Para aquellos que se dedican, que nos dedicamos, a tareas “intelectuales” (me disgusta el término “intelectual”, pero su uso, y acepción, está extendido, así que hoy me someto a él), una de las consecuencias del, inevitable, paso del tiempo, de cuando ese paso nos adentra en edades avanzadas, es que podemos contemplar de manera crítica, más experimentada, obras que produjimos en el pasado. Supongo que en no pocos casos los años, la constatación de que va quedando menos para el final del camino, de que se tiene mucho menos futuro que pasado, empañará esa mirada hacia atrás. En mí, sin embargo, domina el mismo sentimiento que expresó Goya en uno de sus maravillosos dibujos, “Aún aprendo” (1826): todavía tengo tiempo para ser mejor. He pensado en esto en los últimos años, con relación a dos de mis libros: el primero que escribí, Origen y desarrollo de la relatividad (Alianza, 1983), y la primera edición de El poder de la ciencia (Alianza, 1992). Consciente, como tantos, de que el mundo en el que vivimos es deudor del desarrollo científico-tecnológico, de que nuestras vidas dependen, cada día un poquito más que el anterior, de la ciencia y de su hermana, la tecnología, cuando escribí este último libro pensaba que es la ciencia quien tiene poder, el poder de cambiar el mundo, y que era sobre todo la física la que lo había cambiado (el mundo), de ahí el subtítulo que puse al libro: Historia socioeconómica de la física (siglo XX). Quince años después, cuando preparé una nueva edición, conocía mucho mejor lo que había sucedido en los siglos XIX y XX, y también que la historia que quería contar no se podía limitar a la física (una consecuencia es que el libro pasó de tener 393 páginas a 1.022). Mantuve el título principal, El poder de la ciencia (Crítica 2007), supongo que por el “qué dirán”, pero el subtítulo era otro, más ajustado al nuevo contenido: Historia social, política y económica de la ciencia (siglos XIX y XX), ocupando la química y las ciencias biomédicas y biológico moleculares un lugar importante, aunque continuase dominando la física, la disciplina que estudié y a la que me dediqué durante no pocos años. Pero lo más importante es que me había dado cuenta de que “el poder de la ciencia” es muy limitado: los científicos producen conocimientos, pero cómo se usan estos es algo que está en general en manos de políticos, industriales y militares, así como ciudadanos del mundo de los negocios y de la economía.
Entre los ejemplos que puse quiero recordar aquí uno, relativo a Andréi Sajarov, el físico “padre” de la bomba de hidrógeno de la Unión Soviética, convertido más tarde en enemigo de la proliferación nuclear y disidente soviético (obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1975). En 1961 – lo contó el propio Sajarov en sus Memorias (1991) –, Nikita Kruschev decidió que la manera más eficaz de enfrentarse a Estados Unidos era poner fin a la moratoria informal sobre pruebas nucleares que estaban siguiendo entonces la Unión Soviética, Estados Unidos y Gran Bretaña, que no habían detonado ninguna bomba desde 1959 (sí lo había hecho Francia, que realizó su primera prueba nuclear en marzo de 1960). Una vez tomada la decisión, en julio de 1961, Kruschev organizó en el Kremlin una reunión de líderes del Partido y del Gobierno con científicos atómicos. He aquí como describió Sajarov en sus memorias lo que sucedió entonces:
“Kruschev anunció inmediatamente su decisión: las pruebas nucleares se reanudarían en el otoño, porque la situación internacional se había deteriorado y porque la URSS se había quedado rezagada respecto a EE.UU en pruebas […] Tendríamos que reforzar nuestro poderío nuclear y demostrar a los ‘imperialistas lo que éramos capaces de hacer’.
Tal como podía esperarse, no había planes para debatir la decisión. Después de la alocución de Kruschev, se entendía que hablarían las personas clave durante unos diez o quince minutos, cada una sobre sus trabajos en curso. Cuando me llegó el turno, hacia la mitad de la lista de ponentes, hablé rápidamente de nuestra investigación en temas de armamento y luego expuse mi opinión de que poco teníamos que ganar con la reanudación de las pruebas en este punto de nuestro programa. Mi observación se anotó, pero no provocó respuesta inmediata”.
