El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
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Una doble plaga se había lanzado contra ella: la corona de oro que rodeaba su cabeza lanzaba un prodigioso torrente de fuego devastador, y los sutiles peplos, regalo de tus hijos, devoraban la blanca carne de la desdichada. Intenta huir, levantándose del trono abrasada, sacudiendo su cabello y su cabeza a un lado y a otro, queriendo arrojar la corona, pero las uniones del oro estaban firmemente engarzadas, y el fuego, cuanto más sacudía sus cabellos, en lugar de extinguirse redoblaba su fulgor. Y cae por fin al suelo, vencida por la desgracia, totalmente irreconocible, excepto para su padre. No se distinguía la expresión de sus ojos ni su bello rostro; la sangre caía desde lo alto de su cabeza, confundida con el fuego, y las carnes se desprendían de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno. ¡Terrible espectáculo! Todas teníamos miedo de tocar el cadáver, pues su desgracia nos servía de maestro.
(Eurípides, Medea, vv.1185-1203)
Medea, azuzada por las flechas de Eros, traicionó doblemente a su familia y a su patria. Ella, enamorada de las escurridizas promesas del traicionero Jasón, valiéndose de sus dotes oscuras, lo ayudó a uncir los bueyes que su padre Eetes le había ordenado, a sembrar con ellos las piedras de las que nacería un ejército de autóctonos con los que él tuvo que luchar y a doblegar a la serpiente que custodiaba el vellocino de oro. Tras la traición huyó con Jasón de la Cólquide, llevándose consigo a su hermano, aún niño. Durante la travesía hacia Yolco, Eetes, casi a punto de alcanzar el barco de los amantes, tuvo que cejar su empeño al descubrir que su hija, tras haber descuartizado a su hermano, estaba lanzando sus miembros al mar. Así pues, Medea llegó a Yolco, patria de su nuevo marido, repudiada y odiada por los suyos, por traidora y asesina. Durante diez años ayudó a su marido a medrar, a conseguir el trono de su patria, engatusando a las hijas de Pelias, rey y tío de Jasón, para que lo asesinaran y dejaran vía libre para que su esposo se hiciera con el poder. Tuvo de este dos hijos y una vida feliz durante ese tiempo, hasta que para Jasón no fue suficiente. Buscando una alianza con Creonte, repudió a la artera Medea y pactó un matrimonio con la hija de éste, Creúsa.
Medea para su vendetta elegirá el veneno, con el que bañará el vestido de la futura esposa y hechizará la corona que sus hijos le llevarán como símbolo de alianza. Las artes que emplea Medea no son desconocidas para griegos y romanos, pues entre ellos, oculta e ilegal pero a la vista, se ejercía la magia o brujería.
La mitología nos presenta a diferentes hechiceras, como es el caso arriba mencionado de Medea y su tía Circe, de las que nos hablarán los trágicos y Homero. Pero también, diseminadas a través de la literatura, aparecen figuras femeninas dedicadas al arte de la hechicería. Un buen ejemplo de ello es El Asno de Oro, de Apuleyo, en el que su protagonista, Lucio, emprende un viaje hacia el país de las brujas, Tesalia, presto a iniciarse en las artes oscuras. En su odisea particular se topa con varias de estas estregas, y hasta es convertido en burro por una de ellas. También Horacio, Lucano y Ovidio, entre otros, nos hablarán de la frecuencia con la que el pueblo hacía uso de estas artes. Ellos inmortalizarán las figuras de Canidia, Meroe, Pánfila o Ericto, todas ellas brujas de afamado renombre y reputación en sus quehaceres. También la historiografía transmite los nombres de famosas envenenadoras y hechiceras, como Locusta, la envenenadora personal de la emperatriz Agripina.
Pero vamos a ver a qué se dedicaban estas mujeres y qué tipo de artes mágicas practicaban, a qué dioses consagraban su oficio y cuáles eran los blancos de sus maldiciones.
Resulta complejo distinguir entre religión y magia en la antigüedad. Según Plinio el Viejo, la magia es un “arte falaz mezcla de medicina, religión y astrología”. Se sabe que la magia que se practicaba en Roma venía de Oriente y posee elementos de Egipto, Grecia y Mesopotamia, aunque también está constatada la existencia de magia indígena anterior, o sea, a los etruscos. Ya en la Ley de las XII Tablas (siglo V a.C.) se condena la práctica de la magia, si bien la condena estaba dirigida hacia un ritual concreto que intentaba arruinar la cosecha del vecino o traspasársela a uno mismo. La diferencia fundamental entre religión y magia se encuentra en el orden jurídico: la magia no es legal, mientras que la religión sí que lo es. La práctica de la magia siempre es castigada, incluso con la muerte, y los libros de magia o grimorios son quemados. Sin embargo y a pesar de estos castigos, la magia se seguía practicando en Roma en todas las clases sociales. Por práctica mágica se entiende una unidad de palabras y acciones que se componen de varias partes y busca un fin mágico. Dentro de las prácticas mágicas debemos distinguir entre aquella magia “blanca” o theurgía, que se realizaba con fines benéficos o profilácticos como es la fabricación y uso de amuletos protectores contra todo tipo de males, y la ejercida con la intención de causar algún daño o doblegar la voluntad de otra persona, y que se denominaba como γοετέια (goeteia).
