Poética, de Joan Margarit (Sanaúja, 1938), Premio Cervantes 2019, es una reflexión sobre el hecho poético —¿cómo, por qué y para qué escribimos poesía?, ¿cómo, por qué y para qué leemos poesía?—, y unas reflexiones, al mismo tiempo, sobre las grandes cuestiones de la vida: el dolor y la felicidad, la pérdida y la amistad, la soledad y el amor.
«Con el poeta Margarit ha ido creciendo también el ensayista Margarit. La plenitud de uno es hermana de la plenitud del otro. Ambas revelan la conquista de la libertad”, escribe Jordi Gracia en el prólogo a esta edición de Arpa, que reproducimos a continuación.
La primera versión de este libro llevaba dentro una debilidad estructural: no era propiamente un libro de Joan Margarit sino un libro mío con textos de Joan Margarit. Entonces lo tituló, en esta misma editorial Arpa, con una profusión verbal contraria a su austeridad granítica, Un mal poema ensucia el mundo. Ensayos sobre poesía, 1988-2014. Hoy ha preferido dejarlo reducido a presentar una Poética. Para este nuevo libro ha sido Margarit quien ha refundido sus partes creando un ritmo y una música interior distinta.
Yo prefiero este libro: hay más Margarit y es más fiel a él mismo y a sus devociones, como si esta nueva versión más caudalosa respetase de forma precisa lo que antes había sido resignación a mi propio empeño de editar sus ensayos. Hoy quizá ha aceptado que su prosa, incluida la autobiográfica de Para tener casa hay que ganar la guerra, ha conquistado la madurez o la autonomía que le permite convivir con la poesía, con su poesía, bajo un mismo techo.
Algunas de las supresiones de la edición de 2016 hoy se compensan con novedades sustanciales. La mejor de todas reproduce el ronroneo, el murmullo privado del lector obstinado de sus poetas clásicos y predilectos: escuchamos a Margarit leyendo durante toda su vida a Rainer Maria Rilke o descubriendo más tardíamente a nuevos autores en extraordinarias aproximaciones afectivas y casi osmóticas, como las que dedica a Elizabeth Bishop y a la segunda época de Joan Vinyoli, a Joan Maragall o a Thomas Hardy. Esta edición tiene la ventaja añadida de incluir un buen puñado de las traducciones que ha dedicado a esos poetas.
También esta vez las notas y los comentarios que suscitaron sus propios poemas pueden leerse junto con los poemas, en edición bilingüe, aunque la novedad rigurosamente inédita la encontrará el lector en seguida, en el primer capítulo. Ahí Margarit ofrece una imprevista cápsula autobiográfica que atrapa el significado sucesivo de la poesía, y de algunos poetas, en su trayectoria biográfica. Es quizá el texto que, junto al último capítulo, «Gratitud», mejor delata a un excepcional lector y a un prosista dotado para compartir su lectura de algunos poetas con otros lectores de poesía (desde el anegamiento juvenil en Pablo Neruda hasta la vigencia imperturbable de Antonio Machado o Juan Ramón Jiménez, de Gabriel Ferrater o incluso del mejor Pere Quart, Joan Oliver).
Ni Margarit fue en sus inicios el poeta que es hoy ni hubo prosa entonces que lo acompañase, al menos en público. El poeta y el prosista se hicieron juntos de una manera un tanto enigmática, y seguramente dictada por la nueva seguridad que cobró Margarit desde finales de los años ochenta, cuando escribía Luz de lluvia o Edad roja cerca de sus cincuenta años. Pero el toque de alerta y el primer timbrazo en la sala, a punto de empezar el concierto, quedó expuesto en una doble página publicada en el pionero suplemento de cultura en catalán que se llamaba en 1988 como se llama hoy, Quadern de El País. Con ese artículo en torno a la revolución causada por tres delgados poemarios de Gabriel Ferrater, Margarit empezó su propia indagación en las razones de la poesía, sin saber todavía que ese texto iba a ser genuinamente programático. Lleva dentro la semilla de su mejor poesía, como si en él hubiese escudriñado los materiales que estaban cuajando la nueva voz de Luz de lluvia.
