En 1905 Marcel Proust publica un texto fundamental en su obra titulado Sobre la lectura. El escritor se encontraba en un momento crucial, pues había experimentado la frustración de abandonar su novela Jean Santeuil y acababa de enfrentarse a la dura misión de traducir a John Ruskin, cuyo pensamiento estético tanto admiraba. Sobre la lectura se pensó inicialmente como una prólogo a la traducción que Proust hizo de La rosa y los lirios. Este ya se había dado cuenta de que disentía con su maestro en aspectos esenciales acerca del valor que se debía otorgar al trato con los libros y acabó formulando una idea propia, original, suya únicamente. Sobre la lectura dejó muy pronto de ser considerado un mero prólogo y fue publicado más tarde como un texto único, independiente, señal de la importancia que Proust le concedía. Asistimos aquí a algo comparable con el nacimiento de una galaxia, el anuncio de un estallido creador como nunca visto. En efecto, se anticipan ya, con claridad, los elementos contemplativos y toda la introspección característica de Por el camino de Swann, la primera novela de la serie que conformará En busca del tiempo perdido.
Al contrario que la conocida opinión de Ruskin, Proust no cree que las lecturas sean diálogos entre el lector y un respetado autor, a no ser que se quiera convertir a los libros en ídolos materiales a los que venerar desde un culto vacío y enfermizo, de superstición libresca. Dialogar con un texto es imposible. El hecho en sí de la lectura es un acto solitario y celebrado en el más estricto silencio. Es el propio lector quien debe despertar a la vida espiritual por sus propios medios. Ciertamente cualquiera puede verse estimulado, y hasta exaltado, por una lectura, pero la lectura por sí misma no es a lo que aspira el espíritu en busca de la verdad.
Es muy bello ver cómo despunta el genio creador de un autor cuando por encima de la cotidianidad sobresale algún pasaje que nos asombra y nos paraliza, que nos obliga a contemplarlo. Pero pensar que la lectura de un libro pueda llevarnos a la verdad que otro ha preparado, sería para Proust como retirar un tarro de miel elaborada por manos ajenas y recogida en montañas lejanas de las estanterías de una tienda, es decir, nos robaríamos a nosotros mismos la dicha de haber aprendido a recolectarla de los panales. De esta forma rebajamos el acto de la lectura a una especie de bibliomanía patológica que nos impediría pensar por nosotros mismos compilando opiniones ajenas. ¡Extraña verdad, tan semejante al engaño, aquella a la que se accede simplemente mediante el acto de comprar y leer un libro!
Un verdadero acto espiritual no puede más que proceder de las inagotables reservas del ser, de nuestro mismo interior, de las profundidades del recuerdo, de las impresiones ante el arte, ante la naturaleza, de las sensaciones involuntarias e inmediatas que experimentamos en nuestro trato diario con la gente y que se prolongan en una cadena de años que se extienden desde la niñez, desde nuestros primeros momentos de consciencia. La confianza en la lectura, en la doctrina recibida, la confianza ciega en que la verdad sea accesible con el cumplimiento de unas simples instrucciones, constituye una renuncia a la propia libertad y las capacidades genuinas y propias del alma humana.
Nuestra sabiduría empieza donde termina el autor que estamos leyendo y aquello que llamamos “conclusiones” en un libro, deberíamos calificarlo de “incitaciones”, porque para Proust el propósito de una obra artística hecha para un alma libre no es ofrecer ni seguridades ni respuestas, sino que que debe estimular, debe incitar. La alta vida espiritual no se recibe de nadie, debemos forjarla nosotros. Proust es contundente y enérgico: la verdad no cabe en un cuaderno.
Quizás lleve usted razón. Pero quizàs no. Yo creo que no. Independientemente de lo que el excelso Proust pensara o no. Yo si que creo que somos capaces de recrearnos el espíritu del autor y de experimentar sus propias emociones y de volver a recolectar la miel. Hay muchos estadios anímicos que se nos despiertan con la lectura y evocaciones que van más allá del tiempo y del espacio. Y, negarlo, es negar la magia de la literatura y de la lectura. Negarlo, es negar los arquetipos y negar el común espíritu de aventura y de introspección que anidan en nuestro inconsciente. No niegue usted la magia… la necesitamos.