El centro donde he prestado servicio los últimos doce años tiene un entorno social complicado. En las inmediaciones hay un poblado chabolista de búlgaros. Además, gran parte de las otras familias, la mayoría de clase trabajadora, no acompañan a los profesores en la educación de sus hijos. A adolescentes que no dan palo al agua y no aprueban ni el recreo les compran motocicletas, patinetes eléctricos o móviles de última generación. Rompen uno de los principales contratos sobre los que se basa la enseñanza: se premian los esfuerzos, el progreso y la constancia, no la indolencia y apatía. Si consiguen todo lo que quieren sin esforzarse, aparte de futuros trabajadores abúlicos, las familias están criando tiranos caprichosos y consentidos.
Uno de mis primeros pupilos fue un mozalbete de 13 años, de origen búlgaro. Había tenido varios encontronazos dentro y fuera del centro y estaba en el punto de mira de la fiscalía de menores. Se había ensañado con un infeliz que recaló aquí huyendo de la guerra de Siria.
Empecé a entrar en su falsa coraza de malote haciendo que me ayudara en tareas menores e invitándolo a almorzar en la cantina. Poco a poco me fue haciendo partícipe de su mundo. Entre bocata de jamón y napolitana de chocolate me enseñaba fotos de familiares (a todos los llamaba primos) que vivían en diferentes ciudades europeas: todos aparecían con coches de alta gama. Hablaba con devoción de ellos, pero, sobre todo, de sus autos. La misma admiración le tenía a un fulano, de su misma nacionalidad, que había hecho fortuna con la chatarra, tanto que lo llamaban el rey de la misma.
Le pregunté que en qué trabajaban sus primos para poder comprar esos cochazos.
—Las mujeres, profe…
—¿Qué?
—Las mujeres… las putas, que dan mucho dinero.
Me quedé a cuadros. Él continuó diciendo que su padre era un matao porque había rechazado varias veces la invitación de sus primos para trabajar con ellos: prefería ganarse la vida con una furgoneta zarrapastrosa recogiendo chatarra y vendiéndola en los desguaces. Informé a mis superiores. Seguimos, no obstante, con nuestras charlas y almuerzos peripatéticos: el zagal estaba empezando a dejar de ser tan conflictivo. El pobre sirio y otros pudieron respirar tranquilos.
Otra mañana la conversación derivó hacia los coches que teníamos los profesores. Admiraba al de Educación Física: aparte de ser un figurín y tener un trato muy cercano con la chiquillería, tenía un Tesla, uno de ésos que lo hacen todo ellos solos. Se interesó por qué auto tenía yo.
—Un Dacia.
Como pasa en muchos lugares, las relaciones con los vecinos no son a veces buenas. Los Dacia comenzaron siendo de matriz rumana. Parece ser que algunos búlgaros desprecian lo que hacen sus colindantes. Y viceversa.
—¿Un Dacia? ¡Pero si eso es una mierda!
—Es el coche que tengo. Se llama Decébalo, como el líder de los dacios que se enfrentó a los ro…
—Pero… pero… a ver, profesor: ¿tú tienes un Dacia porque eres un friki o porque no puedes comprarte algo mejor?
—Es lo que puedo adquirir ahora mismo. Y a plazos.
—A ver, a ver… Me has dicho que para ser profesor hay que estudiar mucho. Toda la vida estudiando y aguantándonos a nosotros para tener un Dacia. Profesor: eres un pringao.
Así. Sin anestesia. Debí de poner cara de póker porque se vio obligado a darme dos palmadas de conmiseración en el hombro.
No concluyó estudios: dejó embarazada a una chica y abandonó el centro para hacerse cargo de su familia. No volvió a dar ningún problema en el tiempo que estuvo con nosotros. No lo he vuelto a ver. Mi jefa me contó que se lo encontró y que me envió un cariñoso abrazo. Espero que haya seguido el modelo de su padre y no el de sus primos, aunque se tenga que conformar con un coche destartalado.
Sus palabras acuden con frecuencia a mi mente: “profesor, eres un pringao”. Más de media vida estudiando y aprobando curso a curso la E.G.B., el B.U.P., el C.O.U. y la carrera. Innumerables horas de hincar codos. Noches en blanco ante un puñado de temas. 10 dioptrías por pasarme tanto tiempo ante los flexos. Una oposición para ser profesor de enseñanzas medias y otra para llegar a catedrático. 34 octubres de servicio en centros de Lugo, Huelva y Murcia. Más de 1000 horas de cursos de formación recibidos. Más de 100 siendo yo el que forme a otros profesores. Tanto penar para acabar siendo un pringao.
Llega a mis ojos que un zangolotino, treintañero o casi, que ha estado más de 7 años para intentar terminar una carrera (y no lo ha hecho aún: tanto empleado en rascarse la sementera o luxarse el coxis por inclinarse a lamer rabadillas se lo han impedido) ha sido elegido diputado autonómico. El zanguango, sin oficio ni beneficio aparte de un máster en trepa, se calzará al mes más que este pringao tras 34 años escornándose como servidor público. En su misma región, con una de las tasas de pobreza, corrupción, incultura y nepotismo más elevadas del país, una camada de niñatos afines han sido nombrados directores generales o concejales. Se embolsarán casi 5.000 al mes, tan sólo por ser tiralevitas y haber medrado en las nuevas generaciones o juventudes de esos partidos que son agencia de colocación para carroñeros. Me consta que tal sucede en la mayoría de comunidades, en Congreso, Senado y en más de un ministerio. Uno de los de esta caterva festejó su nombramiento grabándose en su descapotable (no era un Dacia, ¡faltaría!) mientras “apatrullaba” la ciudad al son de una música de moda. Sin un ápice de vergüenza ni de dignidad, lo aireó en sus redes sociales para escarnio de los millones de pringaos que votaron al partido que encumbra a tales ganapanes.
