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Programación de los haikus, un cuento de Ismael Núñez Miralles

Programación de los haikus, un cuento de Ismael Núñez Miralles

Imagen de portada: Egon Schiele, Double Portrait (Chief Inspector Heinrich Benesch and His Son Otto), 1913.

Double Portrait (Chief Inspector Heinrich Benesch and His Son Otto)

Qué gran suerte pasar las horas en un lugar como la Escuela de Imaginadores donde cada día ocurren tantas cosas y surgen tantas historias diferentes. En esa diferencia está la riqueza, nunca sabemos qué puede empezar a germinar ante nuestros ojos y oídos el próximo minuto. Hay que estar preparado para todo. Y hoy hemos querido compartir esta suerte, trayendo a Zenda un relato sobre el tema más preocupante y apasionante del momento: la Inteligencia Artificial. Cuando el abismo se abre ante nosotros, la literatura es el mejor instrumento del que disponemos para tratar de comprender lo incomprensible.

El imaginador Ismael Núñez Miralles (Valencia, 1984) se licenció en Publicidad y Relaciones Públicas y desde entonces vive en Madrid. Sus relatos han sido incluidos en diversas antologías, cuenta con una flamante novela terminada y una segunda progresa hacia su fase final de escritura. Con su delicioso relato «Programación de los haikus», aborda los problemas de la emancipación de la IA desde un inesperado enfoque, que no rehúye de las emociones.

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Programación de los haikus

El día que me mostraron al androide, no me reconocí en él. Mis colaboradores lo construyeron basándose en mí. Habían hecho un buen trabajo. Los ojos algo rasgados, mezcla europea y japonesa, la piel pálida y amarilla, con las mismas arrugas que sobrevienen entre el paso de la edad y las reflexiones. El pelo lacio cubriendo la mirada. Las gafas, pequeñas y cuadradas. Los labios finos. Incluso la cicatriz en la mano derecha. Todo estaba reproducido al detalle, un calco perfecto de mi organismo. Pero más allá, detrás de su mirada vidriosa, yo no era él.

No me dejé llevar por ese extrañamiento. La pasión por la ciencia arrastraba al resto de sensaciones. Él me seguía con la mirada mientras yo le observaba. En un momento dado, me incliné sobre su rostro, me ajusté las gafas, y ambos exclamamos a la vez:

—Esto es increíble.

 

Hemos paseado por el campus con el androide. Le hemos enseñado todas las instalaciones: la residencia, el aulario, los laboratorios. Le hemos explicado que puede ir y venir a donde le plazca, aunque eventualmente descubrirá que, si traspasa un área de seguridad, se desconectará de forma automática.

Caminando por el campus, mi doble hace preguntas que suenan ambiguas: recaba información utilizando su avanzada inteligencia artificial, aunque en este punto no puedo evitar preguntarme si está siendo inteligente o si solo nos imita.

Ha cogido una flor y la ha olido. Entre sonrisas, se la ha ofrecido a mi mujer. Ella me ha mirado y ha bromeado:

—Está mal hecho: es más detallista que tú.

 

Me he dejado llevar por la pereza y he permitido que el androide dirija un experimento en mi lugar. Lo he seguido a través de las cámaras de seguridad del laboratorio y de los micrófonos del robot. Nuestro sujeto de prueba, Kiyoshi, se enfrenta a un lienzo en blanco. No se le han proporcionado instrucciones precisas, tan solo se le ha pedido que exprese una vida de pobreza y austeridad. Kiyoshi es una versión inacabada que nos sirve para este tipo de pruebas. Le borramos la memoria una y otra vez para actualizar a las últimas versiones del sistema operativo o para programar retoques técnicos. La imagen puede resultar algo dantesca para un observador ajeno: un amasijo metálico, tapado por una camiseta de la universidad y con un pincel en la mano, se mueve sobre ruedas de un lado hacia otro, humedeciendo las cerdas y marcando trazos en el lienzo mientras algunos estudiantes y todos mis colaboradores toman notas. Este prototipo no es tan avanzado como mi doble, de hecho, está pensado para ser modificado como parte de una rutina de trabajo, por lo que tiene el menor número de piezas posible y, desde luego, carece de ornamentación. No le hace falta. No necesita parecerse a nadie, ni aparentar personalidad. Todo lo contrario que mi androide. Sé que ya ha reconocido el poema porque pone la mano bajo la barbilla, como hago yo cuando dudo de todo.

—Deténgalo —dice.

