El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
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La Odisea de Homero, prohibida en una escuela de Massachusetts. La noticia sacudió a todos los que, de alguno u otro modo, nos sentimos en deuda con el legado clásico. Meghan Cox, columnista del diario The Wall Street Journal, fue la Iris de pies ligeros portadora de la nueva que oscureció nuestro ánimo. Tras la fatal ocurrencia, el artículo del prestigioso periódico apuntaba a la campaña #DisruptTexts, promovida por cuatro maestras norteamericanas y secundada por hordas de tuiteros, sedientas de un trasnochado sentido de la justicia.
“Creemos que el análisis crítico de todos los textos ayuda a los estudiantes a ser pensadores más fuertes”, aseguran entre sus principios fundacionales. “Si enseñamos a los estudiantes de hoy como lo hacíamos ayer, les estaremos robando su mañana”, sentencia uno de sus fervientes seguidores, echando mano de una frase de John Dewey. Sendas máximas parecen razonables, y hasta podría uno estar de acuerdo con ellas, si no fuera porque tras las buenas intenciones se esconde un cambiazo inadmisible. Frente al vilipendiado canon tradicional se nos ofrece un abanico de lecturas que, según este improvisado tribunal de lo correcto, sí se adecúan a lo que debe esperarse de la educación moderna. ¿Dónde queda, por tanto, ese anhelado espíritu crítico?
Algunos de los argumentos esgrimidos bajo el hashtag #DisruptTexts son una extraordinaria muestra de la agudeza analítica de los detractores de los clásicos: “quiero recordar que este trabajo de disrupción es un maratón y no un sprint. Sé como Odiseo y abraza el largo camino hacia la liberación (y luego saca La Odisea de tu currículo, porque es basura)”, sentencia una voz entre la turba digital. El rebuzno no tarda en recibir un órdago a la grande. Una joven afirma que leer obras escritas hace más de 70 años es contraproducente, porque se forjaron en un contexto cultural y moral muy diferente al nuestro. Nunca la ignorancia se revistió de mejores intenciones.
En honor a la verdad cabe señalar que este movimiento está imbuido de la problemática racial de los EEUU. Sus fundadoras se declaran antirracistas y promueven la visibilidad de autores que, a su juicio, han sido arrinconados por los estudios tradicionales. Pero quienes abrazan esta legítima aspiración para arremeter contra lo clásico, desde Homero hasta Scott Fitzgerald, demuestran actuar bajo la preocupante sombra del rencor y la agravante sospecha de la más profunda incompetencia. Y digo bien, puesto que promotores y palmeros de esta criba cultural son, para sorpresa de propios y extraños, maestros. Aunque semejante término suene a prenda de tamaño XXL para el cuerpo de un liliputiense.
El proyecto #DisruptTexts no tiene un respaldo masivo. Entre sus cuatro fundadoras no llegan a sumar cien mil seguidores en Twitter, si bien tienen varios focos de acción en Michigan, San Luis, Colorado o Virginia. Aunque su motivación se debe interpretar en clave norteamericana, es comprensible albergar el temor de que, en un mundo en el que todo está globalizado, incluida la indigencia intelectual, algún iluminado patrio crea oportuno importar semejante idea para dar la patada a los poemas homéricos, o cualquier otra obra —pienso, por ejemplo, en las comedias de Aristófanes—, por sexista, violenta, racista o religiosa. Debemos elevar un muro de libros frente a la censura y el prejuicio.
No compadeceré nunca a quien muere de inanición teniendo alimento suficiente para llevarse a la boca. Ellos no disfrutarán de la suave brisa que acompaña a la Aurora de rosáceos dedos, ni sabrán apreciar el sabor del vinoso Ponto. No se emocionarán con la tierna despedida de Héctor, un audaz guiño pacifista de los muchos que salpican la Ilíada. Tampoco verán intervenir a la sabiduría con forma de mujer, Atenea, para templar la cólera de Aquiles. Ni a un poderoso rey, Príamo, postrándose ante el ejecutor de su hijo para recuperar su cadáver. Olvidan que los únicos que reconocen a Odiseo a su regreso a Ítaca son un porquero, un perro desvalido y una nodriza, los personajes más humildes del reino.
Los versos de Homero han sido el sustento de muchos de nosotros, que hemos crecido a su sombra, que hemos visto cómo la obra maduraba al mismo ritmo que lo hacíamos nosotros. Sus sucesivas relecturas eran capaces de evocar reflexiones cambiantes según el momento de la vida en el que nos encontráramos. En ello reside la grandeza de los clásicos: siempre tienen algo que decirnos. Son tremendamente adaptativos en su inmutabilidad. Por ello lucharé hasta las últimas consecuencias para que no se inmolen nuestras raíces culturales en la pira de la corrección política.
Hubo un momento de la historia reciente en el que un colectivo se creyó también en el derecho de señalar con el dedo a los autores que no formaban parte del canon establecido. Entonces se hablaba, igual que hoy, de incitación al odio, de ir contra los valores que se pretendían inculcar en la nueva era, de fomentar el espíritu crítico y de que los estudiantes tomasen decisiones por sí mismos. Aquel movimiento fue también dirigido por miembros de la comunidad educativa, los que integraban la Nationalsozialistischer Deutscher Studentenbund (NSDStB), la federación nazi de estudiantes. La campaña culminó la noche del 10 de mayo de 1933 en la plaza de la ópera de Berlín, donde libros de Karl Marx, Ernst Glaeser, Wilhelm Foerster, Sigmund Freud y otros autores considerados sospechosos ardieron en una enorme pira, cada uno acompañado por su peculiar sentencia culpatoria. Estamos a tiempo de evitar, si todavía queda sentido común, que Homero, y muchos otros, termine en una nueva Opernplatz.
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