El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
Alan se nos clavó en las pupilas, pero a ninguno nos miró jamás a los ojos. Por eso precisamente su imagen dio la vuelta al mundo, por ocultarnos la mirada. Todos nos escandalizamos sobrecogidos al ver su pequeño cuerpo de tres años bocabajo, vestido con una camiseta roja y pantaloncitos azules. El mismo mar voraz que lo había engullido unas horas antes nos lo vomitó y nos puso cara a cara ante nuestras miserias. Alan, lamido mansamente por las olas en una playa desierta de Bodrum, abrió todos los telediarios. Según el empleado de un resort que lo encontró, mantenía una mueca plácida, como si estuviera sonriendo, como si todo hubiera sido un juego. Inmediatamente se reunieron los gobiernos europeos para cambiar su política migratoria y se organizaron muestras de protesta en diversas capitales occidentales. Todo sin mucho éxito, por lo que se ve. Abdullah, el padre de Alan, no aceptó la propuesta de asilo del gobierno canadiense, donde vive su hermana. Prefirió quedarse cerca de las tumbas de su mujer y sus dos hijos. Por las noches se despierta sobresaltado llamándolos en la oscuridad. Se siente responsable de lo sucedido, y cinco años después confiesa que tendría que haber muerto con ellos ese mismo día. La familia Kurdi no tenía alternativa. De Damasco a Kobani y después a Estambul, huían de la guerra en Siria. Antes del conflicto nada les hacía sospechar que la cómoda vida que llevaban en el barrio kurdo de Rukneddine los obligaría a abandonarlo todo y a jugársela en pos de un incierto destino fuera donde fuera.
Astianacte también nació en una familia acomodada. De hecho, Andrómaca lo alumbró entre los sólidos muros de un palacio. Él, en cambio, ya nació bajo el signo de la guerra, en una ciudad sitiada. Pero el ser humano no consigue jamás superar el miedo. Puede acostumbrarse, eso sí, a convivir con él. En cierta ocasión vio a su padre pertrechado con su casco tremolante y se asustó tanto que se volvió, apretándose al seno protector de su madre. Él lloraba y sus padres reían, quizás por última vez. La cimera que adornaba el morrión de Héctor estaba hecha con las crines cobrizas de un caballo alazán. Es paradójico. Su juguete preferido era un caballito rojo de madera con el que pasaba las horas muertas, ajeno a las tensiones que le rodeaban. Al día siguiente, su padre no regresó. Él no entendía por qué mamá gimoteaba en silencio con el pelo cubierto de ceniza mientras lo abrazaba. Lo hacía tan fuerte que le dolía. Al cabo de poco tiempo, hubo una gran fiesta en la ciudad. Banquetearon hasta deshoras. El niño se había dormido pronto, rendido al cansancio. Una ruda mano lo arrebató de su plácido sueño, lo sacó del palacio entre llamas y lo estrelló contra el suelo desde lo alto de la muralla. Un argivo llamado Taltibio tomó su cuerpecito, lo lavó en las mansas aguas del Escamandro. La ribera del río estaba salpicada de sangre reseca y azulados brillos metálicos de picas y venablos abandonados tras la batalla. Lo envolvió en un pequeño sudario blanco, hecho de los restos de una tienda. Como Andrómaca ya cruzaba el Mediterráneo como esclava de Neoptólemo, se lo entregó a su abuela para que lo enterrara. Lo puso sobre un escudo de bronce. No tiene oro ni plata para honrarlo como príncipe. Se lo han llevado todo. El rostro de Astianacte no mostraba mueca alguna. Estaba desfigurado por el impacto. Tendría entre cuatro o seis años.
Bangaly ha cumplido ya la media docena. No sabemos mucho de ella excepto que procede de Guinea Conakri. Muchos españoles no sabrían localizar en el mapa este país centroafricano, pero de él procede un significativo porcentaje de las almas que abarrotan las pateras que llegan a nuestras costas. Paradójicamente, mientras los informativos analizan durante horas la sonrojante negativa de Trump de aceptar el resultado electoral, en Guinea el octogenario Condé llega a su tercer mandato tras las elecciones de octubre sin necesidad de una segunda vuelta. Los simpatizantes de la oposición se echaron a la calle. En las protestas ya han muerto más de una decena de personas. Las calles están tomadas por el ejército y se han bloqueado internet y las redes sociales. Bangaly salió mucho antes de allí con su madre, quien quizás pagó una alta suma de dinero para comprar su billete a ninguna parte. No es difícil imaginarnos lo sucedido en el mar. Tras zozobrar la sobrecargada lancha neumática en que navegaba, la niña acaba de ser rescatada por una ONG. Sus grandes ojos, que iluminan la pantalla, derrochan inocencia. Nos enternece que no sepa nada de su madre y nos inquieta la naturalidad con la que pregunta por ella. Su mamá ha sido tragada por el Mediterráneo ¿Quién va a tener la entereza de decirle que tendrá que arreglárselas sin ella? ¿Y cómo lo va a hacer? ¿Así de sopetón? ¿O le contará un cuento al estilo Benigni? La niña está ahora en tierra firme, en Trapani. Puede que a estas horas conozca ya lo que ha ocurrido. Es dudoso que lo pueda entender jamás.