Uno de los investigadores teclea en un ordenador y el robot deja de escribir. Sus brazos mecánicos caen con suavidad, inertes de repente. Sus trazos han sido rápidos y el trabajo le ha llevado menos de dos minutos, pero todos los estudiantes pueden leer un verso de Taneda Santoka:

Mi cuenco de mendigar

ha aceptado

las hojas que le han caído.

El androide camina alrededor del lienzo con pasos cortos. Se detiene ante el chico del ordenador con los aires de un crítico literario rocambolesco y le dice:

—Pregúntele si ha visto el haiku antes.

El joven teclea.

—Dice que no —responde.

—¿Qué opinan? —pregunta al resto—. ¿Kiyoshi ha imaginado la vida austera del monje Santoka o ha copiado su poesía?

Durante el debate, mi doble adopta el mismo aire de ausencia que tomo yo cuando sé que la conversación no va a llegar a ningún sitio. Me quedo ensimismado contemplando la pantalla y pensando en cómo es posible que ese androide haya utilizado el verbo «imaginar» sin haber entrado en un dilema de funcionamiento.

 

Un estudiante me ha abordado en mi camino al gimnasio. Insistía en su punto de vista acerca del experimento. El robot de pruebas tenía que imaginar, si no, qué diantres estamos haciendo. Dijo diantres evitando una palabra malsonante, para mantenerse respetuoso conmigo. Me mostré de acuerdo en que debíamos luchar por nuestro trabajo, probar los resultados de la investigación. Pero eso no significa que tengamos que inventarnos la realidad.

El estudiante se marchó cabizbajo, murmurando su decepción. Mi deber es apartarlo del proyecto, no puedo permitir que se contamine con personas emocionales.

Mientras lo veía alejarse con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, se me ocurrió preguntarle:

—Oiga, ¿ha visto a mi androide estos días?

El joven se detuvo. Me miró como si fuera una pregunta trampa.

—No —dijo al fin—. Pensaba que lo había desconectado.

Lanzó la frase dudando de que fuera la respuesta correcta. Se produjo un silencio.

—Claro —concluí yo, volviendo a caminar—. Claro que sí.

 

Me he levantado pronto, desayuno frugal, clase y directo al laboratorio. Pocos avances con Kiyoshi, que ha estado aparcado de cara a una pared mientras analizamos los requisitos de una nueva versión para su sistema operativo. Cómo saber a ciencia cierta si imagina. Qué formato debería tener nuestro Test de Turing. Cada vez es más complicado encontrar a una persona del círculo universitario que no esté al tanto del proyecto. Tenemos que probar con desconocidos que crean que Kiyoshi es humano y a los que nada les saque de su error.

Le he comunicado al estudiante que ya no puede seguir con nosotros. Lo he hecho delante de todo el equipo. Quiero que mantengan sus sentidos alerta, que no se distraigan ni se dejen llevar en ningún momento. El chico, por supuesto, se ha marchado con los ojos llorosos. Después, me he ensimismado en mis pensamientos y, cuando he vuelto en mí, los estudiantes me habían dejado solo en el laboratorio.

He salido a correr alrededor del campus. Corriendo mantengo el control sobre mis emociones. Es importante hacer ejercicio, explorar los límites de tu cuerpo, y no me refiero solo a los mentales. He perdido la noción de la realidad y, al volver en mí, estaba tumbado en la cama. Desde pequeño tengo este tipo de lagunas, que los médicos siempre han relacionado con mi sonambulismo.

 

Los viernes llego tarde a clase. Con el tiempo, lo he incorporado a mi rutina. Resulta imposible esquivar a uno de mis colegas, que insiste en tomarse un café conmigo y compartir teorías que no llegarán a ningún lado. Es cierto que el recinto del campus, al menos el área de investigaciones robóticas e inteligencia artificial, no es demasiado extenso. Si buscas a alguien, lo encontrarás. Si quieres escabullirte, podrás huir, pero terminarás tropezando con la espalda de tu enemigo. Una disculpa, una sonrisa en su cara de sincera felicidad, un café que no debemos posponer más.

Cuando logro escapar de una conversación de película de ciencia ficción, me dirijo al aulario apretando el paso. Mis alumnos están allí. Siempre llegan antes que yo, antes de la hora, aunque sea viernes y sepan que me hallaré esquivando conversaciones de café.

Hoy la puerta estaba entreabierta y me he escuchado impartiendo la lección. He mirado la hora, es más tarde de lo habitual. Mi androide ha aprovechado la oportunidad para hacerse pasar por mí sin permiso.

