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Prótesis de bolsillo (Arresto domiciliario 91)

Prótesis de bolsillo (Arresto domiciliario 91)

Los teléfonos eran más llevaderos cuando tenían un cable que los refrenara. Entre otras cosas porque no eran más que eso, teléfonos, y tampoco tenían la menor intención de acompañarte al parque, el cine o la carretera, entre literalmente miles de lugares en los cuales te sientes mal sin el infecto artefacto. ¿Intranquilo, incompleto, indefenso tal vez? ¿Qué demonios va uno a hacer al baño —esa prolongación sagrada de la biblioteca— con todo y el maldito teléfono? ¿Qué tiene ese despótico aparato que no tenga mi vida, caro Cuarentenario?

"No sé controlarlo. Como si en vez de un vil artilugio electrónico con ínfulas de prótesis fuera un niño malcriado que exige mi atención a cada instante"

Desde que existen los teléfonos “inteligentes”, quedó abolido el derecho a aburrirse. El mensaje callado de quien se halla en poder de su aparato es que no necesita compañía, y si alguien le interrumpe lo hará tratando de extremar la prudencia, cual si fuera a romper la concentración de un monje zen ocupado por años en resolver un koan. No podemos saber si la persona absorta en la pantalla está inmersa en alguna conversación escrita, entretenida en una hoja de cálculo o pagando su tarjeta de crédito, aunque lo más probable es que se halle ocupada en tareas de alta prioridad, como sería cambiar de videojuego, pasar revista a sus fotografías o pelearse en el Twitter con perfectos extraños. No cabe duda, de cualquier manera, que prefiere seguir matando el tiempo a permitir que venga uno a quitárselo.

Mi papá nunca ha usado un teléfono móvil. Ya bastantes problemas le causan, dice, los inalámbricos, si bien temo que tiene otras razones. Cada vez que echo un ojo a mi pantalla, brota una queja muda en su expresión. Tal vez sea cosa mía, pero a veces me siento un pelmazo frívolo, grosero y petulante, y lo peor es que no sé controlarlo. Como si en vez de un vil artilugio electrónico con ínfulas de prótesis fuera un niño malcriado que exige mi atención a cada instante. Y hablando de chamacos, no estaría de más traer a cuento el caso de Linus van Pelt, el amiguito de Charlie Brown que se pasa la vida pescado de una manta (sin la cual lo devora la angustia existencial).

"¿Soy la misma persona que era cuando compré el primer celular?"

“Manta de seguridad”, bautizó Charles Schulz al trapo de marras, y hasta la fecha así es como se venden. Verdad es que la tela babeada del hermano menor de la malvada Lucy no puede competir con las funciones múltiples de un smart phone, y sin embargo acaba por hacer lo mismo, que es quitarme de encima la ansiedad. Mentiría si dijera que lo uso mucho para comunicarme, cuando pasa que es auxiliar cumplido del más hermético ensimismamiento. Linus, al menos, es libre de mirar hacia donde le venga en gana; yo tengo una pantalla que apenas me permite hacer foco en cualquier otro tema.

Siempre sé dónde está, especialmente desde hace tres meses, y cuando no es así me siento irremediablemente lejos. ¿Haría mejor quizás en leerle estas líneas al psiquiatra o hacerme con algún amigo cantinero? ¿Enciende uno el teléfono cuando se encierra con su terapeuta? ¿Tolera de buen grado el cantinero la atención dividida del cliente? ¿Soy la misma persona que era cuando compré el primer celular? ¿A qué edad dejaría Linus el trapito? Demasiadas preguntas para un hombre entrampado en una pantallita. Como tantos viciosos, prometo reformarme pero no espero que nadie me crea. Con un poco de suerte, quizá se descomponga.

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