En abril de 2011 se inauguró en el Ashmolean Museum de Oxford la exposición “Heracles to Alexander the Great”, una gran muestra que trataba de acercarnos a los restos materiales de la dinastía argéada, el linaje del gran conquistador macedonio, que se consideraba descendiente del esforzado héroe griego. Robin Lane Fox fue uno de sus comisarios. El profesor de Historia antigua de la Universidad de Oxford tiene en su haber, además de una extensa carrera académica repleta de publicaciones, un buen número de obras divulgativas sobre el mundo clásico. Fue, además, el asesor técnico de la película que Oliver Stone consagró a Alejandro Magno en 2004. Y no solo eso. El académico también formó parte del equipo de extras que encarnó a los hetairoi, la prestigiosa caballería de compañeros del rey. Los que, de alguno u otro modo, nos hemos tratado de acercar a la figura del macedonio, todavía sentimos como una puñalada en el pecho aquellas mechas rubias de Colin Farrell, que iban menguando al mismo tiempo que avanzaba la campaña asiática.
A escasos metros del epicentro de aquella fastuosa exposición se encuentra la Sackler Library, la extraordinaria biblioteca de historia clásica oxoniense, una de las sucursales temáticas de la mítica y centenaria Bodleiana. Lejos de los focos mediáticos del Ashmolean y de Hollywood, en la intimidad de un silencio casi sagrado, cientos de miles de investigadores han atravesado su gran vestíbulo circular, que imita, según sus arquitectos, la fachada del templo de Apolo en Basas, para sumergirse en las profundas aguas del conocimiento contenido en las páginas de sus incontables volúmenes. Entre estos bibliófilos estaba Ignacio Molina Marín, autor de Antes y después de Alejandro Magno ¿El hombre que cambió el mundo?, libro editado por Rhemata en este año 2023. La visita al número 1 de St. John Street se convirtió en cita casi obligada durante todos los días que Ignacio pasó de estancia de investigación en Oxford. En efecto, allí se encuentra un buen número de obras indispensables para el acercamiento a los estudios macedonios, que en España, por desgracia, apenas gozan de tradición.
Ignacio cayó rendido en su juventud, como muchos de nosotros, a la estela del gran conquistador. En su caso fue la lectura de Juegos funerarios, de la escritora Mary Renault, la que abrió las puertas de una curiosidad insaciable. Su búsqueda no solo le llevó a Oxford, sino también a Tesalónica, muy cerca de Pela, la ciudad natal de Alejandro, o a Santa Clara, en el otro extremo del planeta, donde compartió trabajo con uno de los mayores especialistas en historia de Macedonia, William Greenwalt. Sin duda, una trayectoria que habría sido reconocida con mucho mayor entusiasmo si Molina Marín tuviera apellidos anglosajones, franceses o alemanes. Pero no, Ignacio es de Murcia y, como tristemente sabemos, nadie es profeta en su tierra. España sigue adoleciendo, en buena medida, del catetismo que gusta de abrazar sin reservas lo de fuera sin prestar atención al talento que se gesta en sus entrañas. Ni siquiera ha podido aprovecharse de la riada de esnobismo de las redes sociales, pues tampoco se prodiga en exceso en ellas. Pese a todo, cuenta con el honor de haber emprendido la gran aventura de fundar, en compañía de Borja Antela y un servidor, la primera revista española de estudios macedonios.
El último libro de Molina Marín tiene el mérito de devolver a Alejandro a su contexto. Paul Goukowsky, uno de los investigadores que más ha profundizado en la leyenda del rey macedonio, afirmaba que este personaje había entrado en el mito antes que en la historia. Semejante hito no fue gratuito. El Alejandro histórico se nos ha perdido, posiblemente, para siempre. No conservamos fuentes contemporáneas y, aunque lo hiciéramos, es probable que su extraordinaria gesta hubiese difuminado los contornos de su biografía casi durante su propia vida. Por si fuera poco, la historiografía ha deformado todavía más su imagen al presentarnos a un Alejandro bipolar, que se debate entre la figura del gran héroe, tal y como lo caracterizó William Woodthorpe Tarn, y el sangriento conquistador que dibujó Ernst Badian. Molina se resiste a encasillar al personaje, ni caballero de leyenda, ni monstruo: “ambas visiones destruyen al personaje real al negarle su derecho a ser estudiado en el contexto histórico que le vio nacer” (p. 5).
En efecto, la obra que nos presenta Ignacio es la historia del siglo IV a.C., una centuria decisiva para el desarrollo de la Antigüedad. Un punto de inflexión que comenzó a gestarse con el audaz reinado de Filipo II, el padre de Alejandro, personaje que no suele estudiarse como agente histórico, sino como el propiciador de lo que vendría después (p. 19). Por desgracia, la excepcionalidad del hijo eclipsó la figura del padre, aunque en su reinado se vislumbran muchas de las líneas políticas de su progenitor (p. 64). Es imposible de todo punto comprender la trayectoria de Alejandro sin tener en cuenta el legado paterno, que Ignacio desgrana en la primera parte de su libro. El núcleo central es un pormenorizado análisis de la trayectoria del Magno, desde sus etapas de formación, en vida de su padre, hasta su muerte. Ignacio presenta ante nosotros los principales hitos de la conquista de Asia, analizando con una particular claridad y honestidad episodios como los grandes asedios de la costa Egea (p. 87-88, 92-94), el nudo gordiano (p. 88-89), las célebres batallas del Gránico, Iso, Gaugamela o Hidaspes (p. 86-87, 90-91, 100-101, 116-119), la dura campaña en Bactria (p. 106-107) o lances tan discutidos como el incendio de Persépolis (p. 103-105) o las muertes de Filotas y Parmenión (p. 107-110). En esta sucesión de acontecimientos no podían faltar la controvertida decisión de la adopción de la ceremonia de la proskýnesis (p. 110-113) o las muertes de Clito y Calístenes (p. 113-116).
El volumen concluye con los diádocos, el nombre que Droysen dio en 1877 a los sucesores del macedonio (p. 135). Estos personajes constituyen pequeñas réplicas del terremoto alejandrino que con su pugna por el poder no hicieron más que llevar a una escala geográfica más amplia las pugnas que siempre tenían lugar en Macedonia tras la caída de los reyes. No ha hay que olvidar que, ante la ausencia de una ley de sucesión clara, las transiciones entre reinados siempre eran notablemente turbulentas. Ignacio repasa esta época convulsa, pero decisiva en lo que se refiere a la configuración de un sistema de reinos que tendrá una influencia determinante en el surgimiento el imperio romano. Tras la muerte del último diádoco, Seleuco I Nicator, finaliza este apasionante periplo histórico que Ignacio culmina con unos apéndices de gran interés: el culto al gobernante (p. 175-179), el binomio rey-filósofo en época helenística (p. 179-188), el arte (p. 188-193), Alejandro y la ruta de la seda (p. 195-198) y la configuración de un nuevo mundo geográfico (p. 198-201).
¿Fue Alejandro el hombre que cambió el mundo? Nadie mejor que Molina Marín, autor además del único compendio bibliográfico en castellano sobre su época: Alejandro Magno (1916-2015): un siglo de estudios sobre Macedonia Antigua (Pórtico, 2018), para proporcionarnos las herramientas necesarias con las que responder a la pregunta que preside el título de esta clara, sintética y amena obra sobre uno de los siglos más apasionantes de nuestra historia más remota.
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