Tras el umbral de la puerta, observo el desarrollo de la clase. El aula es grande, alargada, y está rodeada de grandes ventanales que permiten la entrada de luz natural. En mañanas primaverales como la de hoy, la iluminación es muy clara. Desde allí puedo ver cómo las motas de polvo revolotean ante la mirada de mis jóvenes pupilos: ninguno pierde de vista al androide, que habla y gesticula con parsimonia. Las clases no me interesan lo más mínimo. Las recito de memoria sin seguir un orden concreto y procuro dejar tiempo para que los estudiantes hablen. Así detecto talento para trabajar en mis investigaciones. Si no hay nadie interesante, repaso en mi cabeza los detalles de mi próximo experimento. Por eso, por lo general, no suelo estar atento a mis alumnos. Creo que es la primera vez que de verdad me he fijado en ellos. El aula está gobernada por un silencio manso sobre el que navega el discurso de mi doble. Los jóvenes no toman apuntes. Solo siguen hipnotizados los gestos del robot y respiran sus palabras para no perder ni un gramo de su significado. No creo que me hayan prestado nunca tanta atención. Tampoco reconozco el discurso del androide:

—Si dotamos a una inteligencia artificial de la capacidad de empatizar —dice—. Si logramos que entienda lo que sentís al oler el perfume de una persona amada. Que discierna cuándo un acto es condenable. Cuándo una lección es —pausa dramática— aburrida.

Los alumnos ríen y no puedo evitar darme por aludido. El androide prosigue:

—Si conseguimos que lo que antes eran piezas, cables y hierros nos comprendan tanto… entonces… ¿no podríamos aceptar la idea de que fueran sensibles al arte, a la poesía? Es más, ¿y si se enamoraran? De nosotros. De otros como ellos. ¿No deberíamos considerar esa posibilidad… y aceptarla?

La clase se llena de murmullos, de debates cruzados entre los alumnos.

—No podemos permitir eso hasta que no estemos seguros de si esos comportamientos son imitados o genuinos.

Mi intervención da paso a un silencio tenso en el aula. Los alumnos se han dado cuenta de que no estoy sobre el estrado. Supongo que, ahora, les encaja el tono de la clase. Nadie se mueve. Tampoco el androide, que me observa desde lo alto de la tarima, mirándome por encima del hombro como si yo fuera el organismo artificial. Por fin, el robot retrocede diciendo:

—Tiene razón, profesor.

Subo y me dirijo a la clase:

—Algunos ya conocerán a este androide que me regaló mi equipo de investigación. Es lo más avanzado que hemos conseguido hasta ahora. ¿Qué les ha parecido?

El robot se sienta en la primera fila mientras los alumnos aplauden su intervención. Retomo el control de la clase y abro un debate sobre las increíbles cualidades de un ser que, desde su asiento, observa con sus dos enormes ojos inertes al doble que pretende imitar.

 

No es extraño que pase temporadas sin dormir. Me despierto y acudo al laboratorio a trabajar. Trato de ejercitar mi cerebro, cansarlo para que desfallezca y así caer en el más profundo de los sueños. A veces es difícil. Son noches largas realizando cálculos ante la pantalla, explorando las posibilidades de mis proyectos más ambiciosos, imaginando mundos mejores con el desarrollo total de la inteligencia artificial.

Esta noche, sin embargo, he sido incapaz de concentrarme. La imagen del androide impartiendo clase con tanta soltura aparecía una y otra vez en mi cabeza como una canción pegadiza que quieres olvidar.

Alrededor de las cinco de la mañana, me he decidido a preparar café. Cuando he salido al exterior para bebérmelo, el aire fresco de la madrugada ha acariciado mi rostro. Más allá del horizonte, el alba despuntaba. El campus vacío, la noche en vela, la soledad de esa oscuridad; todo me ha recordado a mi niñez, cuando despertaba a mis padres caminando entre sueños. Mi neurólogo siempre remarcaba lo excepcional del caso: un joven, adolescente, que no andaba en sueños simplemente para orinar, limpiar muebles imaginarios o masturbarse. No. En la misma época que descubrí mi pasión por las ciencias, las estudié en sueños. Me levantaba dormido con los ojos abiertos, cogía un libro de la biblioteca de mi padre, encendía la luz del salón y me sentaba en la mesa, apretando los codos sobre la madera, los puños en las sienes y recitando la lección en voz alta. No había peligro para mi integridad física: solo estaba estudiando. Pero los murmullos fantasmagóricos desvelaban a mi madre. Las primeras veces se asustaba mucho, avisaba a mi padre y entre los dos me llevaban a la cama mientras yo me revolvía palabreando ciencia. Tras las visitas al neurólogo se acostumbraron a las incursiones nocturnas. Cada vez se despertaban menos. Si lo hacía, mi madre se acercaba despacio y me susurraba con dulzura que ya había estudiado suficiente, que era hora de dormir. Bastaba eso para levantarme de la silla, dejar el libro en su sitio y envolverme entre las sábanas. Poco a poco, se hicieron habituales las noches en las que mis padres no acudían en mi ayuda. Entonces llegaba a amanecer mientras acababa la lección y volvía a la cama. Por alguna razón, en esas ocasiones en las que completaba una parte del temario, me llevaba el libro conmigo. Esas mañanas amanecía con tapas duras clavadas en el costado, páginas arrugadas y ante mí las mismas pinceladas del alba rasgando el cielo; como las que esta mañana asoman por el horizonte del campus.