Todas estas prácticas estaban dirigidas a diferentes dioses, que eran los encargados de ayudar al practicante a potenciar los supuestos efectos mágicos. Los dioses más importantes para estos menesteres, sin duda, eran Hermes y Hécate. Aunque también se solía invocar al matrimonio infernal: Hades y Perséfone. Evidentemente, todos estos dioses tienen algo en común, y es su relación con el mundo de los espíritus. Y es que la muerte siempre ha jugado un papel principal en el conocimiento de lo desconocido: los muertos potencian los efectos mágicos de los objetos y abren la puerta del futuro a los adivinos. Entre todos ellos resalta la figura de la diosa patrona de brujas y hechiceros: Hécate.
Hécate es una diosa anatolia, venerada como diosa de la magia, reina de los fantasmas, de las brujas y de los hechiceros. Más tarde fue reconocida como la señora de las encrucijadas y de los caminos, diosa nocturna y protectora de los jóvenes. Es una diosa liminar, como Hermes, que rige los mundos que están entre la vida y la muerte (para acercarse más al papel de esta diosa recomiendo el libro de Mario Agudo Hécate: La diosa sombría). A ella se le dedican las inscripciones que encontramos en talismanes y amuletos, en las tabellae defixiones o los Kolossoi.
Brujas y hechiceros eran a menudo contratados para realizar amuletos y talismanes. Los amuletos son objetos que supuestamente poseen un poder mágico, que se colocan con el fin de evitar desgracias o enfermedades, escapar de seres malignos o del “mal de ojo” provocado por la envidia humana. Sin embargo, los talismanes sirven para atraer la buena fortuna.
En Grecia los amuletos tenían muchas formas, se fabricaban de diferentes materiales y se solían colocar en torno al cuello o la cintura del individuo, o en determinados lugares, como las casas. Se usaban piedras semipreciosas, a las que con la inscripción de fórmulas mágicas se las dotaba de poder apotropaico. Estos amuletos se colocaban cerca de tumbas recientes para poder canalizar la fuerza de los nuevos espíritus y que su magia se intensificara.
Los romanos también eran gentes muy supersticiosas, y por ello sentirse protegidos contra todo tipo de males era una prioridad, pues la maldición era una práctica habitual. Desde la más tierna infancia los romanos varones llevaban colgada del cuello una “bulla” contra los malos espíritus, un colgante que se ponía nueve días después del nacimiento y que los hijos de ciudadanos podían llevar hasta los 16 años. Consistía en una especie de cápsula de metal, formada por dos placas cóncavas y una anilla para ser colgada sobre el pecho a modo de medallón. Podía contener diversos amuletos en su interior, como piedras preciosas o plantas mágicas. Las niñas en su lugar portaban una lúnula, un collar en forma de luna con propiedades similares a la “bulla”. Además, los romanos usaban objetos o piedras semipreciosas para atraer la fortuna, el amor o la salud. Por ejemplo, detrás de la puerta de casa colgaban una herradura para aumentar la seguridad del hogar. La magia también servía para proteger a los individuos de todo mal, y para ello eran precisos poderosos amuletos. La palabra fascinatio o fascinum se utilizaba para designar el mal de ojo provocado por miradas envidiosas o maléficas. Contra este mal se utilizaban sobre todo varios tipos de amuletos: el falo, las campanillas, la higa y el ojo. Los símbolos oculares se pintaban o se llevaban al cuello. También podían utilizarse fórmulas complejas y poderosas que se escribían en papiro.
Los talismanes, por su parte, servían para atraer la buena suerte, y se fabricaban de materiales muy variados: hueso, madera, piedras y en ocasiones gemas semipreciosas, o incluso podían ir escritos en pequeños pedazos de papiro o sobre una lámina de metal. Se podían llevar en un bolso o pequeño estuche, o en bolsitas junto con ciertas combinaciones de hierbas. Para completar el proceso se debía invocar al dios o diosa (habitualmente Hécate) y recitar las palabras mágicas de poder.
