson, Misisipi; y Marcy, una dentista morena de veintiocho años, hipócrita pero atractiva, de Morristown, Nueva Jersey—, Chip se puso a llorar como una magdalena y rehusó proponer matrimonio a ninguna de las dos. Ambas eran increíbles, extraordinarias, inteligentes y sofisticadas, afirmó, pero no sentía hacia ninguna de las dos lo que él llamaba «una conexión espiritual». En cumplimiento de las normas de la Comisión Federal de Comunicaciones, la consecuente diatriba de Marcy quedó reducida a una serie de palabras interrumpidas por pitidos que a duras penas ocultaban su cólera.
—No quiero que conozca a las chicas por haber estado en esa chorrada de programa —le decía la señora Bennet a su marido durante el desayuno una mañana de finales de junio. Los Bennet vivían en Grandin Road, en una amplia casa de estilo Tudor de ocho habitaciones en el barrio de Hyde Park de Cincinnati—. Ni siquiera lo he visto. Pero estudió en la Facultad de Medicina de Harvard, ¿sabes?
—Eso me comentaste —respondió el señor Bennet.
—Después de todo lo que hemos pasado, no me importaría tener un médico en la familia. Llámalo interés si quieres, pero yo más bien diría que es una cuestión de inteligencia.
—¿Interesada tú? —repitió el señor Bennet.
Cinco semanas antes, el hombre había pasado por una revascularización coronaria de urgencia; tras una convalecencia complicadita, hacía pocos días que había recuperado su habitual actitud sardónica.
—Chip Bingley ni siquiera quería presentarse en Tal para cual, pero su hermana lo propuso como candidato. —
Entonces un reality no es muy distinto del Premio Nobel de la Paz, pues en ambos se requiere de candidatos propuestos por terceros.
—Me pregunto si está de alquiler o ha comprado la casa —dijo la señora Bennet—. Eso nos indicaría cuánto tiempo tiene pensado quedarse en Cincinnati.
El señor Bennet bajó su rebanada de pan.
—Teniendo en cuenta que hablas de un completo desconocido, tu interés en los pormenores de su vida me parece desmedido.
—Yo tampoco lo consideraría un desconocido. Trabaja en Urgencias en el Christ Hospital, lo que significa que Dirk Lucas debe de conocerlo. Chip es bienhablado, no como esos jóvenes vulgares que suelen salir en la tele. Y es muy atractivo, además.
—Pensaba que nunca habías visto el programa.
—Me tragué unos minutos de pasada mientras las chicas lo veían. —Miró malhumorada a su marido—. No deberías discutir conmigo; es malo para la recuperación. En cualquier caso, Chip podría haber hecho carrera en la televisión pero decidió volver a la Medicina. Y se nota que viene de buena familia. Fred, estoy convencida de que el hecho de que se haya mudado aquí justo cuando Jane y Liz se encuentran en casa supone un resquicio de esperanza para nuestros problemas.
Las dos hijas mayores de las cinco hermanas Bennet llevaban una década y media viviendo en Nueva York; a causa del susto motivado por la salud de su padre habían vuelto repentina, si bien temporalmente.
—Cariño, si una marioneta hecha con un calcetín, que tuviera herencia y un diploma de Medicina de Harvard, se mudase aquí, tú estarías convencida de que su destino era casarse con una de nuestras chicas.
—Búrlate todo lo que quieras, pero el tiempo no pasa en balde. No, Jane no aparenta los cuarenta que va a cumplir en noviembre, pero cualquier hombre que sepa su edad le dará vueltas y vueltas a lo que ello supone. Y Liz la sigue de cerca.
—Muchos hombres no quieren hijos. —El señor Bennet le dio un sorbo al café—. Ni yo lo tengo claro todavía. —
Una mujer de cuarenta puede dar a luz, pero no es tan fácil como los medios de comunicación nos hacen creer. La hija de Phyllis y Bob ha probado toda clase de métodos y al final se tuvo que conformar con el pequeño Ying de Shanghái. —Se levantó y se miró el reloj de oro ovalado—. Voy a llamar por teléfono a Helen Lucas, a ver si puede organizar algo para presentarme a Chip.
Capítulo 2
La señora Bennet era quien siempre bendecía la mesa en las comidas familiares —sentía predilección por las oraciones de la Iglesia anglicana— y, aquella noche, apenas hubo pronunciado la palabra «amén», anunció con entusiasmo incontenible:
—¡Los Lucas nos han invitado a su barbacoa del Cuatro de Julio!
—¿A qué hora? —preguntó Lydia, de veintitrés años, la pequeña de las Bennet. Mary, que tenía treinta, le dijo: —Hasta que no se haga de noche no puede haber fuegos artificiales.
—Nos han invitado a una prefiesta en Mount Adams —intervino Kitty. Ella tenía veintiséis, la más cercana tanto en temperamento como en edad a Lydia, aunque contraria a las conductas fraternales típicas; iban juntas a todas partes, y era la pequeña quien llevaba por el mal camino a la otra.
