Por supuesto que sí. Un irrebatible ejemplo lo tenemos en Philip Kerr (Edimburgo, 1956) y en sus relampagueantes novelas protagonizadas por el cínico detective Bernie Gunther en la Alemania del Tercer Reich y en la posguerra. Diez novelas van. La última, La dama de Zagreb (RBA, 2016), no sólo es una delicatesen literaria, sino un descenso a la sima de la condición humana que entronca con Viaje al fin de la noche, de Céline y con El corazón de las tinieblas, de Conrad.
Mientras que desde hace muchos años hay consenso para definir qué es una novela negra, existen múltiples acepciones sobre la novela histórica procedentes del gremio de escritores y, no digamos, del de historiadores, los cuales, en España, han visto tradicionalmente con anteojeras este subgénero narrativo o se han puesto chaleco antibalas para referirse a él, como si fuese un enemigo a batir.
Una novela histórica es, en esencia, una narración ambientada en el pasado. Pero ese pasado puede ser más o menos remoto o reciente. De la misma manera que la Historia se parcela en etapas y hay especialistas en la Antigüedad Clásica o en la Historia del Tiempo Presente, una novela puede ser histórica si se desarrolla, digamos, en la Transición o durante la caída del Muro de Berlín. Lo único importante es que la recreación histórica sea fidedigna y la narración verosímil.
Los sentimientos, el afán de poder, las bajas pasiones, los relatos épicos o los fracasos son unas constantes en el ser humano trasladables a cualquier época. No mutan. Lo que cambia es el escenario, el marco conceptual, las mentalidades, las comunidades emocionales, los imaginarios… Así, la sedimentación cronológica, como los estratos en forma de sándwich en una excavación, no es lo que hace que una novela encuadrada en el Antiguo Egipto sea más histórica que otra ambientada en los locos años 20. Lo que otorga la consideración de histórica es su capacidad para viajar en el tiempo, reconstruir un mundo perdido, fijarse en los detalles, captar la vida cotidiana, explicarnos cómo eran aquellos años sin caer en un burdo didactismo y crear unos personajes potentes que deambulan con desenvoltura por un periodo de la Historia.
El magnetismo de la novela negra reside en mostrarnos las zonas embetunadas del alma, los contrastes entre la alta sociedad y la baja estofa, los vicios de los personajes, la comprensión de las debilidades humanas, un cierto afán de justicia, diálogos que cortan como navajas de afeitar y, también, por radiografiar una época. Ésta última característica injerta la novela negra en la histórica: su pasmosa capacidad para describir una época (como si la filetease), unas ciudades y unas mentalidades. Aunque hablo del género noir, podrían caber las novelas detectivescas o de espionaje, porque en los últimos años, muchas veces las fronteras entre los tres tipos son brumosas, no están trazadas con tiralíneas como los países africanos. Son novelas transversales, dicho en plan fino.
El que abrió fuego y puso esparadrapo en la boca a la crítica más gazmoña fue Umberto Eco con El nombre de la rosa. El catedrático de semiótica italiano no sólo prestigió el género, sino que su libro es un híbrido que permite una clasificación ambivalente: una novela histórica de detectives o una novela de detectives con ambientación histórica. Tanto monta.
James Ellroy (Los Ángeles, 1948), en su última obra, Perfidia (Random House, 2015) sitúa la acción en uno de los acontecimientos de más condensación histórica de la Edad Contemporánea de los EEUU: el 6 de diciembre de 1941, el día del ataque a Pearl Harbor y la paranoia antijapo que sacudió al país en las semanas siguientes. En la novela, los polis corruptos y violentos de Los Ángeles se enzarzan en luchas intestinas para medrar o ajustar cuentas, y el lector, gracias a descripciones fulgurantes y diálogos navajeros a velocidad de crucero, se ve transportado al Hollywood dorado, a las procaces intimidades de sus actores y a la atmósfera de un mundo en guerra en el que, claro está, se siguen cometiendo crímenes. En Perfidia (el título homenajea al bolero) se consigue la cuadratura del círculo: hay vasos comunicantes entre la novela y el cine negro, y la acción, trepidante cuando se requiere y a veces lenta (como besos demorados que cuentan pecas en la piel de una mujer), nos desvela una miríada de detalles microhistóricos de la sociedad que vivió aquellos prolegómenos bélicos. Pero en Perfidia siempre prevalece una narrativa que avanza con el ímpetu de una locomotora.