Los susodichos se embolsarán mucho más que el pringao del guardia civil que arrastra sexenios jugándose el pellejo a pie de carretera. Bastante más que el pringao del policía que ha de bajar a los fondos más bajos para preservar la seguridad del común. Casi el doble que el pringao del médico interno residente que, después de una carrera ciclópea y un examen de pesadilla, encadena guardias de 24 horas. El triple que el pringao del verdulero que a las 4 de la mañana está en la lonja central apartando las verduras que venderá en su establecimiento o en mercados callejeros. Mucho más que el pringao del albañil que se desloma en zanjas y obras. Aunque, todo hay que decirlo, estos pringaos son culpables por consentir que con su voto los partidos ofendan a la ciudadanía nombrando a estos ineptos o permitiendo que un penco, que dice que no terminó la carrera porque no podía estudiar y trabajar al mismo tiempo (que se lo digan a los miles de jóvenes que se costean estudios dejándose la piel tras barras o limpiando) presida una de las comunidades más grandes de esta desdichada España.
En las más de tres décadas que llevo a pie de obra en la educación pública por mis manos han pasado miles de adolescentes. A ellos, al igual que a mis hijos, les he intentado inculcar que el mayor orgullo para una familia es que sus vástagos lleguen mucho más lejos de donde pudieron llegar sus padres. Para esto es necesario un sacrificio constante. Una disciplina a fuerza de empuje, constancia y voluntad de roble. Los frutos del trabajo silencioso e ingrato del estudiante no se suelen recoger a corto plazo. Que se lo digan al juez o al notario que llegan a la cumbre a los treintaitantos, tras lustros de estudios en jornadas maratonianas y una gran inversión por parte de los suyos contratando preparadores y demás. O al médico, que se ha dejado los ojos preparando el examen para M.I.R. O al guardia civil o al bombero. Sólo quien se haya presentado a una oposición sabe los calvarios que viven quienes a ella optan.
A todos les decía que su esfuerzo merecía la pena y, aunque tardaran en recoger la cosecha, sus penalidades serían recompensadas. Además, tendrían la satisfacción de no deberle nada a nadie, de no haberse visto humillados a inclinar la cerviz ante nadie, sino que se sentirían orgullosos de haber llegado adonde quisieran por sus méritos.
Estaba equivocado. Los remordimientos por haberlos engañado no me dejan conciliar el sueño. Decenas de estos críos que se dejaron la piel y llegaron mucho más lejos que su mísero profesor malviven con contratos precarios y no pueden formar un proyecto de vida aceptable, frisando ya los 40. Mis compañeros y yo los hemos preparado para ser unos pringaos. Aún más que nosotros. Visto los visto, el mundo es de los lameculos, chupacirios y arribistas: sólo ellos podrán conducir algo mejor que un Dacia.
Aunque estoy totalmente de acuerdo con las lúcidas reflexiones que el profesor Mínguez ha expuesto en éste y en otros textos, como pringao de 50 años que soy diría que, pese al estado de cosas que tan bien describe, en el fondo sus antiguos alumnos le están muy agradecidos de que les haya transmitido los valores del progreso, el mérito personal, el esfuerzo y la constancia.
crie cuatro hijas e hijos, y soy un pringao, pero ellos no, porque son decentes, saben lo que hacen y son mejores que yo, y daria lo que no tengo por haber sido alumno suyo, pero por cuestiones de lejania y edad , es imposible, pero le digo, que no esta todo perdido, molon labe, maestro
Don Arístides, tristemente lleva usted razón. Se lo dice un pringao más. Le ha faltado decir de qué partido político eran los indocumentados esos. Pero, bueno, cebollos chupaculos hay en todos los lados.
La cultura del esfuerzo promovida desde la política y las instituciones: una utopía. ¡Si ya desde el poder se promueven las tesis doctorales falsas! Seguimos estando en el país de la picaresca. Seguimos alabando y admirando al pillo, al que se escaquea de lo que sea, al chorizo, al arribista. Y votamos al Bachiller Trapaza y a la Garduña de Sevilla. Y desde la sociedad ensalzando a auténticos cebollos, cuya única habilidad es pelotear balones, como héroes con sus grandes y efímeras fortunas.
Desde la política se castiga el esfuerzo y a los que se esfuerzan y solo se promueve el perroflautismo, el nini, y el no dar un palo al agua, todo ello subvencionado por los pringaos.
Porca miseria…
Esto es lo que trae elegir «pulsa botones» para algo tan importante para el bienestar de las personas como debe ser la política.
Debo decirle, que aunque estoy de acuerdo en casi todo, darle la razón a alguien que le llama pringao por tener un Dacia, es no darse cuenta del verdadero valor de lo que enseña, quizá, algún día, sean sus pupilos, quienes cambien las cosas en esta sociedad…