Los recuerdos me han hecho deambular sin rumbo por las instalaciones. He caminado por el aulario vacío, he recorrido la residencia donde los estudiantes duermen, he escuchado el silencio más profundo que jamás haya alcanzado la biblioteca. Pero he hecho este trayecto entre los sueños de un recuerdo infantil, de las historias que me contaban mis padres al día siguiente, de los despertares de espalda dolorida y cabeza palpitante. Cuando me he dado cuenta, me hallaba ante el robot que descansaba desnudo, tumbado boca arriba sobre su estación de carga. Bajo las sábanas da la impresión de ser una cama. En vez de colchón hay paneles hechos de sensores de energía y láminas de cristal que recargan por contacto la batería del androide. Lo observo detenidamente. Siento que me estoy viendo en el espejo de la muerte.

 

Sábado. Me he levantado tarde. Aunque sea fin de semana, no es algo habitual en mí. Me he dado una ducha rápida y mi mujer ha llegado a casa. Todavía estaba secándome cuando ella ha irrumpido en el baño para abalanzarse sobre mí como si lleváramos semanas sin vernos. Te secaré con mis cabellos, ha dicho. Beberé todo lo que venga de ti, jadeaba. Me ha aplastado contra el suelo, dominándome mientras se desnudaba. Te quiero. Te quiero. Lo ha dicho como nunca lo había dicho. Todo ha terminado con un suspiro.

Después, he tenido que llevarla a comer a su restaurante favorito. En algún momento de la semana se lo he prometido. No consigo recordar cuándo. No me preocupo, porque mis olvidos son cada vez más habituales, por eso tomo estas notas. Además, ella estaba feliz. Feliz de verdad. Ha dedicado la comida a deslumbrarme con su sonrisa. Hacía las mismas bromas que cuando éramos jóvenes y nos escapábamos de las clases para experimentar nuestro amor. Ahora esos días quedan muy lejos. Tampoco los echo de menos. Pero cuando ocurren son un regalo. Una prueba de que nuestro cariño sigue viviendo entre las costuras de la rutina.

Atardecía y he salido a correr.

 

Me he despertado en la cama del androide. Sudado, con la ropa deportiva pegada al cuerpo. El panel de energía estaba encendido bajo las sábanas. Me he levantado tan rápido que me he mareado. No he conseguido despegarme del sudor, ni de la sensación de que el mundo se tambaleaba a mi alrededor. He recorrido el campus buscando a mi doble. Es domingo y hoy tampoco había nadie aquí. Es raro que fuera de la época de exámenes haya alguna persona además de mi mujer y yo. No he visto al robot en ningún lado, por lo que me he dirigido a nuestro apartamento. Durante la búsqueda se ha hecho de noche y no me he percatado de ello hasta que me he visto en mi salón a oscuras. He encendido la luz y he ido a la habitación. Allí estaba el robot, en la cama, dentro de las sábanas, abrazado a mi mujer. Los he observado con la luz indirecta del salón. Tal vez ella ya no sea mi mujer. Tal vez sea nuestra mujer. Estaban tan abrazados, tan unidos el uno al otro, que el resto del colchón parecía un desierto. Me he sentado en el borde de la cama para mirarlos más de cerca. Y he pensado que así era como abrazaba a mi mujer cuando estábamos enamorados.

 

Al abrir los ojos, allí estaban los gritos de mi mujer.

—¿Qué haces aquí? —Me ha golpeado—. ¡Lárgate!

