Toscana (I): origen
La adaptación, o no, de unas nuevas costumbres mezcladas con otras existentes, o rechazarlas, supongo que es una parte importante del devenir histórico. Eso ha pasado siempre y seguirá pasando. Muchas de esas costumbres, prácticas o símbolos fueron adoptados por alguien en un inicio y, con el paso del tiempo perdieron su significado. O éste fue redefinido. Unas veces por conveniencia y otras por inercia. Mirándolo desde el punto de vista de la época que me ha tocado vivir y banalizando el hecho un poco, es como cuando te encuentras en tiendas de grandes centros comerciales camisetas de grupos de música, y luego a personas que las compran sin tener ni idea de lo que llevan puesto. O sí, que a veces prejuzgamos a quien tenemos enfrente.
Eso, como digo, ha pasado siempre. Y cuando nos centramos en la adaptación de tal o cual símbolo, pero aplicado a culturas que se desarrollaron en el Mediterráneo central u occidental durante la Edad del Hierro, lo llamamos “fenómeno orientalizante”. Este consistió en tomar prestado de culturas del levante mediterráneo —chipriotas, sirios, cananeos— o de la actual Grecia, símbolos y modos de comportamiento que, cuando excavamos en la actual Italia, por ejemplo, vemos en los etruscos. O en los pueblos iberos de la Península Ibérica. Pero no todo el mundo podía adoptar esas costumbres. Sólo las élites, que llegaban incluso a mezclarse por temas comerciales y de acercamiento a las materias primas que querían explotar los llegados de oriente, tenían derecho en un principio a usar esos símbolos, productos y maneras. ¿Por qué? Pues por una cuestión muy sencilla: ¿quién podía permitirse pagar por una crátera fabricada cerca de Atenas? ¿Quién podía vestir con telas traídas por un mercader fenicio?
Eso sí, con el tiempo todo el mundo, más o menos, quiso adaptar esas modas llegadas por el comercio marítimo. También en los temas concernientes a las creencias. Los ritos de paso de la cultura etrusca están llenos de personajes y procedimientos traídos desde la cultura y religión griegas. Muchas veces, resignificándolos, adaptando nombres y demás. Pero, ¿sabrían las personas que habitaban la actual Toscana lo que significaba cada cosa para los griegos? Pues habría quien sí y quien no. Con el paso del tiempo se formaría un pensamiento idílico en torno a esos personajes mitológicos que, hoy en día, podemos admirar en las decoraciones a modo de relieves en urnas funerarias o en los frescos de las paredes de sus hipogeos. Visitar cualquier museo que contenga sarcófagos y urnas etruscos es un deleite para los sentidos. Allí, como convertidos en piedra por la mirada furiosa de Medusa nos encontramos a Odiseo con las sirenas, Belerofonte y tantos otros personajes que se transmitieron desde la mitología griega a la etrusca. Muchos de esos sarcófagos pasaron milenios enterrados en cámaras funerarias sin que nadie les hiciera caso. Eran las casas eternas de quienes habían ostentado el poder en aquellas ciudades. Rematando muchas de esas urnas y sarcófagos había un retrato de quien estaba dentro. Bueno, muchas veces de quién había sido la persona cuyas cenizas había en el interior. En algunas cámaras funerarias se agolpan decenas de estas representaciones de personas de mirada tranquila, reclinados en sus sofás —klinē— celebrando una fiesta eterna en la que no debía faltar el vino, la miel o el queso. En silencio nos gritan y expresan su júbilo por estar todos reunidos en torno a la mesa central del banquete.
Toscana (II): idilio
Las vides siguen creciendo y dando uvas bajo el sol toscano. Mientras, nosotros hemos vuelto a crear una imagen idílica de esa región, apoyada en lo que nos muestra el cine: una sociedad que parece vivir siempre a caballo entre los siglos XIX-XX, llena de casonas que algún ricachón norteamericano restaura, no sin complicaciones propias de un supuesto carácter tozudo de los habitantes del lugar. El personaje en cuestión llega allí como quien peregrina en busca de la redención, de expiar pecados cometidos por él o ella debido a la vorágine capitalista en la que vive normalmente. Finalmente, el personaje principal encuentra el amor y un motivo para vivir rodeado de viñedos y gente que parece sacada de otra época. Se idealiza en parte el campo, lo rural. Lo mismo que siempre hemos hecho los humanos: crear una imagen ideal de algo para luego, llegar al sitio y cabrearnos porque la realidad no es como nosotros querríamos que fuese, sino como es.
Lo que sí es cierto, es esa irredenta luz solar que parece no apagarse nunca. La tranquilidad junto a una ermita en medio de la nada, pero rodeada por todo lo que se necesita en la vida: buena compañía y buena comida. Una carretera serpenteante entre campos amarillos que siempre acaba en el sitio perfecto para parar el tiempo. Supongo que eso es lo que ha atraído a tanto director hollywoodiense, pero de momento pocos sabemos que a veces, Toscana no es esa película de vidas imposibles e inamovibles. Sabemos que, en otras ocasiones, es real y duele dejarla.
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