Ilustración de portada: Carlo Levi, La Santarcangelese, 1936, Palazzo Lanfranchi
Condenado por el régimen fascista, Carlo Levi (pintor que pretendía abandonar la medicina) fue confinado en una aldea llamada Gagliano, situada en Lucania. La región era abrumadoramente campesina, pobre y mal comunicada. Sus tierras áridas y arcillosas, castigadas por prolongadas sequías, sufrían un paludismo endémico. El universo espiritual resultaba plenamente pagano. El rebaño desconocía los sacramentos y apenas frecuentaba la iglesia. El culto a la Madonna local hubiera podido ser el mismo con el cual honrar a una arcaica deidad de los cultivos. Espíritus y demonios frecuentaban la compañía de los habitantes de Gagliano. El Diablo aparecía en las encrucijadas, y había peligro de encontrarse con hombres lobo por caminos solitarios. Los campesinos soñaban a veces con la ubicación de legendarios tesoros, ocultos en las innumerables cuevas de la región, escondidos por bandoleros en tiempos lejanos.
Era ciertamente un mundo mágico el de Gagliano, y allí también las brujas campaban tranquilamente sin necesidad de ir a buscarlas. En su primer alojamiento, Levi ocupa la habitación ofrecida por una viuda, cuyo marido había enfermado y muerto de manera horrible, a causa de las malas artes de una hechicera celosa que lo amaba. Eso no era todo, pues las malvadas usaban, así se decía, filtros para enfermar y matar a las personas, elaborados además de una manera repugnante, con sangre catamenial. Pese a ser personas repudiadas, las brujas son las únicas que podían estar a solas con un hombre. No podían comprometer honor ni buen nombre, porque de hecho no los tenían. Y es así como irrumpió en la historia un personaje fundamental, llamado a una estrecha relación con el confinado. Se trata de Giulia Venere: será la cocinera y ama de llaves del prisionero en la casa que ocupe, cuando se vea obligado a ejercer la medicina en aquel país desamparado. La bruja ha llevado una vida independiente y dura. Levi está fascinado por esta mujer increíble que enseguida gobierna su casa con la autoridad y naturalidad de quien tiene el orgullo de ser verdaderamente superior. Giulia Venere, acompañada en todo momento por su hijo más pequeño en brazos, es además una persona sabia, depositaria de la tradición de aquella hermética sociedad campesina; conoce las historias de los monachicchi (los espíritus muertos de los niños sin bautizar) y sus travesuras; conoce miles de cosas, y por supuesto, también el arte de elaborar filtros para conseguir el amor de quien está lejos y hacerlo tornar. Sabe también castigar a sus víctimas y pronunciar palabras rituales capaces de arrancar la vida a cualquiera.
Levi pinta a Giulia, su asistenta, su bruja, aunque esta se hubiera negado a posar para él en un primer momento, porque todavía había sentido el miedo ancestral de que algo de su alma pudiera quedarse en la pintura. Ojos almendrados y negros, con toda la belleza que aún poseía, esta mujer formidable, madre de tantos hijos, compañera de tantos hombres, dueña de las fórmulas secretas que daban la vida o la muerte, no se dignaba a mirar al pintor y posaba con el rostro inclinado. Tan solo el niño miraba inocentemente al artista. Y sin embargo era una imagen grandiosa de una maternidad primigenia.
En ella afloraba el pasado remoto, pero eternamente repetido, maravillosamente cristalizado en la obra de arte. Giulia Venere, hija de la civilización campesina, habitante de un oscuro mundo negado al Estado y a la Historia, eternamente paciente, encerrado en su propio enigma, parece irrumpir con individualidad y voz propia, negándose a ser una cabeza más de entre las miles de cabezas campesinas que pasaron sin pena ni gloria, devoradas por la corriente de la existencia. Esta imagen arquetípica de la madre campesina, de la bruja, de la conocedora de secretos, estaba esperando a ser invocada por el artista, como la yema oculta espera su momento bajo la corteza del árbol, mostrando a todos un destello fugaz del enigma de su existencia, medio escondido entre las olas del tiempo. Pero su rostro sabe escapar a nuestra mirada escrutadora, dejándonos como náufragos entre tinieblas.
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