Regreso a La Isla del Tesoro, de Robert L. Stevenson
La posada del Almirante Benbow está situada en un lugar maravilloso. Su entorno es un hermoso paisaje marinero lo bastante lejos del puerto como para librarse del ajetreo y del bullicio, aunque tan cercano a él que puede otearse a placer la llegada de nuevos navíos. Jim Hawkins, cuya familia regenta el albergue, disfruta de su infancia como un polluelo al que no ha acabado de salirle el plumaje bajo las alas protectoras de sus padres. Sin embargo, pronto tendrá que abandonar las comodidades del hogar para afrontar duras, durísimas pruebas que le podrían costar la vida en un lugar situado a muchas millas marinas de allí.
El temido día de la satisfacción de las culpas llega para Bones con la visita de un hombre jovial, de bello aspecto, agradable, risueño y juvenil. Solo una vieja herida en la mano delata su condición de bandido. Representa el pasado pirata de Bones, pues ambos se conocen y han servido juntos en innumerables pillajes y saqueos. Este Hermes de los mares se hace llamar Perro Negro y es como si actuara tanto de mensajero de los dioses como de guía de las almas al Más Allá, pues advierte al antiguo camarada su pronta muerte y le comunica la única forma que tendría para evitarla: revelar el paradero del tesoro amasado con los botines y saqueos de su antiguo capitán. Bones sabe demasiado bien que será hombre muerto si lo hace. La entrevista está apunto de terminar violentamente, pero Perro Negro, haciendo honor al nombre psicopompo que porta, ya ha mostrado el camino que conduce al Hades y se despide cordial, simpático con todos, cosa que lo hace más aterrador.
Ante la amenaza que se aproxima, la salud del viejo pirata quiebra y se ahonda más aún en la bebida. El doctor Livesey, que encarna el espíritu del presente ilustrado, del aquí y ahora, persona emprendedora y racional, advierte seriamente al viejo marinero que su afición al ron lo llevará a la tumba. Pero estas admoniciones de un digno discípulo de Apolo y Esculapio caen en saco roto. Nada altera la tela de araña de alcohol y paranoia en la que está atrapado el pirata. Bones se niega a vivir de otra manera, mejor y más prudente, los años que le quedan. Ya es consciente de que su pasado ya le ha dado caza. El tiempo se agota para el viejo pirata, que aún recibe, para su desgracia, una visita en la que se le revela el futuro inmediato e inevitable de su muerte. Un tenebroso y aterrador ciego aparece en la posada. Es Sacristán Pew, quien no resulta tan amable como Hermes, sino inquietante como Caronte. Sin duda es en todo semejante al remero de la Estigia, pues viene a entregar la sentencia de muerte, una “mancha negra” sobre un pliego de papel, que es entre los piratas el salvoconducto para el Infierno, el aviso último y definitivo, con la hora precisa en que el encartado entregará su alma al Diablo.
La vieja canción suena una vez más en los tímpanos del bucanero moribundo, prófugo y aterrorizado, aterrorizado literalmente hasta la muerte. Es su hora que ha llegado. Al verdugo de tantos inocentes también se lo acaba llevando el ron y el Diablo; la tonada, réquiem de malvados, era también un oráculo. Aunque esa misma noche una demoníaca tropa de enfurecidos piratas asaltó la posada buscando en vano el cofre del hombre muerto, la astucia del joven Jim puso su contenido en las buenas manos del doctor Livesey. Es ahora cuando comienza el destino verdadero del muchacho, el que lo sacará del hogar de sus padres. Aún no lo sabe, pero su existencia va a estar unida, muy pronto, a la de un hombre con una sola pierna.
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