La autora noir Fred Vargas (París, 1957) drenó su última novela, Tiempos de hielo (Siruela, 2015) con la Historia, y lo hizo con un deslumbramiento de fuegos artificiales: haciéndola presente mediante la dramatización de los debates de la Convención francesa dominada por los jacobinos. Los actores que encarnan a los políticos revolucionarios parecen seguir a pies juntillas el método Stanislavski, sobre todo Robespierre, lo que hará que el aparentemente alelado comisario Adamsberg necesite más que nunca la eficaz colaboración de su amigo el comandante Danglard, bebedor de vino blanco y erudito histórico, pues el cederrón de su cerebro será de gran ayuda para conocer detalles de unos personajes de la Revolución Francesa revividos en el s. XXI. Aunque no podamos clasificarla como una novela de detectives histórica, sí es una original obra detectivesca de recreación histórica, al estilo de los grupos historicistas que simulan batallas napoleónicas al grito de Vive l’Empereur! A fin de cuentas, Fred Vargas es historiadora y arqueóloga profesional, por lo que no es de extrañar su pasión por invertir el proceso de momificación del pasado: ella se encarga de empujar la Historia hasta el presente, conviviendo ambos periodos sin chirridos. En Tiempos de hielo, este experimento a lo Frankenstein le salió redondo.
Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) en El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara, 2012) ya consiguió la bicefalia de la novela de espionaje e histórica merced a una espléndida tramoya estructural, una historia de amor y desamor que funciona como unas matrioskas, las muñecas rusas de madera que guardarían dentro de sí tres épocas del s. XX y otros tantos escenarios mundiales diferentes. Pérez-Reverte repite ese carácter bicéfalo en Falcó (Alfaguara, 2016), en el que un detective (es paradójico: amoral pero con códigos éticos endógenos) ayuda a los nacionales en una joseantoniana misión de alto riesgo en los primeros compases de la guerra civil del 36. La captación histórica de aquellos turbulentos meses se supera a sí misma al reconstruir el mapa mental y físico de Salamanca, Alicante y, sobre todo, Cartagena —a la que tanto amo—, y cuyas subyugadoras descripciones la convierten en una ciudad de cine clásico, en blanco y negro.
El escocés Philip Kerr hizo debutar en Violetas de marzo (RBA, 2007) a Bernie Gunther, inspector de la Kripo durante la República de Weimar que, por su odio a los nazis, abandonará la Policía Criminal para trabajar como detective en el hotel Adlon, el summum del lujo en el Berlín de entreguerras. Esta novela, ambientada en el Berlín de los Juegos Olímpicos de 1936, inaugura la Trilogía Berlinesa, donde descubriremos aspectos de la vida personal de este policía e investigador: condecorado excombatiente en la Gran Guerra, marcado por la muerte de su mujer en 1920 por neumonía, su ideología socialdemócrata, su habilidad retórica y penetración psicológica, su olfato profesional, sus complicadas relaciones con las mujeres y su aparente nihilismo. Está hecho de la pasta de los supervivientes.
La serie noir de Bernie Gunther entra con derecho propio en la novelística histórica por su magistral evocación del Berlín de entreguerras, por el que paseamos a pie o en coche con una vistosidad cinematográfica, compramos en los almacenes KaDeWe, asistimos a espectáculos de cabaret y nos empapamos de las formas de vida alemanas y de las pardas mentalidades nacionalsocialistas.
Cuando en la guerra la Kripo es absorbida por la Gestapo y Bernie Gunther se convierte en oficial de las SS, tendrá la ocasión de conocer a jerarcas nazis, siendo inmejorables las escenas en las que se entrevista con Goebbels (tiene el arrojo de referirse a él como Joe el Cojo) o con el inquietante Heydrich. Esta plasmación literaria de la psicología nazi que hace Kerr puede tener su complemento si leemos, por ejemplo, Tercer Reich. Una nueva historia (Taurus, 2000), de Michael Burleigh (uno de mis historiadores de cabecera). Pero además, sus fogonazos poéticos y sus epatantes metáforas (algunas, hermanadas con greguerías) son engranadas a la perfección con unas técnicas de suspense y de resolución de conflictos deudoras de las películas de serie B de los años cincuenta.
En la última entrega de la serie, La dama de Zagreb, Gunther viaja a la hermosa y civilizada Suiza y al avispero yugoslavo en plena guerra, lo que permite al autor sondear los recovecos psicopáticos de las personas, describir las atrocidades cometidas por los ustachas, relatar aspectos del Berlín dorado antes de ser destruido por los rusos en abril del 45, y, sobre todo, mostrarnos una historia de amor entre el protagonista y una afamada actriz de la UFA.
Porque los ojos azules de una mujer son capaces de hipnotizar, quizá para siempre, a un policía bebedor de schnapps que ha visto demasiadas cosas malas y añora el Berlín de la República de Weimar.
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