Oskar Zwintscher, Der Tote am Meer (1914)
Fedra vive una vida conyugal aburrida y vacía con su esposo, Teseo, quien quizá tuviera antaño una existencia interesante, puede que heroica, pero si es que de verdad la tuvo ya nadie lo recuerda, camino como está de convertirse en un maduro panzón, abúlico y sin mayores perspectivas que la de sentar plaza en el salón. Ha caído en un estado de risible apatía, pues el otoño de su vida ha comenzado. El único calzado que le queda bien son las zapatillas y las únicas marchas peligrosas que emprende son las que tiene que acometer para ignorar a su hijo y no despertar la atención de su esposa. Rodeado de una sociedad hipócrita y mojigata, es la imagen decrépita del ridículo, la sombra de la sombra del héroe que, dicen, pudo haber sido.
Mientras estaba forjando el universo de Bearn, y todavía sirviéndose del pseudónimo “Dhey”, Llorenç Villalonga escribe su tragedia Fedra. Es el año 1936. El autor, lejos de representar espacios lejanos, míticos, consagrados al genio de Eurípides, hace que la acción transcurra en una “isla del Mediterráneo, casi una isla griega”, que no es sino su Mallorca coetánea, y así enlaza con las preocupaciones ya visibles en su novela de pocos años antes, la decadentista, escandalosa y lacerante Muerte de una dama, primera manifestación del ciclo de Bearn, donde se aproxima al hundimiento de una clase social y al final de una época, con una visión sarcástica que pone de manifiesto lo absurdo de la existencia y lo ridículo de las pretensiones humanas por tratar de permanecer, como individuos o como colectivos, cuando ya hace tiempo que el apuntador ha dado la orden de abandonar la escena, pero sin que la risotada y la burla puedan ocultar un manifiesto sentimiento de desolación.
En la tragedia de Villalonga es fácil observar la continuidad en el tono, en el espíritu propio del autor, en su intención de retratar el final y la progresiva degradación de una clase social que pretendía ser la legítima representante del pasado fundacional de la isla, y a la que el tiempo tenía que haber convertido en algo legendario y noble, pero que sucumbe con la llegada de la modernidad sin el menor asomo de dignidad y con una afectación provinciana que pretende simular elegancia. Con todo, el tono sarcástico y absurdo está menos acentuado esta vez, y en su lugar encontramos melancolía no exenta de lirismo.
Fedra vive una vida conyugal aburrida y vacía con su esposo, Teseo, quien quizá tuviera antaño una existencia interesante, puede que heroica, pero si es que de verdad la tuvo ya nadie lo recuerda, camino como está de convertirse en un maduro panzón, abúlico y sin mayores perspectivas que la de sentar plaza en el salón. Ha caído en un estado de risible apatía, pues el otoño de su vida ha comenzado. El único calzado que le queda bien son las zapatillas y las únicas marchas peligrosas que emprende son las que tiene que acometer para ignorar a su hijo y no despertar la atención de su esposa. Rodeado de una sociedad hipócrita y mojigata, es la imagen decrépita del ridículo, la sombra de la sombra del héroe que, dicen, pudo haber sido.
Mujer culta y de un origen verdaderamente aristocrático, introvertida y dominante, Fedra no soporta la vida, pueblerina y reducida, a la que le ha conducido su marido. Se sabe último retoño de un linaje ilustre, y es llamada por ello “Hija del Sol”. En Fedra son evidentes también los deseos amorosos que proyecta sobre su hijastro, y aquí se abren las puertas al incesto y al mito. Por su parte, Hipólito está lejos de representar la virtud heroica, y aunque por momentos parece un joven nacido para mejores causas, es un degenerado dandy, aficionado a las calaveradas. Pese al desprecio por su madrastra, siente hacia ella una innegable atracción sexual, como es evidente cuando Hipólito subraya el llamativo parecido de Carlota, una de sus amantes, con Fedra. La amante y la madre son entonces el rostro, simultáneamente juvenil y maduro, de la misma mujer, y por lo tanto la llave que abre y cierra todos los enigmas, así como el hilo de todos los laberintos. Si Hipólito representa el impulso vital y ciego de la existencia, Fedra encarna la fuerza superior del arte, y con razón proclama que todo cuanto existe, existe porque ella lo ha mirado primero.
La vida desordenada que lleva Hipólito atormenta a Fedra, quien asfixia con su vigilancia al joven y que involuntariamente provoca que queden al descubierto sus fechorías y fraudes. Para huir de ella Hipólito prepara una fuga intercambiando su identidad con un compañero de correrías. Pretende en realidad unirse a una temeraria expedición marítima, lo que equivale a una muerte segura, de la que en último término se siente y se sabe responsable Fedra, a la que no le queda ya sino un único camino.
La suerte estaba echada desde el comienzo. Desde los primeros instantes había señales para que el espectador intuyera la sombra que se cernía sobre el joven. Profético resultaba el cuadro para el cual Hipólito había posado desnudo representando un varón ahogado en la playa. Aparentemente una provocación más, otra piedra de escándalo arrojada a las aguas de un estanque provinciano, la pintura se convierte en fúnebre oráculo del destino. La misma Fedra, muerta por su propia mano, nos habla desde la eternidad ya en el prólogo de la obra como si fuera una deidad del infierno. “En mi orgullo satánico no merezco clemencia. Además, no la quiero”. Palabras llenas de rabia mediante las que se compara desafiante con aquella serpiente que en el Paraíso abrió los ojos a la humanidad para desvelarnos la raíz de todos los misterios, originando a la vez nuestra sabiduría y nuestra desgracia.
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