Se suma esta interesantísima novela de María Cureses a la ya larga lista de obras literarias, reportajes periodísticos, películas… que se han ocupado de los asesinatos que en los últimos años se han sucedido por miles en Ciudad Juárez, y cuyas víctimas han sido muy particularmente mujeres jóvenes, trabajadoras de industrias maquiladoras. Unos crímenes que han convertido a esta fronteriza ciudad mexicana en todo un símbolo de la violencia social, pues lo que en principio podría presentarse o soñarse como un lugar de paso, abierto a otro mundo, un recibidor hacia el capitalismo opulento y feliz de los Estados Unidos, se ha revelado como un espejismo, una trampa, el desecho de ese mismo y despiadado sistema: una puerta que solo conduce al infierno.
Tal como se indica en la nota de la contraportada, el relato de María Cureses no está lejos del género negro ni de la novela social, pues las pesquisas del narrador y hermano de Susy —un conductor o rutero a quien la desgracia ha reconvertido en algo así como un improvisado, obligado detective— no solo ponen de manifiesto el omnímodo poder de los cárteles o la general corrupción de jueces y policías, sino que nos acercan a distintos ámbitos de la ciudad: desde las industrias estadounidenses que explotan en territorio mexicano una mano de obra barata, especialmente mujeres; a los locales de ocio, no pocas veces también envenenados con mujeres prostituidas; desde las colonias más pobres a las zonas residenciales; y en cualquier lugar o situación siempre bajo vigilancia y amenaza de los narcotraficantes, en convivencia continua con la muerte, con su inminencia.
Y más allá de la resolución del caso concreto, del hallazgo o no del cadáver de Susy, del nombre de sus verdugos, de que su cuerpo pueda recibir al fin sepultura o su cruz rosa, la novela no se plantea dar una respuesta general al porqué de esos crímenes, de los miles de jóvenes desparecidas en Juárez. El texto solo constata lo que esos asesinatos significan en sí mismos como mensaje, como señal de una espantosa tiranía (“que la ciudad tiene dueños, y matan para demostrar que lo son. No esconden sus crímenes: los publican”).
El movimiento narrativo combina con maestría el desarrollo de la trama: la peligrosa y esforzada búsqueda del cadáver de Susy, con la descripción de ese tortuoso espacio social, de sus gentes, de la guerra entre cárteles, de la autoridad usurpada y la abolición de la ley. En efecto, materiales para un buen guion de cine negro. No obstante, la escritura se impone por sí misma, gobierna sus propios e intransferibles dominios.
“Cuando el sol está alto, la luz es vidrio molido en los ojos, crepita y duele en la retina, aunque se cierren los párpados. A la tarde, los colores son requemados, como una costra de sangre seca oreada al viento, y después de cuatro horas de agonía, los colores entran en reposo: el ocre es menos sangriento, la luz lame las heridas del suelo, el rojo se mitiga, se suaviza, el sol derrama yodo, púrpura, escarlata”.
Este tipo de registro suele reservarse principalmente para la apertura o cierre de los capítulos, un momento de tránsito en el que la peripecia narrativa permite y hasta aconseja un reposo, crear una atmósfera diferente, cercana a lo lírico. Los antiguos retóricos llamaban a esto —justamente— paños púrpura; se entendía que el purpureus pannus venía a ser un adorno elegante, pero en definitiva mero ornamento. Ahora bien, en esta novela de la horrible Juárez, estos y similares paños, si bien se muestran ante todo —es cierto— con intención descriptiva (“Levanté los ojos al cielo (…), los tendones del viento se dilataban y se encogían (…), la luna colgaba de un grito, un ruego mudo e inútil”), no representan propiamente muestras de adorno esmerado, rojo en negro, sino que acreditan el verdadero potencial de una escritura, por más que —convención obligada— tengamos que atribuirla a un personaje-narrador más rutero que poeta. Por lo demás, tanto esa voz narrativa como el conjunto del coro manejan con naturalidad un vocabulario y giros propios del habla mexicana, lo que constituye un verdadero reto para una autora española que, sin embargo, ha solventado el desafío —al menos oído, leído desde esta orilla— con admirable acierto.
El hermano de Susy recibe en su arriesgada y penosa empresa el apoyo de un par de amigos, personajes que contribuyen a enriquecer el relato, no tanto en lo que se refiere a la trama en sí misma como al aliento que impulsa y sostiene esa obstinada operación; y así, el oscuro pasado del muy fiel Santos invita a no sacar de esta historia conclusiones maniqueas, demasiado fáciles. Con todo, ya desde el epígrafe de Antígona que encabeza la novela, la pregunta que la historia suscita es qué mueve realmente al hermano de la como hermana, cuál es el verdadero aliento de su empeño. Por supuesto que un natural sentimiento de piedad, incluso de lo que él llama rencor (“tú no entiendes, Santos, este rencor”), de justicia, y asimismo sin duda el afán por procurar cierto alivio al dolor materno. Incluso en algún pasaje llega a intuirse que entre los dos jóvenes pueda haberse dado cierta atracción. Pero la energía del hermano, sus sueños y ansias ya estaban en aquella casa primera, en la tierra que él decidió abandonar con los suyos en busca de una vida mejor. Y el destino fatal de Susy, la Susy misma, representa —espejo y espejismo— una proyección del hermano. Ambos son uno. Como son uno los dos lados de la frontera (“cada lado de la frontera tiene el otro lado adentro, como un doble”). Y de la modesta casa del sur apenas sabemos que su puerta no era de encino y mezquite.
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Autora: María Cureses. Título: Ni luz ni llanto. Editorial: La Umbría y la Solana. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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