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Prólogo a ‘Zelda’, de Nancy Milford

Prólogo a ‘Zelda’, de Nancy Milford

La aclamada biógrafa Nancy Milford da vida a la atormentada y talentosa personalidad de Zelda Sayre y aclara como nunca antes su relación con el escritor Scott Fitzgerald, trazando la desintegración interior de una mujer dotada y visionaria, desgarrada por el choque entre la carrera de su marido y su propio mérito. Zelda se convirtió en un reclamo internacional, pero sus días terminaron en la soledad de un manicomio, con una trágica muerte a causa de un incendio. Zelda Fitzgerald creó y cabalgó la era de los años 20 hasta que ambas colapsaron.

Zenda adelanta el prólogo que Marta Fernández firma para la edición del libro que viene de publicar Bamba Editorial, con traducción al español de Raquel Bada.

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Retrato de Zelda con Scott al fondo

Marta Fernández

Cualquier cosa que se pueda hacer con moderación es mejor dejarla sin hacer. Desde muy niña, Zelda Sayre decidió que sólo había una manera de vivir: exprimiendo cada momento como si fuera el último. Nacida con el siglo, aquella niña indómita y consentida, a la que le daban igual las habladurías y el juicio de los otros, no sospechaba que el lema de su vida se convertiría en el dogma de los años veinte. Como tampoco sospecharía que ella iba a ser la fulgurante emperatriz de aquella época de excesos y crepúsculos.

Zelda siempre fue un enigma difícil de desentrañar. Porque parece un ser llegado del futuro a una época que no le correspondía. Porque era demasiado libre. Demasiado única. Demasiado ella. Pero también porque las fotos que nos dejó no pueden explicar el magnetismo absoluto que ejercía en los demás. Queda en aquellas imágenes en blanco y negro el testimonio de sus rasgos canónicos de escultura griega. Su boca, como decía Dorothy Parker, demasiado pequeña. Sus ojos fijos en un objetivo incapaz de captar su fiereza. Pero lo que realmente definía a Zelda era invisible a cualquier cámara: aquel torbellino de vida insolente y desbocada. Decían de ella y de Scott Fitzgerald que su belleza era tan deslumbrante que parecían salidos del sol. Apuraban la vida, conscientes de que la juventud es un don efímero. Un regalo que se consume en su propia incandescencia.

Es ese fulgor esquivo el que recoge Nancy Milford en esta biografía. El retrato de una supernova, llamada Zelda, que termina ahogada por su propio brillo. Intrigada por aquellas fotografías, Milford comprendió que había en Zelda un aura que traspasaba el papel. Y para invocar aquel fantasma fue a buscar a los que habían conocido a los Fitzgerald y desenterró sus recuerdos. Adentrarse en la vida de Zelda era como deambular por un laberinto. Pero Milford lo hace agarrada siempre al hilo de una certeza: que tras la imagen de la flapper palpitaba un talento tan portentoso como su belleza.

Fue Nancy Milford quien desbarató para siempre el mito de Zelda como simple musa. Zelda fue la inspiración constante de Scott, pero también la autora involuntaria de algunas de sus frases más famosas. El escritor robaría de las cartas de su esposa el título de Suave es la noche. Escrutaría sus diarios para quedarse con fragmentos enteros para sus novelas. Lo cuenta la propia Zelda, como quitándole importancia, en una crítica de Hermosos y malditos que publicó en el Tribune de Nueva York: “Me parece haber reconocido en una página una parte de un antiguo diario mío misteriosamente desaparecido poco después de mi matrimonio, y también fragmentos de cartas que, aunque notablemente corregidos, me suenan vagamente familiares. En efecto, el señor Fitzgerald —creo que así se escribe el nombre— cree que el plagio empieza en casa”. No sólo le parecía reconocer su propia escritura, sabía que el señor Fitzgerald había colocado su vida matrimonial y los textos privados de la señora Fitzgerald en el mismo corazón de su literatura.

La sorprendente habilidad de Zelda con las palabras no tenía nada que ver con la educación formal. Surgían de su lápiz a borbotones tan tempestuosos como ella misma. El suyo es un estilo desbocado, fiero, un discurrir de frases extrañas en el que la puntuación sólo está para saltársela como el resto de las convenciones de la vida. Cuando por fin empieza a escribir ficción seriamente, compartiría sus textos con Scott para que los corrigiera. Textos que luego aparecerán con el nombre de él porque las revistas pagaban más por los relatos del autor de Al otro lado del paraíso. Formalmente eran autores muy distintos, pero su tema era el mismo: la tragedia de dos seres que no pueden cargar con el amor que el otro les ha dado.

