El mes ha sido, pues, áspero. Esa tela que recubre los días cuando raspan, como un uniforme de guerra o la bata de un psiquiátrico. Y aunque esta tarde visto de algodón —una camiseta vulgar sin aires de artista ni hilos de plata—, me gustaría cubrir mis miedos con canutillos. Poder, yo también, apretarme los machos.
Sentada en mi localidad, espero. Algo se afina dentro de mí, como la orquesta en un foso a punto de oscurecer. Sentada en la grada alta de la plaza de Las Ventas, espero. A que comience el paseíllo. A que reviente una tormenta. Miro la arena aún sin pisadas ni crespones de sangre y me pregunto, una vez más, qué hago aquí.
Todas las tardes en las que acudo a una plaza de toros me hago la misma pregunta. Después de mirar mis zapatos —siempre mis zapatos— me queda una sola idea que empujo de un lado a otro de mi boca, como si de un caramelo o una bala se tratara. Si estoy sentada en esta localidad de piedra es por una única razón: sólo aquí soy capaz de recordar que la muerte existe. Que la vida mancha. Hiede.
En la última semana, he visto a Alejandro Talavante torear en endecasílabos, conducir un animal de quinientos kilos con tan solo mover su mano izquierda. He visto a Curro Díaz dar vueltas en el aire luego de que un astado de Alcurrucén le diera una voltereta de latigazo —le dolerá el alma al maestro, seguro. Le dolerá, a él también—. También a Roca Rey llevarle la contraria a la tormenta, para convertirse él en el diluvio. He visto demoliciones. Hombres que matan de prisa, para que el miedo no los mate antes a ellos. He visto cosas que, aun sin entenderlas, raspan. Arrancan la costra de olvido que reblandece las entrañas.
Nunca salgo igual de una plaza de toros. Después de cruzar el patio de arrastre, con la tarde apagándose y la multitud enloquecida buscando una copa o un taxi, llevo yo también arponazos de belleza y angustia. Salgo oliéndome las manos, como si el aroma a metal de la sangre estuviese debajo de mis uñas. Como si hubiese pasado la tarde entera raspándolas contra las paredes como ha de raspar el miedo de los toreros los ladrillos del callejón.
Mi desesperación no llegará a ser jamás así. No adornará sus tropiezos con las capas fucsias o los ramilletes de verónicas. No vendrá envuelta en un capote de canutillos. Ni vestirá de luces en la noche de mi memoria. Nací en una ciudad al otro lado del mar. Una donde muerte y belleza bailaban juntas, sacando brillo a los botones que abrochan el corazón al pecho. Nací en un lugar donde hasta los mangos, cuando caen maduros de los árboles, se estrellan con violencia llamando a un enjambre de moscas y avispas. En el lugar donde nací, hasta la belleza depreda.
Algo de eso respira mi localidad. Algo de eso que consigo en el desagüe de las óperas, ese lugar en que las Norma, las Ammenris, las Violeta y las Amina cantan en mi mente cuando subo las escaleras rumbo a ninguna parte. Algo de eso hay en El remordimiento, ese soneto donde Borges plantó una bomba —Me legaron valor. No fui valiente—. Algo de eso reposa en la memoria combada que comparten, a veces, las gradas de los anfiteatros y las bibliotecas. El peso de las muertes, propias y ajenas, que se depositan en mi memoria con el paso de los días.
El mes ha sido, pues, áspero. Esa tela que recubre los días cuando raspan, como un uniforme de guerra, la bata de un psiquiátrico o el traje de luces que nadie viste al momento de llenar un folio en blanco. Sentada en una localidad de piedra paso revista a la arena ya sucia y revuelta, me invento un estatuario, examino mi cementerio.
Viendo torear voy hacia la muerte y vuelvo de ella. Pulo los botones del uniforme de guerra que ya no poseo. Estrujo mi corazón, pensando en algo más. Sólo aquí soy capaz de recordar mis cementerios. De abrochar mis faenas, rumbo a un lugar que ya me ha olvidado. Recibo mi estoque con un costurero en el regazo, esperando a que la brisa aplauda mi resurrección. Saco brillo, pues, a los broches de un corazón desprendido que habrá de estallar sobre alguna acera de vuelta a casa.
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