El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
El Museo Chiaramonti surgió a comienzos del siglo XIX por la necesidad de habilitar nuevos espacios que albergaran la gran cantidad de obras de arte que se hacinaban en el Vaticano. Fue bautizado con el nombre secular de su fundador, el papa Pío VII, quien encargó el proyecto al genial escultor Antonio Canova. En una de las tres galerías que lo conforman, la del corredor de Bramante, nos topamos hoy con la peculiar figura de una diosa. Inadvertida entre la multitud de esculturas y sarcófagos que escoltan nuestro camino, a la sombra de una enorme cabeza barbada, nos contempla la estatua helenística de una Hécate tricéfala que parece escrutarnos con su serena mirada.
Si el desbordado visitante, abrumado ante la acumulación de obras de arte y las hordas de turistas, consigue reparar en su presencia, descubrirá que su aspecto recuerda de forma sorprendente a un icono de la modernidad: la Estatua de la Libertad. En efecto, hay voces que apuntan a que el escultor alsaciano Frédéric Auguste Bartholdi se inspiró en algunos de los atributos de esta diosa para dar forma a su proyecto estatuario para la ciudad de Nueva York. Así que, si así fuera, tendríamos a una diosa griega a la entrada del río Hudson, al sur mismo de Manhattan. Advierta el lector que esto no es más que una especulación. Existen otras hipótesis sobre las fuentes de las que bebió Bartholdi para concretar su diseño, pero algunos de los rasgos de Hécate encajarían a la perfección en este rompecabezas.
Dos de los atributos característicos de la estatua neoyorquina son su corona de siete picos y la simbólica antorcha que empuña con su brazo derecho. La corona es semejante a la diadema que portaba Helios, el dios del sol, cuya imagen colosal, una de las maravillas del mundo antiguo, presidía la ciudad de Rodas —no sabemos si desde la entrada del puerto o en lo alto de la acrópolis—. Sin embargo, es también parecida a la que ciñe una de las cabezas de Hécate en la escultura de los Museos vaticanos —quizás las otras dos también los lucían, pero se perdieron con el tiempo—. La «brillante diadema» es, en efecto, un atributo que aparece en los primeros testimonios escritos que tenemos de la diosa, el Himno Homérico a Deméter. El otro es, para mayor coincidencia, su antorcha. Así lo explica el anónimo autor del poema: “cuando por décima vez se le mostró la radiante Aurora, le salió al encuentro Hécate con una antorcha en sus manos”. Este objeto es, de hecho, uno de los rasgos más recurrentes en las representaciones artísticas de Hécate, si bien no es la única divinidad griega portadora de antorchas.
El emplazamiento de la estatua nos ofrece otro destacado paralelismo. La monumental figura de bronce concebida por Bartholdi se erige en la isla de la Libertad, frente a la desembocadura del río Hudson, en un importante cruce de rutas marítimas que conectan la ciudad con el océano. Hécate, entre sus múltiples facetas divinas, era la diosa de las encrucijadas. Algunos autores han apuntado a que sus tres cabezas tenían el propósito de guardar los caminos, como recuerda Ovidio en sus Fastos. Su relación con estos espacios es constante en los testimonios antiguos. Además, gracias a la comedia Las avispas, escrita por Aristófanes, sabemos que en la puerta de cada vivienda ateniense existía un altar consagrado a su culto doméstico. Quizás por ello era conocida como Propulaia (“delante de la puerta”) y Kleidouchos (“portadora de llaves”). Estamos ante la semblanza de una divinidad situada en los límites, de la ciudad y del hogar.
Sin embargo, es complicado identificar otros elementos comunes entre ambas figuras. La estatua norteamericana tiene notables referencias históricas y políticas. La tablilla que sostiene con su brazo izquierdo contiene una inscripción con la fecha de la Declaración de Independencia de los EEUU, evocación del poder emancipador de la ley. La diosa griega, por su parte, es la señora de la magia y la hechicería. A ella se encomiendan Circe y Medea, arquetipos clásicos de la bruja moderna. Su presencia en el corpus de textos de magia en papiros griegos es habitual. Resulta difícil imaginar que semejante referente sirviera para conmemorar el primer centenario de la independencia norteamericana.
Hécate es una divinidad que frecuenta el Hades, espacio en el que se desenvuelve con soltura gracias, precisamente, a la luz de su antorcha. Puede entrar y salir del inframundo, habilidad que le otorga la posibilidad de acompañar a las almas de los muertos en su último viaje. Su relación con el más allá la sitúa en la esfera de los misterios, sistemas de creencias iniciáticas que sacudieron los cimientos del lejano y frío panteón olímpico. Los mýstai —iniciados— podían aspirar a una recompensa tras la muerte si cumplían cierto tipo de prescripciones. Por eso es posible encontrar a Hécate en Eleusis, en Samotracia, en el orfismo o en los tardíos oráculos caldeos.
Junto a Selene y Ártemis, con las que se asimilará en época tardía, Hécate es una diosa lunar. Shakespeare la retrata en Macbeth decantando una gota de vapor del astro nocturno para obrar sus prodigios. Es, por ello, una divinidad que se desenvuelve en la sombra, al abrigo de la noche, iluminándonos con su antorcha de la misma manera que la luna despliega sus argénteos destellos en la oscuridad. De esta condición se desprende otra de sus funciones: la de diosa nutricia. Los antiguos consideraban que la humedad de la noche, delatada por las gotas del rocío, era producida por la luna, de manera que la asociaron con la fertilidad de la tierra y, por extensión, con la fecundidad de la mujer. No es algo que debe extrañarnos. La creencia de que en plenilunio se incrementa la natalidad ha llegado hasta nuestros días.
Diosa que ilumina con su antorcha nuestro camino en la vida y en la muerte, a la que se consagran brujas y hechiceras, pero a la que se encomiendan las pequeñas criaturas para que crezcan sanas y fuertes, de ella se esperaba que cumpliera maldiciones, pero también que cuidara del hogar. Una divinidad compleja y versátil, de mayor arraigo popular del que parece deducirse de las fuentes, pero del que nos da testimonio la arqueología. Aunque solo sea una ensoñación, resulta evocador pensar que aquella sombría diosa griega inspiró una imagen universal que nació para conmemorar la libertad que alumbra el mundo.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: