Le habría gustado llamarse Helena. Tal vez sea ese su verdadero nombre, o quizás incluso haya llamado así a una de sus hijas. Como cada jueves a tercera hora, la sacerdotisa oficiará una vez más el milagro. Ha aprovechado el recreo para que todo esté dispuesto cuando vengan sus chiquillos. Lleva lustros llamándolos así, sus chiquillos. Siempre pocos. Las más, alumnas. Algunos años, excepcionales; otros, tal vez menos brillantes; pero siempre suyos. Y que no se los toquen. Celosa de cada uno de sus cachorros como una gata recién parida, te marcaría la cara si te acercas a ellos con intenciones espurias.
Ya se han sentado en forma de U. Aunque una mascarilla los amordaza, le gusta que se miren todos a los ojos. Llevan semana y pico reflexionando sobre heroínas griegas. Entre genitivos absolutos, ayer se plantearon si los celos pueden dominar el alma de una mujer como para que en su paroxismo asesine a sus propios hijos. En sus clases no es necesario levantar la mano para intervenir. Han interiorizado el concepto de la isegoría —igual derecho a tomar la palabra— como uno de los principales logros de la democracia ateniense. Le sorprendió la aportación de M, una reservada muchacha del este que arrastra problemas familiares. M defendía que, independientemente de lo injustificable de cualquier crimen, la heroína también reflejaba la firme determinación de una mujer en una sociedad marcadamente patriarcal. Anteayer, mientras repasaban las construcciones finales, reflexionaron sobre la pasión amorosa ¿Hasta dónde puede llegar alguien cuando le niegan el amor? ¿A matar? ¿A morir? Según la opinión común del grupo, hoy ya no se muere por amor. F mantuvo baja la mirada durante un buen rato. La profesora se percató. Con tacto, decidió cambiar el rumbo de la sesión. Cuando acabara la clase, si F quería, podrían charlar un rato sobre las consecuencias que puede acarrear el empeño por mantener la dignidad cuando nos vienen mal dadas. H sabe lo que se siente. Respira esa sensación de fragilidad desde hace años y aunque a veces le asaltan las dudas, siempre encontró una vía para seguir creyendo en su profesión, a pesar de los políticos mediocres de turno y de una sociedad cada vez más adocenada, que de forma contumaz cuestionan la necesidad de las materias clásicas por mor de un utilitarismo miope y de una sobreprotección infantilista que mutila la maduración intelectual de los jóvenes.
Por extraño que parezca, pocos docentes se renuevan más que H, la de Griego. Métodos activos, proyectos colaborativos, programas europeos, clases invertidas, aplicaciones interactivas… Nada se escapa a su mirada rigurosa y apasionada. El instinto de supervivencia la impulsa a reinventarse cada curso. Está convencida, no obstante, de que nada hay más novedoso que los clásicos y de que la escuela de calidad la hacen los buenos profesores, no el número de tablets per capita. Y más en una época en que una oscura sombra de mezquindad galopa a lomos de demagogias con pies de barro de todos los colores.
Desde las estanterías del aula más pequeña del instituto, enmarcados en metacrilatos del Todo a un Euro, los rostros de unos adolescentes que hoy ya superarán de largo los treinta presiden la liturgia de este jueves. Aun descoloridas por el tiempo, sus miradas siguen despidiendo la luz de quien ansía nuevos horizontes. H ha preparado como siempre una ceremonia sencilla, pero sublime. Sus chiquillos deberán descubrir otro tesoro escondido entre omegas e iotas suscritas. El texto, de unos dos mil quinientos años, habla de una valiente que se niega a acatar una ley que atenta contra los valores más sagrados del ser humano. Con un elevado sentido del compromiso, entrega su vida para defender lo que considera justo.
Suena el timbre. ¿Ya?, preguntan los chiquillos. A, la más idealista, sale exultante de clase. Se ve capaz transformar el mundo. Z, una alumna marroquí que siempre se queda rezagada, pregunta si cierra al salir. H asiente con la cabeza. No la ha girado para responder. Disimula que estuviera observando algo por la ventana, aunque tiene los ojos cerrados. No quiere que la vean llorar. Aún le quedan varios años de docencia, pero sabe que este 15 de junio, si Creonte no se atiene a razones, habrá sido su última clase de Griego.
Cada uno mira su corral, pero nadie se da cuenta que la extinción de las lenguas clásicas (que seguían siendo lenguas científicas hasta que dejaron de ser lenguas litúrgicas), y de la prima filosofía (me refiero a la metafísica), y del Derecho, y de la moral, y de la educación sin adjetivos, y del hombre mismo, es una consecuencia del coma inducido de la civilización cristiana, que es, no hay otra, la civilización grecorromana. Echar las culpas a los políticos mediocres y al adocenamiento de la sociedad (como si los profesores no lo estuvieran) es un desahogo fácil, pero desatinado. Hay que ir más allá. Como confío poco o nada en la capacidad de reacción del común, los reaccionarios tenemos que hacerlo nosotros mismos y convertir nuestra casa en uno de esos monasterios que guardaban los libros y enseñaban como podían las lenguas y la cultura clásica, mientras los bárbaros asolaban el antiguo imperio.