Es difícil explicar, a quienes no gustan del fútbol, por qué a algunos de nosotros nos gusta tanto. Sobre todo en medio del bombardeo mediático que nos satura con el Mundial y sus ripios permanentes de hazañas, gestas, naciones y banderas al viento.
Quienes amamos el fútbol lo hacemos no como consecuencia de esas imágenes recurrentes y tediosas, sino a pesar de ellas. Y lo amamos porque cuando éramos chicos, jugamos. Y cuando nos hicimos adultos hicimos todo lo posible por seguir jugando. Los que debieron abandonarlo lo extrañan. Los que seguimos jugando sabemos que tenemos un tesoro, un privilegio. El privilegio de poder jugar. Ni más ni menos. Jugar porque sí. Jugar y gracias. Jugar y punto.
¡Vaya privilegio! El deporte más estúpido que existe. Se pasan hora y media dando patadas a un balón y el objetivo del juego que es metes goles es un hecho que sucede poquísimas veces en el trascurso de esa hora y media. Aburrido hasta la saciedad. Para colmo, por esa tremenda escasez de goles, se pagan cantidades astronómicas a unos estúpidos descerebrados, medio subnormales que encima se creen intelectuales opinando de la vida y de la muerte.
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