Imagen de portada: Alphonse de Neuville y/o Léon Benett: Aouda conducida a la hoguera
Cruzará nuestro planeta veloz como una estrella fugaz para deslumbrarnos a todos y señalar el comienzo de una nueva era. Phileas Fogg, héroe indiscutible en La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, es un hombre inteligente, con una fundada confianza en sí mismo. Y de manera específica, es un apóstol de la velocidad, enamorado de la rapidez con que las maravillas del siglo XIX han reducido tiempo y espacio a categorías familiares, abarcables con la palma de una mano. De esta forma ha quedado desacralizado el mundo, le ha sido arrebatado su misterio; condenadas a la desaparición están las manchas blancas en los mapas que indicaban la Terra Incognita, y los dragones que vivían allende sus desconocidos límites.
En su veloz carrera por nuestro pequeño astro todavía descubre los restos de sociedades ajenas, aunque no por mucho tiempo, al progreso. En la India se atreve a derribar el altar de los dioses profanando un rito ancestral. No se trata, desde luego, de un servicio religioso cualquiera. Este Faetón decimonónico interrumpe el terrible sati, perseguido por las autoridades británicas y consistente en quemar viva a la viuda junto al cadáver del marido muerto. En esta ocasión, Aouda, la joven viuda, también estaba preparada para emprender un viaje de la máxima importancia, pues siguiendo los pasos del marido hacia el Más Allá no hacía sino renovar el mito eterno de Satí, petrificado en el océano de los rituales. El sati reproduce el viaje emprendido, illo tempore, por la Diosa, dueña de la inmortalidad, señora de la vida y de la regeneración, una deidad que en países, lugares y épocas diferentes ha adoptado formas análogas, nombres distintos, pero siempre ha sido ella quien ha tenido en su mano el poder de la vida y la valentía de cruzar la barrera de fuego, nadar entre las llamas y salvar a la persona amada. No hay poder superior. La viuda renacerá de sus cenizas como deidad satimana, y recibirá culto. Desgraciadamente la memoria de los Inmortales ha quedado lejos, emborronada, embarrancada en la tosca repetición de unos gestos aprendidos, y la religión de la India ya no añora la vida, sino el homicidio.
Fogg también es un viajero con su propia ruta simbólica. Él no va hacia las sombras, como los demás héroes que se habían atrevido a descender a los Infiernos. En su viaje viene de la región de las tinieblas y da la espalda a la oscuridad. Y como los héroes de antaño, también él arranca a la novia de su casa y se la lleva de entre los suyos. Aunque estaba destinada a habitar en las mansiones del Hades, este dios viajero de la modernidad roba a la viuda. Es un rapto a las puertas del Infierno (con mejor fortuna que Piritoo cuando quiso llevarse a Perséfone) y, de alguna manera, Aouda va a emprender de verdad un viaje, en nombre del amor, a un reino desconocido, porque la historia cuenta cómo después, enamorados ambos, serán esposos felices.
Pero el desenlace de esta asombrosa historia precisa todavía de una inequívoca manifestación divina. Cuando la apuesta parece perdida, al creer que regresaban a Londres con un día de retraso, lo cierto es que al marchar siempre desde el Oeste hacia el Este habían ido sumando minutos por cada huso horario que dejaban atrás, hasta llegar a la meta con un día de antelación. El milagro ha sucedido, y es completo: el triunfo del amor, la derrota de la distancia y la doma del tiempo, el cual, sin embargo, aún sabe escurrirse entre las manos, enroscarse y anudarse consigo mismo dando una última sorpresa, como si fuera una serpiente gigantesca, astuta y algo burlona, jamás vencida, que renueva la piel una y otra vez mientras se arrastra sobre la tierra eterna.
¡Qué magnífica reivindicación de un héroe que hoy casi está olvidado!
No puedo dejar de pensar en la versión fílmica, inigualable, de David Niven, aunque tal versión es culpable, también, del excesivo protagonismo de su fiel sirviente y oportuno camarada de viaje. Y aunque Cantinflas no sea el culpable de eso, sin duda tuvo que ver.
Por otro lado es Jean Passepartout, precisamente, quien rescata a la viuda, por su propia cuenta y riesgo… (Muy inglés, eso: lo del «Señor» en la colina, tomando algo mientras contempla cómodamente cómo su sargento gana la batalla).
En fin. La imagen pura del «gentleman» inglés, don Philleas, y nuestras gracias eternas a Verne por regalarnos tal joya de la Literatura.
Y a Ud., por tan oportuna recordación.