En sus libros, sin embargo, la prosa apareció primero tímidamente con este o aquel prólogo, o esta o aquella nota, y después con textos cada vez más comprometidos y efusivos. Tuvo incluso la generosidad de sembrar de destellos confesionales dos de sus mejores libros, Estación de Francia, en 1999, y Cálculo de estructuras, en 2004. No eran explicaciones banales para críticos erudipáusicos ni auxilios de lectura; eran asaltos vivísimos a las razones y circunstancias de los poemas, instantáneas a veces fulminantes sobre la imagen, el arrebato o la melancolía que los había motivado. Esa prosa era sustancial y autónoma, con vida propia más allá del poema, como la fueron teniendo en años sucesivos sus meditaciones cada vez más desacomplejadas y más abiertas a la expresión de una idea lentamente fraguada de la poesía. Cada vez era más contagiosamente comunicativo sobre sus lecturas, su formación. Tenía ganas de contar cómo hace los poemas y cómo le gusta descubrir el modo de hacerlos de los otros.
Quizá el resultado más cuajado está en el encargo que le hicieron dos amigos, Joan Barril y Malcom Barral, para que redactase unas Nuevas cartas a un joven poeta, un título que contenía a la vez el homenaje a Rilke además del sentido de su contenido (y allí aparecieron, en Barril y Barral, en 2008). Huían tanto del decálogo de virtudes como del sermón literario desde la montaña para transmitir con la racionalidad cálida del poeta la experiencia íntima de la poesía, el destilado de una autopsia del creador dispuesto a compartir con los demás buena parte de las razones para haber sido, y seguir siendo, un excelente lector de poesía.
Revelaban ambas rutas, la del poeta y la del prosista, la conquista de una nueva libertad para hablar de literatura, de la poesía y de la vida con certezas nuevas y sobre todo nuevas armas. El ensayista se aproximaba a la complejidad de las emociones desvestido de tópicos y libre de prejuicios, atento a la experiencia íntima y también libre de las tentaciones de experimentar sobre el aire para hacerlo sobre la tierra: el dolor, el amor, la muerte, la memoria y su historia. O la ciudad: de ahí que uno de los apartados más absorbentes lo hallará el lector en el que Margarit ha titulado «Mi Barcelona», con textos procedentes de una antología de 2007, Barcelona amor final.
Sin yo y sin libertad no hay ensayo y si la conquista de una lengua para la propia verdad moral es el secreto del poema, lo ha sido también aprender a decirla en la prosa. Decir la verdad no está al alcance de todos ni es un don regalado sino una conquista muscular que llega antes o después, pero puede no llegar nunca. La de Margarit llega con la poesía acodada cómodamente sobre el ensayo y acaba dotando a su prosa de la luminosidad y hasta la contundente naturalidad que respira aquí. Pudo ser aquel encargo inspirado en Rilke el que alentase en Margarit la tentación de abrir todavía un poco más el campo y abordar algunos cruces exóticos de la poesía con otras disciplinas. Su profesión de arquitecto ha sido parte del trasfondo lírico de un autor que reniega de la ambigüedad confusionaria y vive de la intuición segura del poema de precisión. De ahí que el lector vaya a encontrar también en esta Poética los textos revisados de varias conferencias dispuestas a suturar mundos tan lejanos como la ciencia y la poesía, como la matemática y la palabra, como la arquitectura y el poema, aunque tantas veces la última palabra sobre las virtudes de un poema la acabe teniendo el mismísimo misterio.
(Jordi Gracia)
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Autor: Joan Margarit. Título: Poética. Editorial: Arpa. Venta: Amazon
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