Retrato de Filip Visnjic.
El mito de la creación del hombre narrado en el Protágoras de Platón es una bella alegoría de nuestra fragilidad como especie. El imprudente Epimeteo —»el que piensa después de actuar»— repartió todos los atributos entre los animales, sin reparar en que había dejado al hombre huérfano de facultades para adaptarse a su medio. En compensación, Prometeo nos regaló el fuego y la inteligencia. Zeus, la dignidad y la justicia. Pertrechados con este equipaje, comenzamos nuestro peregrinar por la vida. Débiles, pero tocados con dones divinos.
De todos los humanos había un grupo que se distinguía por otra virtud: la inspiración de las Musas. Hijas de Zeus y Mnemósine, personificación de la memoria, su evocador susurro estimulaba la mente de los poetas, que gracias a su ayuda eran capaces de deleitar a sus congéneres con sus bellas composiciones. Su genio creativo les permitía ganarse el sustento cantando historias de los tiempos primigenios, aquellos en los que dioses y hombres convivían en una época tan heroica como oscura. La vida de los aedos era nómada, siempre en busca de relatos y, sobre todo, de audiencias generosas. Los vates hicieron de la palabra su profesión y, con este paso, fijaron los pilares de la literatura.
Aquel viejo oficio universal se heredaba de generación en generación. A comienzos del siglo XX, los Guslari seguían recorriendo los Balcanes con su gusla, una especie de rabel de una sola cuerda, recitando poemas que se transmitían de forma oral. A uno de ellos, Filip Višnjić (1767-1834), se le llegó a llamar el Homero serbio no solo por su destreza, sino también por su ceguera. Estos bardos eran capaces de recitar largos poemas de memoria, la mayoría de tintes épicos, como los de la Antigüedad. Durante la dominación otomana adquirieron un tono nacionalista y se usaban, con frecuencia, para enardecer a los soldados.
En nuestros días, cuando la dulce voz de los poetas ha llegado casi a extinguirse, existe un remoto lugar en el que estos artesanos de la palabra siguen buscándose la vida recitando versos en público. Son los shueara’ —»poetas» en árabe—. Estos hombres recorren el desierto del Sáhara Occidental en busca de asambleas tribales, bodas o celebraciones familiares en las que declamar sus versos. Su memoria acumula hechos históricos, hazañas personales y anécdotas con las que deleitar a la audiencia, que cuanto más satisfecha quede más pagará por sus composiciones. El precio de su intervención depende de su capacidad para conmover a sus heterogéneos espectadores.
La mayoría son de origen mauritano, aunque también los hay saharauis. Nadie los convoca, ellos se desplazan continuamente en busca de ocasiones propicias en las que exhibir su repertorio. A diferencia de los aedos griegos o los bardos eslavos, no tañen instrumentos musicales. Su arte es la entonación de la palabra. Su oficio consiste en investigar sobre los hechos de las tribus, sobre las biografías de sus hombres y mujeres más destacados y sobre cualquier acontecimiento digno de ser recordado. No solo recitan. Preguntan, indagan, buscan y escuchan, sobre todo, escuchan. Por ello son depositarios de un enorme conocimiento. En el desierto se dice que ellos lo saben todo.
El jefe de la tribu suele ser el que da el visto bueno al inicio del certamen. A su orden, los poetas que han concurrido acceden al salón y comienzan a recitar de uno en uno. Aunque existe cierto corporativismo que les lleva, por ejemplo, a avisarse entre ellos con ocasión de un evento, la competencia es feroz. De ella depende su paga. A menudo hay fricciones dentro del gremio por la originalidad de los versos o por supuestas historias plagiadas. Controversias de difícil resolución, pues nada está escrito. Son reticentes a ser grabados. Las cámaras encerrarían sus repertorios en celdas digitales que podrían reproducirse sin su presencia La oralidad de sus poemas es una garantía de futuro para la profesión, pero también su principal debilidad.
La labor de los shueara’ es el testimonio vivo de una tradición ancestral, la de contar historias al calor del fuego. En un mundo globalizado, interconectado, sin memoria, en el que casi todo se fija por escrito, las palabras aladas a las que se refería Homero siguen volando libres y eternas bajo el imponente cielo estrellado de las noches del desierto. La profesión itinerante de estos aedos del siglo XXI es un modesto reducto de lo que fue una de las manifestaciones culturales más destacadas y duraderas de la historia de la Humanidad. Tenemos la fortuna de ser contemporáneos de una actividad condenada a la extinción.
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