El Proyecto ITINERA nace de la colaboración entre la Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) y la delegación murciana de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (SEEC). Su intención es establecer sinergias entre varios profesionales, dignificar y divulgar los estudios grecolatinos y la cultura clásica. A tal fin ofrece talleres prácticos, conferencias, representaciones teatrales, pasacalles mitológicos, recreaciones históricas y artículos en prensa, con la intención de concienciar a nuestro entorno de la pervivencia del mundo clásico en diferentes campos de la sociedad actual. Su objetivo secundario es acercar esta experiencia a las instituciones o medios que lo soliciten, con el convencimiento de que Grecia y Roma, así como su legado, aún tienen mucho que aportar a la sociedad actual.
Zenda cree que es de interés darlo a conocer a sus lectores y amigos, con la publicación de algunos de sus trabajos.
A ISABEL REYES SUÁREZ,
maestra jubilada y gran contadora de historias.
A mis 75 primaveras recién cumplidas, jamás habría podido imaginar que llegaríamos a vivir una situación semejante: atrincherados en nuestras casas durante tantos días. Y eso que a mí, como podréis comprobar en este relato, imaginación no me falta.
Mi nombre es Isabel y en mi barrio todos me conocen como Doña Mitos. Tengo mi hogar desde hace ya medio siglo en un modesto piso de protección oficial, situado en una zona aledaña al corazón de la ciudad. Parte de mi vivienda da a un agradable jardín vecinal salpicado de robustos pinos, intercalados entre bancos y columpios, lugar de esparcimiento y punto de encuentro intergeneracional, siempre rebosante de vida, donde, según la hora del día y la época del año, se dan cita adolescentes arremolinados a la salida del instituto, abuelos con sus nietos recogidos del colegio, fugaces paseantes de mascotas, vecinos de tertulia apostados en sus puertas… todos ellos figurantes habituales de este variopinto escenario.
Unos años atrás decidí que yo también quería formar parte de ese paisaje. Tras toda una vida dedicada a la escuela, había llegado el momento de decir adiós a las aulas y emprender una nueva etapa vital en la que dispondría de todo el tiempo libre del mundo. De naturaleza inquieta como soy, transcurridos los primeros meses, echaba de menos el trato directo con mis pupilos y no terminaba de acostumbrarme a llevar una existencia más solitaria. Somos seres sociales, decía Aristóteles, y necesitaba ese contacto directo con los más jóvenes.
Así que una tarde bajé al jardín y me senté en un banco junto a los columpios con un gran libro ilustrado en las manos, un poco desgastado por el uso. Mientras lo hojeaba recordando sus historias, miraba por el rabillo del ojo a un niño que se deslizaba incansable por el tobogán. Qué vitalidad, pensé. Al poco, el chiquillo se me acercó curioso, mientras su madre charlaba distraída con otra vecina, y me preguntó: —¿Qué lees, señora? —Unos cuentos muy antiguos que se llaman mitos —le respondí con la mejor de mis sonrisas. —¿Me lees uno? —me dijo espontáneamente. —Claro, siéntate aquí conmigo. Y le conté el mito de la caja de Pandora. Él me escuchaba fascinado hasta que su madre vino en su busca y rompió el hechizo: —Víctor, cariño, no molestes a la señora. —Me estaba contando un mito —le aclaró. —Tenemos que irnos —le advirtió ella. Y obediente se despidió de mí: —Gracias, señora, me ha gustado mucho. ¿Otro día me contarás otro? —Por mí, encantada —le aseguré.
Y de ese modo recuperé mi faceta de contadora de mitos, pero en un nuevo decorado. Todos los viernes por la tarde acudía a mi cita mitológica en el parque. Con el tiempo, mi público se fue ampliando hasta formar un nutrido corrillo. Yo disfrutaba viendo sus caritas embelesadas empapándose de las fabulosas historias protagonizadas por dioses y héroes. Ese ritual se ha venido sucediendo durante una década hasta la imprevista llegada del maldito virus que nos acecha y que nos dejó de golpe huérfanos de mitos.
Recluida en casa con la única compañía de mis libros, las jornadas discurrían con lentitud y mi alma se iba impregnando de tristeza. Me resultaba desolador ver el jardín desierto cada vez que tímidamente me asomaba a escudriñarlo desde la ventana de mi cocina, sobre todo los viernes, cuando se aproximaba nuestra hora del mito.
Tras los quince primeros días de confinamiento, una tarde sonó el timbre del portero automático y me sobresalté. ¿Quién podrá ser? Descolgué temerosa el auricular y pregunté: —¿Quién es? Al otro lado me respondió una voz familiar: —Buenas tardes, Isabel, soy su vecina Carmen, ¿qué tal está? ¿Necesita algo? —Hola, Carmen, gracias por tu ofrecimiento, afortunadamente me las apaño bien, aunque echo de menos a mis niños del parque, le respondí. —Precisamente mis mellizas le han escrito una nota y me han pedido que se la deje en su buzón. Ellas también añoran sus historias, me comunicó. —Oh, qué ricura de niñas, son maravillosas. Enseguida bajaré a recoger su carta. Diles que me hace muchísima ilusión —contesté, emocionada.
Me quité las zapatillas a toda prisa, me calcé unos zapatos y me puse los guantes de fregar los platos. Cogí las llaves y dejé la puerta entreabierta, bajando atropelladamente los escalones que me separaban del buzón hasta alcanzar el sobre azul que había en su interior en el que se leía mi nombre con trazos de letra infantil. Subí las escaleras abrazada a él y en cuanto cerré la puerta, sin quitarme los guantes, lo abrí con sumo cuidado y desplegué el folio amarillo que contenía. Busqué impaciente las gafas de cerca para poder leer el mensaje que decía así:
Querida Doña Mitos:
Nos acordamos mucho de ti y queremos saber si estás bien. Hemos pensado que el viernes por la tarde después de los aplausos en los balcones podemos salir al rellano de la escalera para que nos cuentes un mito. Tú sacas tu libro y nos lo lees desde el primer piso y nosotras nos sentamos en un escalón y lo escuchamos desde el segundo. Dinos si te gusta nuestra idea. Te mandamos un beso muy grande cada una.
CARLOTA y AITANA
Una inmensa sonrisa se dibujó en mi rostro al tiempo que se me escapaban un par de lagrimillas por la emoción que me había despertado la misiva. ¡Qué criaturas tan adorables mis dos vecinitas! Me sentí muy afortunada y me entraron ganas de subir a darles un abrazo enorme, pero inmediatamente recordé que eso no era posible y en su lugar bajé de nuevo las escaleras, salí a la calle y toqué el timbre del 2º D. Contestó Carmen y le dije que me había encantado la carta y que aceptaba gustosa la propuesta de sus hijas.
A partir de entonces vivo con la ilusión de que llegue el viernes para volver a tener una cita con los mitos, aunque ahora no sea en el jardín, sino en las escaleras de casa.
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