Pero sin duda la que triunfaba en la antigüedad era la magia negra, que implicaba la desgracia para otros, contenía conjuros muy crueles y pretendía la venganza o la consecución de un beneficio a costa de otros. Para llevar a término tales deseos se valían de diferentes artimañas, las más habituales eran los kátares o tabellae defixionum.
Estas no eran más que finas láminas de diferentes materiales donde la palabra escrita cobra protagonismo. En ellas se solía escribir el nombre de la víctima, acompañado de símbolos y fórmulas mágicas. Estas tablillas se enrollaban y después solían ser atravesadas por clavos y enterradas en el interior o las proximidades de una tumba, un lugar de ejecución o un campo de batalla, pues los espíritus de los muertos las activaban. Ejemplos de estas maldiciones, como la siguiente, se pueden leer en Textos de magia en papiros griegos. Editorial Gredos, Madrid, 2004.
Dioses infernales, si tenéis algún poder os encomiendo y os entrego a Ticene, hija de Carice, que todo lo que haga le salga mal. Dioses infernales, os encomiendo sus miembros, su color, su figura, sus cabellos, su sombra, su cerebro, su frente, sus cejas, su cara, su nariz, su mentón, su boca, sus labios, sus palabras, su aliento, su cuello, su hígado, sus hombros, su corazón, sus pulmones, sus intestinos, su vientre, sus brazos, sus dedos, sus manos, su vejiga, sus muslos, sus rodillas, sus piernas, sus talones, sus plantas, sus dedos.
Otra manera no solo de maldecir, sino también de doblegar la voluntad de un rival o amante son los kolossoi, figurillas de arcilla, cera o bronce a modo de los actuales muñequitos de vudú aunque, a diferencia de la actualidad, en la antigüedad estas figuras estaban más vinculadas a la magia amorosa. A éstos se los encerraba en una pequeña caja, a menudo junto con una tablilla de maldición para reforzar el hechizo amoroso. Las figuras estaban atravesadas por clavos en todos los puntos de órganos vitales, como los ojos, la cabeza, las extremidades y los órganos sexuales. También podían utilizarse agujas o colmillos de animales. En este tipo de hechizos era importante el número de agujas clavadas como simbolismo, por lo que se solían utilizar números mágicos como el 13 o el 7. Otra cosa que se hacía habitualmente era amputar o destruir parcialmente algún miembro de la figurilla para así potenciar el hechizo. Estas figuras se activaban escribiendo el nombre de la víctima sobre ella. Se enterraban en lugares como cementerios, cruce de caminos, lugares con agua… en conclusión, en todos aquellos lugares que estaban vinculados con divinidades subterráneas. Este tipo de magia estaba considerado mucho más potente y peligrosa, y por ello el número encontrado es bastante menor al de las tablillas de maldición.
Aunque la adivinación sí era una actividad lícita, legal y pública, más relacionada con la religión y el culto oficial, había una práctica muy perseguida, ya que estaba relacionada con el ocultismo y la magia: esta es la necromancia. Se practicaba en secreto, aunque existía un Necromanteion, un antiguo templo dedicado al dios del Inframundo, Hades, y a su consorte, la diosa Perséfone. Los antiguos griegos creían que cuando se descomponían los cuerpos de los muertos bajo tierra sus almas quedaban liberadas y viajaban al inframundo a través de fisuras de la superficie terrestre. Los espíritus de los muertos supuestamente poseían capacidades vedadas a los vivos, como el poder de predecir el futuro. Por esta razón se erigían templos en lugares considerados entradas al Inframundo, para practicar la necromancia (comunicación con los muertos) y recibir profecías. Por ello, a los muertos se les atribuía la capacidad de influir en las vidas de los vivos. Los muertos eran entidades poderosas capaces de alterar el orden natural de las cosas. Los cuerpos de los muertos eran utilizados por los especialistas en la fabricación de talismanes, pociones y ungüentos. La reanimación de un cuerpo revelaba sus conocimientos adquiridos en el más allá; también los brujos intentaban crear muertos vivientes que sirvieran al hechicero.
Horacio es el poeta que desarrolla con más cuidado el tema de la bruja y las prácticas necrománticas, sólo superado en esto por Lucano. El Epodo V muestra la escena completa de un aquelarre en el que varias brujas, con Conidia al frente, atormentan a un niño hasta la muerte con la intención de utilizar posteriormente su cadáver en sus filtros y hechizos amorosos.
Como ya hemos visto, en todos estos utensilios mágicos el lenguaje era un arma especialmente peligrosa, y sobre todo aquellas letras que parecían extrañas y arcanas. Por ello, en muchas ocasiones se usaba el griego y algunas fórmulas preestablecidas como las letras efesias, los versos homéricos o la tan actual «abracadabra», que lleva más de dos mil años residiendo en el inconsciente mágico colectivo.
