El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
Recuerdo que mi abuela solía atribuir al paso de un ángel los súbitos silencios generados en medio de una animada conversación. Aquellas pausas repentinas eran una especie de parada y fonda que servía para cambiar de tema o coger nuevo impulso. Ahora los silencios son más prolongados, a veces casi una losa que sepulta nuestras palabras. El ángel responsable de aquellos vacíos sonoros de mi niñez se ha metamorfoseado en tecnología portátil.
Basta con abrir bien los ojos. En un restaurante, en un parque, en nuestro propio hogar. Hemos sustituido el calor de las palabras habladas (aladas, que decía Homero) por la frialdad de la pantalla táctil. Aferrados a nuestro dispositivo, vivimos conectados con los otros. Es un silencio engañoso. El bullicio de las conversaciones con familia o amigos ha sido absorbido por nuestro terminal, como el genio que es atrapado en la lámpara maravillosa.
Xavier Roca-Ferrer lo explica en su libro El mono ansioso: «La religión del be connected vía móvil, WhatsApp, SMS, Instagram, Facebook, etc., ha acabado por aniquilar el derecho humano a la soledad, a estar con uno mismo, a la reflexión íntima e individual. En definitiva, a la tranquilidad». En efecto, se ha inoculado en nosotros la necesidad de estar conectado. Buena parte de la población vive pendiente de tener el móvil cerca o no quedarse sin cobertura. Aquel «miedo a la libertad» del que nos hablaba Erich Fromm ha mutado en un «miedo a la desconexión».
Los prolongados silencios del siglo XXI son, por tanto, espejismos. Nuestra mente no para de procesar información. Cientos de reclamos tratan de cautivar nuestra atención, mientras estamos en contacto permanente con propios y extraños. Consumimos datos y a cambio entregamos nuestra intimidad. Un intercambio desigual en el que parte de nuestra naturaleza humana se diluye en un mundo de bits y píxeles.
Estamos huérfanos de silencios de calidad. Carentes de una soledad real, que nos permita reflexionar sobre nosotros mismos, como individuos y como grupo. Es paradójico que en una sociedad tan hedonista, monopolizada por el culto al «yo», no tengamos la pausa necesaria para filosofar sobre nuestra propia naturaleza. El pensamiento ha sido atrapado en esas redes, mal llamadas sociales, que pueden acabar socavando los pilares de la vida en comunidad.
En una peculiar versión del síndrome de Estocolmo, vivimos felices bajo el secuestro de nuestro intelecto. Complacidos en el supuesto altavoz que nos proporcionan las nuevas tecnologías, no somos conscientes de que la llave del grifo está en nuestras manos. La solución es tan fácil como apagar el móvil para recuperar la palabra alada y el reconfortante silencio. Nosotros somos los que administramos el derecho a la soledad del que habla Roca-Ferrer. Nosotros somos los responsables de esa cesión voluntaria de intimidad y tiempo.
El emperador Marco Aurelio avisaba: «Cada cosa requiere una atención proporcionada a su importancia, y así no lamentaremos haber dedicado más tiempo del apropiado a tareas que no lo merecían» (IV, 32). La desdicha recae sobre el que «investiga mediante indicios lo que ocurre en el alma de su vecino, sin darse cuenta de que para ser feliz le bastaría con hacer caso al genio que vive en su interior y rendirle culto sincero» (II-13). Solo explorando el complejo territorio de nuestro propio interior podremos madurar. No seamos el «verso fácil y chistoso de esa obra de teatro que nos recita Crisipo», decía el influyente gobernante filósofo (VI, 42).
Siglos antes que Marco Aurelio, era Periandro de Corinto, uno de los siete sabios de Grecia, el que aseguraba que la serenidad es algo hermoso y la precipitación resbaladiza. Solón de Atenas, el gran legislador, nos invitaba a sellar nuestras palabras con el silencio y el silencio con la oportunidad. La lectura de los clásicos nos proporciona la pausa necesaria en este turbulento panorama. Sus reflexiones son un soplo de sentido común y profundidad en el ambiente ponzoñoso y superficial que nos rodea. Gracias a la sabiduría que nos han legado podemos adquirir el bagaje suficiente como para renunciar a los silencios engañosos que nos roban nuestro ser y reivindicar el derecho a disfrutar de nosotros mismos.
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