Quien siga habitualmente esta sección sabe que Azorín es un fijo, toda vez que el señor que escribe en ella es azorinista hasta la médula. Como pueden comprobar, exactamente dos artículos ha tardado el autor en hacer referencia al de Monóvar dentro de sus Romanzas en este nuevo curso posveraniego. En concreto, hace referencia a una de esas anécdotas apócrifas que tanto gustan por aquí. Es muy conocida por todos la afición que Azorín tenía por el cine. Llegó a Madrid a la vez que el cinematógrafo y, como en una relación simbiótica, uno se alimentó del otro. Azorín escribió sobre el impacto social del cine, sobre su relación con el teatro, sobre la figura de Chaplin (el Molière moderno, lo llamaba), sobre títulos concretos, etc. El cine, a su vez, recogió novelas y obras del alicantino para estrenarlas por todo el siglo XX. Así que la anécdota de hoy transcurre en los años 50, cuando el noventayochista, ya casi octogenario, fue preguntado en el transcurso de una entrevista en La Prensa de Buenos Aires: «¿Cree que el cine acabará con el teatro?». Azorín respondió: «Si no acabaron los surrealistas con él, es que el teatro es inmortal».
¿Y qué tiene que ver Azorín con la inteligencia artificial? Empecemos por decir que ahora, como entonces, muchos artistas tienen miedo a que el pasado que una vez conocieron se pierda. Como aquellos dramaturgos con el cine, los creadores de hoy sienten pavor a perder encargos e influencia con la aparición de este nuevo actor tecnológico. Y no es para menos. El trabajo que antes llevaba días, meses y aun años en aparecer, por gracia y virtud de ese milagro de los dioses que son las musas, hoy un algoritmo es capaz de replicarlo con apenas unos minutos de eficiencia. Además, sin ser yo experto en el asunto, aunque nuestro querido Chema Alonso ya ha hablado varias veces de ello en este mismo mundo zendiano que nos acoge, la IA se alimenta de fragmentos de obras ya publicadas, con el componente de cierto bajón moral y relativa seguridad artística que eso conlleva.
Sin embargo, y es para lo que estoy aquí hoy, tal y como quiso dejar claro Azorín en su respuesta, el arte lleva sintiéndose en peligro desde que el mundo es mundo. Ni la fotografía acabó con la pintura, ni el cine acabó con el teatro. Tampoco el libro electrónico liquidará el libro físico, ni YouTube machacará los conciertos, ni las impresoras 3-D se ciscarán en la arquitectura. Siempre habrá un espacio para esos locos que guardan con mimo en la memoria su colección de vinilos de Pink Floyd, aquella edición firmada por Paco Umbral escondida en el rincón más oscuro del Rastro, un boceto de Baldomero Romero Ressendi que te vuela la cabeza de un solo vistazo, la tarde en el cine con tu hijo para invertir tres horas en la última de Scorsese, el murmullo de la taquilla cuando entras a los Teatros del Canal para reírte con las genialidades de Els Joglars. Al fin y al cabo, en esto consiste el arte, en reservarle el espacio a esos locos maravillosos, ¿no?
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