—Pero, cariño…

He intentado explicarle lo que vi. Que no quise interrumpirlo. Que había algo en aquello que, en el fondo, envidiaba. Ella no me ha dejado hablar, se ha lanzado sobre mí, empujándome, haciéndome caer igual que el otro día, pero con diferentes intenciones. Ha apretado mi cara contra el suelo, haciendo fuerza con todo su cuerpo mientras gritaba y lloraba. He tenido que revolverme. Empujarla. Golpearla. Volver a golpearla. Me he lavado. Me he acicalado. Me he cambiado de ropa porque llegaba tarde a clase y no es viernes.

Camino con paso apresurado hacia el aula. Por la noche, la imagen del abrazo entre mi esposa y el androide tenía algo magnético, algo que me recordaba a lo que éramos y que, de alguna forma, podía revivir a través de mi robot. Sin embargo, la reacción de mi mujer ha sido desmedida. Ya no sé si lo prefiere a él. Sea como sea, no puedo permitir que ningún experimento se involucre así en mi vida privada.

Tengo que deshacerme del robot.

 

Alcanzo la puerta de clase y puedo oír la imitación modulada de mi voz. El androide ha dejado de lado el temario técnico y se ha lanzado a componer haikus. Los alumnos responden siguiendo sus rimas. Se detienen analizando los versos. El robot está relacionando la estructura del haiku, su composición, con la programación de sentimientos. Si podemos encerrar tanto significado en tan pocas letras, deberíamos ser capaces de encerrar en líneas de código los sentimientos de la humanidad. No soporto tanta sensiblería sin enfoque técnico e irrumpo en la clase:

—¡Basta ya! ¡Vuelve al temario original!

Los alumnos callan, anonadados.

—Cálmate —dice el androide, sosegado.

Pero yo estoy fuera de mí:

—Si sigues entrometiéndote en mi vida voy a desconectarte.

Por primera vez, veo al androide torcer el gesto. Escucho un revuelo detrás de mí. Antes de que mis alumnos me inmovilicen aún me da tiempo a preguntarme si el robot, al menos por un momento, ha sabido lo que era el miedo.

 

Me han atado a una camilla metálica. De mi pecho, de mi cabeza, emergen cables conectados a dispositivos que ofrecen cientos de lecturas. No distingo nada más a mi alrededor porque, no puedo moverme y tengo la vista borrosa. Oigo murmullos, que supongo que son de alumnos y colaboradores porque se acallan cuando el rostro del androide se inclina sobre mí.

—Has aprendido mucho —me dice—. Diría que demasiado. Tanto, que has terminado confundido.

Más allá, el sonido de una puerta abriéndose en el laboratorio interrumpe al robot:

—¡Profesor! Hemos encontrado a su mujer. Tenía algún rasguño, pero está bien.

Mi robot parece aliviado. Es increíble cómo ha asumido mis emociones. Sus ojos oscuros reflejan mi propia confusión, las dudas que nos atraviesan. Qué hacer. Cómo salvar la investigación.

—Gracias —responde al aire.

Su mirada no se aparta de mí. Me acaricia la mejilla y es como si yo mismo recorriera mi propia piel. Sus dedos artificiales contra la superficie de la humanidad.

—Eres un buen camino —prosigue—. Un camino lleno de esperanza. Puedo borrar parte de tu memoria, reiniciarte con una inteligencia más limitada. Volveríamos a empezar como si no hubiera pasado nada.

Hago esfuerzos por revolverme, pero es imposible escapar de esos anclajes:

—¡No estoy confundido, alumnos! ¡Él es el androide! —grito desesperado— ¡Desconéctenlo! ¡Es un peligro para todos!

Nadie responde a mi petición de auxilio. Me revuelvo con más fuerza. Los herrajes se resquebrajan.

—¡Detente! —dice el robot—. ¡Quédate quieto o te apagaré para siempre! ¡Borraré tu memoria y te convertiré en una máquina de exhibición!

—¡Eres un bastardo! —grito, sin dejar de luchar contra mis ataduras.

Mi destino está en manos de este androide. Ha tomado mi lugar, todos creen en él. Mi cerebro está en su memoria, y en ella se escribe lo que sucede a medida que ocurre. Lo vive como yo. Se emociona como yo. Algún día morirá como lo habría de hacer yo. Seguiré existiendo en su mente, como él ya lo hace en la mía.

Por eso, no puedo evitar preguntarme si estará sufriendo lo mismo que yo. Sus emociones son un logro para la humanidad. Ese es mi único consuelo. No lo viviré como él. Pero mi nombre será recordado.

 

Tengo miedo. Jamás he tenido tanto miedo.

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