Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de León y Ponce de León siempre gastó menos escrúpulos que apellidos. Hijo de familia acaudalada, habanera y decimonónica, tenía todo a favor: elegancia, modales y fluidísimo inglés. Para colmo era guapo, un adonis de voz suave y bilis negras.
A sus diecinueve, recién vuelto de los Estados Unidos, cumplía los requisitos del bitongo: niño pijo, sin oficio y con beneficio, alternando en sociedad y señalándose como destacada promesa del Partido Conservador. Alejo Carpentier lo retrataría en sus crónicas, pintón y caracoleando sobre espléndido corcel a paso de gallardeo, al frente de una marcha de su formación política por la calle Obispo.
Lo tenía todo Yarini para destacar y triunfó. Se convirtió en el rey del barrio de San Isidro, el mayor chulo que recuerda la vieja Habana. Dandi proxeneta de bien cortados ternos, habitual del champán y el trago añejo, explotaba una cuadra de tusonas quienes, con el sudor de sus ingles, le ganaban el pan francés donde untarse el caviar.
Sindo Garay, mito de la Vieja Trova, hasta le dedicó un bolero. Mientras, Yarini apaleaba, apuñalaba y baleaba a la competencia. Fue duro y sin entrañas, el garzón. Lo idóneo para arribistas políticos. Gozaba de fama entre gentes de buena cuna y entre las de mala vida; escribía encendidos discursos para su bandería; encandilaba a las damas y reventaba a las coimas. Su nombre sonaba para el Congreso.
Dulcila Cañizares dibuja un preciso retrato del fulano en San Isidro, 1910. Sin embargo, las circunstancias de su muerte cuando ya acariciaba un escaño, fueron raras. La diñó con todo éxito en La guerra de las portañuelas, una sangrienta pendencia territorial que libró con la banda rival de un rufián francés, a quien había levantado sus más finas izas. Jamás quedó claro quién tumbó a Yarini. Su vida y prometedor futuro político, acabaron de la peor manera. Siempre fue mal asunto mezclar putas y políticas.
Cuatro siglos antes, en 1500, los Reyes Católicos habían excitado a los concejos de las principales villas de Andalucía occidental a establecer y gestionar burdeles propios. Un prudentísimo intento de sus Católicas Majestades para atajar violaciones de niñas y mozas campesinas, en una tierra brutal y aguerrida. Parajes tan escasos en mujeres casaderas, como sobrados de salaces peones cristianos, ávidos de lujuria y ahítos con sangre de la morisma.
Renombradas fueron las mancebías municipales de Córdoba, Écija, o la propia Sevilla. Es más, a esta última corporación acudió el cabildo de Alcalá de Guadaira en demanda de asesoría (know how, que diría un pretencioso) para abrir una en su término. El caso de la de Cádiz descuella, empero, porque una piadosa dama optó por amparar y recoger a las explotadas pupilas. Ante las quejas del padre concesionario del lupanar, el ayuntamiento restituyó a las rameras al tajo por la fuerza. Con las cosas de recaudar no se jugaba.
No fue esta la única colusión entre lo político y lo proxenéticamente correcto acaecida en la Tacita de Plata. Francisco Vázquez García, profesor de Historia en la Universidad gaditana, recoge en su riguroso y ameno Los invisibles: una historia de la prostitución masculina en España; el escándalo que salpicó al gobernador civil de la provincia, allá por 1898.
El poncio, Pascual Ribot Pellicer, mallorquín y cuñado de Antonio Maura, fue acusado de imponer una gabela de 15 pesetas a cada prostituto, ejerciente en las manflotas homosexuales de la ciudad. Unos establecimientos frecuentes en grandes urbes portuarias, menos usuales en Cádiz que en otras capitales más distinguidas y pobladas.
Adolfo Suárez Figueroa, diputado malagueño opositor arremetió contra Ribot en un artículo (El reino de Sarasa), acusándolo de constituir una trama para sufragar al Gobierno, a costa de los chaperos. La cosa acabó fatal. Ribot dimitió. Para colmo, otro cuñado de Maura, Germán Gamazo, ministro de Fomento a la sazón, fomentó sólo el cierre del diario El Nacional y la represalia contra Suárez Figueroa. Ambas acciones transcendieron y acabarían costándole el cargo.
Ahora, mientras llueven papeles de Panamá sobre tanto prohombre, y mientras tanta protomujer anda encenegada en fango hasta las trancas; me infla los compañones que se trate de la eterna calaña. Esa que siempre tiene la palabra Patria en la boca, dicta lecciones de moral y nos endosa sus garamas por nuestra mala cabeza.
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