Clemente de Alejandría le dio el nombre a las Ephesia Grámmata, una lista de seis palabras que, según Pausanias, estaban grabadas en la estatua de Ártemis en Éfeso. Las palabras griegas en su trascripción son: aski, kataski, lix, tetráx, damnamenaus, aísia. Ἀσκι κατάσκι λιξ τετράξ δαμναμενέυς αίσια. Estas palabras mágicas podían escribirse en tiras de tela y ser usadas como amuletos, y se utilizaban también en las bodas para conjurar las influencias maléficas. Cuentan que el rey de Lidia, Creso, las usó en la pira en que iba a ser quemado, y por ello llovió y se libró de la quema. También se dice que en unos Juegos Olímpicos había un efesio al que nadie podía derrotar porque llevaba en el tobillo las letras efesias y que cuando fue descubierto y le obligaron a quitárselas, fue vencido muchas veces.
Otra palabra de gran poder era Abraxas, cuyas letras suman el número mágico de los días del año. Los griegos usaban las letras para la numeración, y así obtendríamos 1+2+100+1+60+1+200 = 365. Sin embargo, la más famosa es ABRACADABRA, que está formada por las primeras letras de las palabras hebreas para padre, hijo y espíritu santo (Abba, Ben, Rauch, ACADosh).
Los versos de Homero podían tener un carácter mágico útil para las más variadas ocasiones. Del siguiente fragmento, que en apariencia no significa nada, podían obtenerse grandes beneficios.
“Después de hablar así, hizo saltar sobre el foso a los solípedos caballos y a los hombres que se agitaban en dolorosas muertes, y ellos se lavaron el abundante sudor con agua de mar” (Ilíada XI, 564, 521 y 572). “Si alguien que huye lleva estos versos grabados en una lámina jamás será encontrado. Igualmente, cuélgale la misma lámina al que está a punto de morir y escuchará todo lo que le preguntes. Un atleta que tenga la lámina permanece invicto, e igualmente un auriga que lleva la lámina con la piedra imán. Y en los tribunales ocurre lo mismo. Y tocante a un condenado que ha sido ejecutado, cuélgaselo y dile al oído los versos, y te dirá todo cuanto quieras. (…) Todos te temerán, serás invulnerable en la guerra; si pides recibirás, serás feliz, cambiarás tu suerte y serás amado por aquella mujer u hombre con quien mantengas relaciones amorosas. Serás famoso, feliz, poseerás heredades, tendrás suerte, vencerás los venenos, te librarás de los encantamientos y derrotarás a los enemigos (PGM IV, 17)”.
En estas líneas hemos repasado un arte tan antiguo como la vida misma, pues el hombre no sólo ha sentido la necesidad de entender la realidad que le circunda, sino también de dominarla como si fuera un dios. A través de la magia el hombre se convertía en dios, pues apelando a la intervención divina intentaba conseguir lo que su corazón anhelaba, ya fuera un amor o la venganza. También a través de ella se protegían contra hombres sin escrúpulos y envidiosos. La magia siempre ha estado presente en nuestra forma de actuar, pensar y hablar, pues muchas palabras relacionadas con estas se desvincularon de sus significados originarios para designar otras cosas en nuestra lengua, así palabras con envidia, fascinación o prestigio. Y es que aún nos quedamos fascinados ante alguien, aunque no sea porque hemos concentrado nuestra atención en el fascinus o amuleto que le cuelga del cuello, sino que puede ser su prestigio el que nos embelese, esa fama efímera y vacua que muchos buscan basándolo en la influencia que ejercen a través de las redes sociales y a la que hoy más que nunca debería aplicársele su sentido original, el de embrujo, pues hoy más que nunca el prestigio no es más que una ilusión con la que embrujar momentáneamente a las masas, un acto de prestidigitación.
Si os interesa el tema os animo a leer:
- Mario Agudo Villanueva. Hécate: La diosa sombría. Dilema. 2020.
- AAVV. Historias de fantasmas y misterio de la antigüedad. Tilde. 2002.
- Fernando Lillo Redonet. El aprendiz de brujo y otros cuentos de Grecia y Roma. Editorial Merial. 2012.
- AAVV. Textos de magia en papiros griegos. Editorial Gredos. Madrid, 2004.
- Luis Miguel Peredo Betancourt, Brujas épicas: Ericto como fuente literaria. Facultad de Letras de la Universitat de Girona.
- Salvador Muñoz Molina y Fernando Lillo Redonet. ARCANA ANTIQVA: Taller de Magia y Adivinación. Talleres Saguntinos.
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