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Proyecto Itinera (LVI): La musa de Hesíodo

Proyecto Itinera (LVI): La musa de Hesíodo

El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual. 

Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.

Una nube lanuda pace tranquila a los pies del picudo monte, el olor a hierba recién cortada, que con sus mandíbulas deglute ávidamente el rebaño, es transportado por la brisa serena y ligera que el Céfiro arrastra. El pastor, sentado al abrigo de un peñasco amenazador, mira ceñudo la manada, observando sus juegos, amoríos y desavenencias. La tranquilidad de los campos, el calor del sol de una rosácea tarde de verano, la frescura vaporosa de la fuente que nace en una gruta cercana y la fragante sombra de los pinos lo envuelven, provocándole un agradable sopor, y abandona su cuerpo a la laxitud, mientras el dios del caduceo acude para transportarlo a la tierra fronteriza de la realidad onírica, ahí donde Morfeo, dios del sueño, te arrastra antes de empujarte al abismo de los sueños más profundos y sombríos.

"El contenido parece infinito: dulces gotas de ligerísima miel atraviesan su alma, la ablandan, endulzan y moldean"

El ovejero aún siente los movimientos de su rebaño, escucha sus balidos y bufidos, pero ha penetrado en un terreno brumoso, etéreo y penumbroso. Deambula por esos lugares borrosos, se adentra hacia una luminosa y extraña oscuridad. No siente miedo, un abandono placentero recorre su cuerpo ausente, aprieta con firmeza su nudoso cayado, intentando escudriñar las formas desdibujadas que penden como hojas de grisácea hiedra a su alrededor. A lo lejos una figura avanza, levitando entre la plateada hojarasca. Al acercarse su vista enfoca el cuerpo de una bella mujer: sus formas contoneadas y voluptuosas se perfilan en el sfumato del paisaje. Puede precisar su rostro, adusto, sereno, sin defecto alguno para el ojo humano, cincelado por el mejor de los escultores. La boca roja y carnosa descubre una hilera perfecta de albos dientes. Sus ojos profundos, negros y abismales parecen contener el universo estrellado. Su pelo largo, espeso, negro y ensortijado enmarca unas facciones apolíneas y en su augusta testa refulge una corona de oro ricamente adornada. Un halo de luz celestial emana de su difuminada silueta. Jamás ha visto tanta perfección en una mujer, no parece mortal. “Será una diosa de las que habitan las nevadas cumbres del Olimpo”, piensa, extrañado incluso de la forma en la que su mente se expresa.

De repente, una voz metálica y reverberante, salida de un abismo infinito  penetra en su mente, mientras la figura insinuante le ofrece una copa de plata repujada. Extrañado, el hombre la alcanza y la observa meticulosamente. Talladas a cincel en ella están los dioses, los héroes, las batallas de los inmortales y los monstruos. Es un objeto divino: jamás el hombre podría alcanzar tal perfección artística y trabajar tantísimas y tan logradas miniaturas. Gira la copa hacia todos los lados, la estudia, la escudriña, se da cuenta de que está vacía, le da la vuelta, mira las tallas detenidamente, cuando una voz en su cabeza le ordena: «¡Bebe! ¡Bebe!». Extrañado, mira el interior de la copa. Dentro no hay nada, pero no quiere contradecir a la mujer, que parece una escultura de mármol del pentélico. Apoya el argénteo cáliz en sus labios y nota cómo por su garganta comienzan a rodar, como cantos, palabras de leche y miel. El contenido parece infinito: dulces gotas de ligerísima miel atraviesan su alma, la ablandan, endulzan y moldean. Siente cómo la placidez caliente de la leche recorre sus huesos y comienza a salir de su ensoñación, abandonando los confines de ese universo onírico, donde los dioses comulgan con los hombres. Intenta despedirse de la blanca apariencia, mientras siente un cálido beso en la mejilla y Morfeo lo devuelve al mundo mortal en aquella eterna hora de una tarde de verano.

"Está trenzando palabras, que hasta entonces habían estado vetadas para él. Se oye extrañado, y siente cómo todo en él ha cambiado"

Con dificultad los pesados párpados, morenos y arrugados por el efecto de tantos años a la intemperie, comienzan a abrirse torpemente. El hombre de Ascra, a los pies del Helicón, enfoca sus pupilas a duras penas, saliendo de su ensoñación. Sus miembros entumecidos se despiertan lentamente y se levanta con dificultad. Se estira entre dolores e intenta recordar lo sucedido, sumergirse en un profundo mar cerúleo de pensamientos inconexos, y a su mente solo llegan palabras. Palabras de todos los colores y sabores, de todos los tipos y géneros, voces e inflexiones hasta entonces desconocidas para un hombre inculto y agreste como él. Intenta articular un sonido, mientras otea los vellones de nubes en el oscuro firmamento, y de su seca boca emerge un ritmo de hexámetros bien hilado. Está trenzando palabras, que hasta entonces habían estado vetadas para él. Se oye extrañado, y siente cómo todo en él ha cambiado.

Coge una tablilla de arcilla que lleva consigo y un stilus, y con recién adquiridas grafías, un nuevo invento —dicen que traído hace poco a estas tierras por los fenicios— que ha aprendido por su simplicidad y utilidad para ayudar a una memoria ya menguante y a la economía de su rebaño y su hacienda, anota unas ideas. Esos recién conocidos pensamientos bullen de algún lugar limítrofe entre realidad y los sueños, de la fuente primigenia de conocimiento universal, de la que sólo unos pocos pueden beber, aquellos a los que las musas besan, para transmitir a sus congéneres los conocimientos del pasado a través de efímeras y aladas palabras, que permanecerán encerradas en la memoria imperfecta de las generaciones posteriores.

Allí en Ascra, en aquella eterna hora de una tarde de verano, la musa ha convertido a un simple ovejero en un vate inmortal, Hesíodo, entusiasmado y revestido de divinidad, ha sido el elegido de Calíope para cantar el nacimiento del universo y catalogar a los dioses que pueblan el mundo conocido y desconocido para los simples mortales.

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