—Pero si no os he dicho quién va a estar en la barbacoa.
—Desde su extremo de la larga mesa de roble de la cocina, la señora Bennet estaba eufórica—: ¡Chip Bingley! —
¿El llorica de Tal para cual? —dijo Lydia, y Kitty soltó una risita mientras aquella añadía—: Yo no he visto nunca a ninguna mujer llorar lo que lloró él en la temporada final.
—¿Qué es un llorica de tal para cual? —preguntó Jane.
—Ay, Jane —le dijo Liz—. Qué inocente y pura eres. Has oído hablar del programa Tal para cual, ¿verdad? Jane entrecerró los ojos.
—Creo que sí.
—Pues él salía allí ahí hace un par de años. Era el tío que codiciaban veinticinco mujeres.
—Creo que no os imagináis el terror que ha de experimentar un hombre al verse así de superado en número —comentó el señor Bennet—. Yo muchas veces me echo a llorar, y eso que aquí solo sois seis.
—Tal para cual es degradante para la mujer —dijo Mary.
—Esa es tu opinión, claro —terció Lydia.
—Pero a la temporada siguiente van a ser una mujer y veinticinco chicos; eso es paridad —dijo Kitty.
—Las mujeres se humillan de una manera a la que no llegan los hombres. Están desesperadísimas —replicó Mary.
—Chip Bingley estudió en la Facultad de Medicina de Harvard —dijo la señora Bennet—. No es uno de esos ordinarios de Hollywood.
—Mamá, su ordinariez hollywoodiense es lo único que interesa de él aquí en Cincinnati —le dijo Liz.
Jane se volvió hacia su hermana.
—¿Tú sabías que estaba aquí?
—¿Tú no?
—¿A por cuál de nosotras quieres tú que vaya, mamá? —preguntó Lydia—. Es mayor, ¿verdad? Entonces doy por hecho que a por Jane.
—Gracias, Lydia —comentó aquella.
—Tiene treinta y seis, así que es tan adecuado para Jane como para Liz —contestó la señora Bennet.
—¿Por qué no Mary? —preguntó Kitty.
—No me parece el tipo de Mary.
—Porque es lesbiana y el tal Chip no es mujer —añadió Lydia.
Mary la fulminó con la mirada.
—Lo primero: no soy lesbiana. Y aunque lo fuese, prefiero ser una lesbiana a una sociópata.
Lydia sonrió con superioridad.
—Puedes ser las dos cosas.
—¿Lo estáis oyendo todos?
—Mary se volvió hacia su madre, en un extremo de la mesa, luego a su padre, en el otro—. Lydia está fatal de la cabeza.
—Las dos tenéis la cabeza perfectamente —dijo la señora Bennet—. Jane, ¿cómo se llama esta verdura? Sabe distinta a otras veces.
—Son espinacas. Las he estofado.
—A decir verdad —intervino el señor Bennet—, hay un aspecto para el que no os funciona muy bien la cabeza. Sois adultas, tendríais que estar viviendo por vuestra cuenta.
—Papá, vinimos para cuidarte —respondió Jane.
—Pues ya estoy bien. Volveos a Nueva York. Tú también, Lizzy. Ya que eres la única que se niega a aceptar un centavo y, no por casualidad, la única con un empleo de verdad, se supone que debes dar ejemplo a tus hermanas. De lo contrario, te arrastrarán con ellas.
—Jane y Lizzy saben lo importante que es para mí el almuerzo —dijo la señora Bennet—. Por eso siguen aquí.
El acontecimiento al que se refería era el almuerzo benéfico anual de la Liga Femenina de Cincinnati, programado aquel año para el segundo jueves de septiembre. La señora Bennet era miembro de la Liga desde los veinte, aquel año era la presidenta del Comité de Organización del acto y, lamentablemente (como recordaba a menudo a los integrantes de la familia), la enorme presión y responsabilidad de dicho papel le impedían cuidar de su marido durante la convalecencia.
—A ver: la invitación de los Lucas es para cuatro. Lydia y Kitty: tenéis tiempo de sobra para veniros con nosotros y llegar a vuestra fiesta antes de los fuegos artificiales. Helen Lucas va a invitar a unos cuantos jóvenes del hospital aparte de a Chip Bingley, así que sería una pena que os perdieseis la oportunidad de conocerlos.
—Mamá, a diferencia de nuestras hermanas, Kitty y yo somos perfectamente capaces de conseguir novio por nuestra cuenta —replicó Lydia. La señora Bennet miró al otro extremo de la mesa, a su marido.
—Si alguna de nuestras hijas se casase con un médico, me quedaría satisfecha, sí. Pero Fred: me atrevería a decir que, si eso hace que se vayan de casa, tú también lo estarías.
Autor: Curtis Sittenfeld. Título: Sin compromiso. Editorial: Siruela. Venta: Amazon y Fnac
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