Imagen de portada: cuadro de Sergi Cadenas No son sólo los pelos en las orejas y las visitas nocturnas al baño. Hay síntomas infinitamente más preocupantes de que sí, me estoy haciendo viejo.
Me noto caduco porque me llama la atención que mi nuera veinteañera no haya visto la trilogía de La Guerra de las Galaxias o que la novia del pequeño sonría condescendiente cuando le explico, lo intento, vaya, qué es un Discman.
Supongo que es más acuciante poner remedio a esos lapsus que me hacen olvidar nombres, mezclar épocas y mirar al futuro con el ruego de que llegue con tempo lento, sin obligarme a mirar hacia atrás en busca de capítulos desperdiciados. No es que crea que el mío fue mejor que el de ahora. Eso es fácil por reduccionista. Lo mollar es que aquello lo conocía, vivía acompasado con los tiempos, y ahora, mientras descubro que mi máquina de afeitar sirve también para las orejas, me descubro pendiente de no desentonar ni provocar miradas de pasmo por preguntar quién cojones es ese tal Payne por el que lloran chavales que deberían estar buscando un empleo.
Porque, en eso también me hago viejo, me escama que una ralea de jovenzuelos tengan tiempo entre semana de quedarse despiertos cantando, llorando y encendiendo velas cuando lo normal sería irse a la piltra para no llegar tarde a currar o a la uni.
Me noto en el descenso no por los frecuentes achaques de espalda sino mucho más porque miro hacia atrás y no para adelante, y el futuro que me importa es el de mis hijos. Además, joder, me he vuelto sentimentaloide, escuchando grupos que no marcaron mi adolescencia pero que ahora me parecen clásicos intocables. Detesto el reguetón y sé que eso nada tiene que ver con la edad sino con un oído educado en la Creedence, Pearl Jam u Otis Redding.
Me hago viejo por todo eso y porque las quedadas con la cuadrilla son un bucle eterno de batallas juveniles, épicas peleas a guantazos que, con el paso de los años, fueron un cúmulo de victorias callejeras. Ahí todavía decimos “tirarse al pisto”, y en nuestros mensajes no hay LOL, no hay nada random y sí mucho cutre. Un léxico más castizo, sin colonizaciones, ni jeroglíficos acrónimos.
Mis hijos ya no preguntan cómo lo llevo sino cómo me encuentro, y cuando vuelven de EEUU me insisten que en Florida no se vive tan mal. Ya, pero mi malo conocido es un paraíso, porque me he construido en sus asfaltos, y ahora, en esa tierra que aborrece caminar, me veo dubitativo y tambaleante. Soy viejo porque comparo. Ya no exploro ni aguardo, sino que me recreo en una memoria que se me descontrola y va a lo suyo, que debe de ser lo mío pero no me entero.
Conjugo antes que ahora, y lo que me calma es el recuerdo, ese que a ratos templo para contarme que no fue ni malo ni bueno: fue, ni más menos, una exprimida vida de aciertos, glorias, desbarres, dolores y errores de los que aún me arrepiento.
No sé si fuimos mejores, pero un consejo a esos que vienen detrás corriendo: para un momento, el tiempo del tuyo al mío va un segundo, y cuida, que ahora te parece eterno pero es un suspiro. Consejo de viejo.
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