Casandra sí conoce la muerte de su padre, y la de su hermano. De hecho, lo sabía antes de que sucediera, aunque nadie la creyera. Y lo que es peor, es consciente de que ella y su madre serán expatriadas como esclavas y con quién. La consuela presentir que su madre morirá antes de que el tramposo Odiseo la saque de la Tróade y que, convertida en perra, podrá llorar sus pérdidas sin medida; pero es consciente de que ella sí será arrancada de su tierra patria y de que se convertirá en concubina de Agamenón. De princesa a ramera. Así, sin más. Y lo sabe. Porque siempre lo ha sabido todo. Ya ha sufrido el ultraje de Áyax en el templo de Atenea. Ahora navegará hacia Micenas en una cóncava nave y tendrá que soportar sobre su cuerpo el peso de su nuevo dueño. Prefigura la mole sudada y grasienta de aquel que la ha arrebatado de su mundo, y le dan náuseas. A veces, se consuela al imaginarse al Atrida en la bañera, desangrándose despacio, y las innumerables muertes que vendrán después. Aunque la venganza está cerca, no le alivia el sufrimiento. El futuro le provoca una honda desazón. Se siente indefensa porque no puede luchar contra él.
Joseph no teme al futuro. Nunca lo ha temido. La vida no le ha dado la oportunidad de temerlo, porque ahora Joseph ya es pasado. “My baby. I’m not going to see my baby. I lose my baby. Baby! Where is my baby?”, grita la madre de Joseph, desesperada. No podía imaginar que todo acabara de esta manera. Rumbo a Europa, en un remolcador atestado, y con su Joseph envuelto en una manta térmica plata y oro. No ha trascendido su nombre, tampoco el de la madre de Bangaly. No importa. Asumió un enorme riesgo y ha salido mal. Ahora está desolada. Difícilmente se perdonará lo que ha ocurrido. Ha salvado la vida, pero ha perdido el sentido de lo que hará con ella. Joseph es el último nombre de una larga lista de unos quinientos niños —que sepamos— ahogados en el Mediterráneo desde que lo hiciera Alan Kurdi. Es bastante posible que, mientras lees este artículo, el bebé guineano ya no sea la última víctima de esta lacra de nuestro tiempo.
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Conmovidos por la tragedia del Mediterráneo del 2015, un grupo de alumnos de cuarto de la ESO representaba las Troyanas de Euripides. Rebelándose contra la injusticia, los muchachos se preguntaban qué pensaría Poseidón ante este sindiós perverso que ensombrece el mar que lo vio nacer. Y en el prólogo, el dios siempre les respondía con estas estruendosas palabras:
“El Mediterráneo. De todos mis dominios, mi hogar predilecto. Es aquí donde los mortales aprendieron un día a honrarme a mí, a Poseidón. Fue y es aquí, en las orillas de este mar, cuyas salinas profundidades abandono ahora alarmado.
Los coros de Nereidas, que entrelazan las graciosas huellas que dejan sus pies, no distraen mis horas; tampoco los puros amaneceres, que hasta hace poco divisaba desde los cálidos roquedales; ni siquiera las recónditas cuevas aún no holladas por el hombre apaciguan mi desasosiego.
Y es que mis fieles Nereidas, sofocadas, ya no danzan. Las alboradas de nácar se tornaron rojo hielo. Las plácidas cuevas son ahora antros ruborizados por extraños y abandonados atuendos de hombres a la deriva.
Mis ojos, estos inmortales pero cansados ojos, que han sido testigos de desastres sin número, ahora vuelven a contemplar tragedias sin nombre. La eterna carcajada del inmenso ponto se ha vuelto llanto desgarrado de víctimas atrapadas por la locura de los mortales.
Hoy, casi tres mil años después de la primera Olimpíada, me turban las víctimas —niños y mujeres— atrapadas por la invisible red del sinsentido de la guerra.
Justo aquí donde, hace más de tres mil años, Troya sufrió una devastadora guerra. Las mismas víctimas —niños y mujeres— atrapadas por la invisible red del sinsentido de la guerra. Con otros nombres, los mismos hombres. Las mismas víctimas atrapadas irremediablemente por la misma red invisible del sinsentido de la guerra”.
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Así les hablaba el Sacudidor de la Tierra antes de que subieran al escenario. Zarandeadas sus conciencias, los muchachos de Helidoni Teatro se metían en la piel de todos los Alans, Astianactes, Bangalys, Casandras, Josephs. Se los imaginaban intentando escapar de las garras del horror y soñaban con que algún día la tragedia de Eurípides dejara de tener vigencia. De momento, no es así.
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