Es quizá esa simbiosis entre lo autobiográfico y lo ficticio la explicación de que Hermosos y malditos se convirtiera en una profecía autocumplida. Los años veinte comenzaban a enturbiarse y los Fitzgerald agonizaban con el final de una época. “Te volvías loca y lo llamabas genio. Yo me encaminaba a la ruina y lo llamaba todo lo que se me ocurría”, escribiría mucho tiempo después Scott en una larga carta en la que rememoraba el ocaso de la felicidad en la Riviera francesa.

Atrás quedaban las fiestas, los excesos y las mañanas indolentes castigadas por la resaca. Una noche cualquiera en casa de los Fitzgerald nunca era una noche cualquiera. Sus amigos sabían que siempre aguardaba una sorpresa. Lo que no podían esperar era que el redoble final de tambor fuera el de una cabeza que estallaba con su propia locura, la de Zelda. O quizá comenzaron a temerlo cuando se quedaba ensimismada sin atender a sus invitados, atrincherada en un silencio del que era imposible arrancarla. O cuando comenzó a odiar a Hemingway. O cuando lo único que parecía importarle era llegar a ser una bailarina como la Pávlova.

Milford se adentra en los días más oscuros de la que un día fue una mujer luminosa con una piedad exquisita. No sólo entrevistó a allegados y amigos, también a los doctores que trataron a Zelda en los distintos sanatorios en los que fue ingresada para exorcizar sus demonios a golpe de electroshock. El primero, en 1930, a las afueras de París, fue tan solo la estación inicial de un doloroso vía crucis. En las fotos de aquellos días descubrimos a una Zelda radicalmente distinta: han desaparecido el halo y el aura de misterio, la muchacha salvaje ha perdido su gesto petulante, el dolor ha licuado la mirada retadora con la que parecía desafiar al mundo. Y es en estos capítulos cuando mejor entendemos la verdadera tortura de Zelda Fitzgerald. Cuando empezamos a comprender a la mujer que bailaba con sus diablos para contenerlos. Ingresada en Baltimore, Zelda escribe Resérvame el vals. Terminó la novela en seis semanas frenéticas y se la mandó, sin avisarle, al editor de su marido. El movimiento encolerizó a Scott Fitzgerald, pero no tanto como para no ayudarla a corregir el manuscrito.

En aquel tiempo, Scott estaba escribiendo Suave es la noche. Tres años antes, le había contado el proyecto al crítico H.L. Mencken. Se trataba de la historia de una mujer que quería destruir a un hombre porque lo amaba demasiado como para perderlo. Se casan, pero está celosa de su éxito “en algo en lo que ella cree que también es buena”. Y decide suicidarse, poco a poco, de la forma en la que lo hacen todas las mujeres: bebiendo, acostándose con cualquiera, siendo descortés con los amigos. “¿Qué te parece, Harry?”, le preguntó Scott Fitzgerald a Mencken después de su perorata. “Bueno, es tu esposa Zelda, de nuevo”.

Siempre era Zelda. Era el principio y el fin de todo. En esta biografía comprendemos, además, que no era sólo el motor creativo de Scott Fitzgerald, era además el trasunto de toda una época. Su vida corre paralela a la del siglo: luminosa en los felices veinte, empañada por las tinieblas de la depresión justo cuando estalla la gran depresión financiera de los años treinta. Comprendemos también que ese apetito voraz por ser libre que caracterizaba a la muchacha rebelde fue el mismo que la consumió en los últimos días. El que la empujó a escribir sin guardarse nada. El que la azotaba como una posesión para intentar ser bailarina cuando su cuerpo ya no tenía la flexibilidad ni la gracia necesarias. El que la llevaba a escribir interminables cartas a un hombre al que nunca dejó de querer, pero al que no quiso ver durante mucho tiempo. A través de testimonios y textos que eran inéditos, Nancy Milford consigue hacer corpóreo el espectro de Zelda. Vemos, por fin, a la mujer que nunca dejó de ser aquella niña a la que sólo le interesaba nadar, quizá porque era lo más cerca que se podía estar de lo etéreo. Zelda era una versión de Peter Pan que en lugar de perder su sombra se vio ahogada por ella.

No se suicidó poco a poco, como había profetizado años antes su marido. La muchacha incandescente perecería en un incendio en uno de los hospitales donde trataban su esquizofrenia. Tenía 48 años y una novela por terminar. No había conseguido dominar a los demonios que durante años la dominaron a ella. Ni atemperar el amor que había sentido cuando por primera vez vio a Scott en un baile en Montgomery. Él había muerto ocho años antes, pero ella le seguía queriendo. Sin moderación, tal y como había vivido.

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Autora: Nancy Milford. Traductora: Raquel Bada. TítuloZelda: Luces y sombras de Zelda FitzgeraldEditorial: Bamba. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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Teresa
Teresa
1 año hace

Zelda es un personaje por descubrir. Muchos de los textos de Scott Fitzgerald se inspiraron en los de ella. Buen prólogo