Pero al volver a su asiento, Sajarov escribió una nota para Kruschev en la que señalaba que estaba “convencido de que la reanudación de las pruebas en estos momentos solamente beneficiaría a EE.UU. Espoleados por el éxito de nuestros Sputniks pueden utilizar las pruebas para mejorar sus ingenios. Nos han subestimado en tiempos pasados, aunque nuestro programa ha estado basado en una evaluación realista de la situación […] ¿No piensa usted que unas nuevas pruebas pondrían en serio peligro las negociaciones de prohibición de las pruebas, la causa del desarme y la paz mundial?”.
“Kruschev”, continuaba explicando Sajarov, “leyó la nota, miró hacia mí y la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, después de doblarla en cuatro. Cuando se acabaron las ponencias, se levantó, dio las gracias a los oradores y luego añadió: ‘Hagamos todos una pausa. En nombre del Presidium del Comité Central, invito a todos nuestros huéspedes a cenar con nosotros dentro de una hora”. Y cuando llegó la cena Kruschev se levantó y dijo:
“Aquí tengo una nota que he recibido del académico Sajarov en la que me dice que no necesitamos las pruebas. Pero yo tengo un documento informativo que me indica el número de pruebas que hemos llevado a cabo nosotros y el número de pruebas que han llevado a cabo los norteamericanos. ¿Puede demostrar realmente Sajarov que con menos pruebas hemos conseguido más información valiosa que los norteamericanos? ¿Son ellos más torpes que nosotros? No hay forma de que yo conozca todos los puntos clave. Pero el número de pruebas es lo que más importa. ¿Cómo se pueden desarrollar nuevas tecnologías sin pruebas? […]
Pero Sajarov va todavía más lejos. Ha ido más allá de la ciencia para penetrar en la política. Y aquí está metiendo las narices donde no le corresponde. Se puede ser un buen científico sin entender ni una palabra de política […] «Deje la política para nosotros, que somos especialistas en ella. Haga usted sus bombas y pruébelas y no interferiremos en su trabajo; antes al contrario, le ayudaremos.”Ea, es, obvio dónde está el poder.
En cuanto a mi otro ejemplo, el de mi primer libro, Origen y desarrollo de la relatividad, en él traté de explicar cómo había llegado Albert Einstein a idear las teorías especial (1905) y general (1915) de la relatividad. Pero en mi reconstrucción no había prácticamente resquicio alguno en el que apareciesen consideraciones que no fuesen las de la dinámica interna del desarrollo científico, únicamente la posible influencia de ciertos planteamientos filosóficos (David Hume y Ernst Mach en especial). El contexto personal e institucional, poco o nada aparecían. Sin embargo, Einstein, su peripecia vital total, continuaron estando entre mis intereses, y treinta y siete años después de la aparición de aquel primer libro mío, el mismo día, 25 de noviembre de 2015, en que se cumplía el centenario de la presentación de la formulación final de la teoría de la relatividad general, en mi opinión la teoría científica más original y hermosa jamás creada, aparecía un libro con el que saldé la cuenta pendiente que tenía con Einstein: Albert Einstein, su vida, su obra y su mundo (Crítica/Fundación BBVA).
Volví, por tanto, a mis orígenes. Una vez publicados la nueva edición de El poder de la ciencia y el libro que sustituía al de 1983, sentí que, en algunos apartados, la vida es como una gran puerta giratoria, una en la que se tarda en volver al mismo punto de partida, pero al que a veces efectivamente, se vuelve. Cuando lo hacemos, indudablemente no somos los mismos, tenemos intereses, ideas, sensaciones, deseos, amigos, enemigos que no imaginábamos cuando atravesamos la primera puerta y comenzamos a girar en el reducido cubículo en el que nos metimos, pero aun así, puede suceder, a mí me ha sucedido, que regresamos a un lugar conocido, uno que la experiencia, los conocimientos que hemos ido adquiriendo en el lento girar de las puertas giratorias, nos permiten observar, valorar, explorar de manera mucho más completa y precisa que en el pasado, cuando lo vimos por primera vez. Y entonces podemos decir, alborozados, olvidando que somos más pasado que futuro, que somos sobre todo pasado y un escurridizo presente: ¡Aún aprendo! ¡Soy mejor!
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