En mi anterior centro de trabajo un alumno me dijo que era un pringado. Sin vaselina. Nunca le di clase. Era un niño conflictivo. Una pesadilla. Mi jefa pensó que sería buena idea que lo sacara de clase para darle un respiro a los demás e intentar inculcarle alguno de los valores que me inculcaron: honestidad, hombría de bien, capacidad de sacrificio y perseverancia. Mantuvimos largas charlas mientras lo invitaba a desayunar en la cantina. Hablaba sin parar de unos primos que tenía por Amsterdam, Bruselas o París. Los idolatraba. Me enseñaba fotos de sus coches. Todos de alta gama. Me interesé por sus trabajos. Me quedé a cuadros cuando me desveló que eran proxenetas.
Para mi compadre Juan de Dios García Martínez, profesor de Filosofía, la docencia es un sacerdocio. Como una Teresa de Calcuta laica, atiende a sus pupilos intentando remediar sus carencias formativas y afectivas. Me pringó en una de sus cruzadas. El número de alumnos disruptivos se había multiplicado exponencialmente. La situación se agravó tras la pesadilla de la pandemia. Los niños se habían olvidado de convivir. No respetaban las normas básicas de cohabitación. Una promoción convertía en un infierno las clases de 1º y 2º de la ESO.
Nunca olvidaré a un chicuelo de aspecto angelical pero que parecía albergar al mismísimo diablo. Llevaba crucificados sobre todo a los que manifestaban algún amaneramiento. Carecía de empatía.
Un día Juande me invitó a comer a un restaurante de la huerta. A la tercera jarra de cerveza me disparó que aquel rapaz al único que parecía respetar era a su abuelo. Hablaba bien de él y decía que le gustaba ayudarlo en su huerta. Piqué el anzuelo. Yo mismo dije que por qué no montábamos un huerto en el instituto: podíamos sacar al querubín y a otros “conflictivos” para darles aire al resto de la clase e intentar ganarnos a los insurrectos, mejorar la convivencia y “sacarles punta”. El muy ladino Juande me tomó la matrícula: durante dos cursos él, nuestra común amiga Carmen Carrión (otra apóstol de la educación) y yo estuvimos sembrando, abonando y cuidando plantas de tomates, calabazas y otras hortalizas en nuestras horas libres. Algunos de los malotes resultaron ser excelentes hortelanos. Otros se inscribían por el desayuno al que los invitábamos. Varios buenecillos nos perseguían para que los apuntáramos al huerto. A casi todos conseguimos encauzarlos algo. Su actitud para con el centro, sus profesores y compañeros mejoró.
Con el causante de que iniciáramos el proyecto fracasamos estrepitosamente. Manteníamos buena relación con él en lo personal, pero nuestros mensajes apelando a su responsabilidad y buena conciencia no consiguieron permearlo. Fue también uno de los motivos por el que pedí a mi director que suprimiera mi plaza —pasaba más horas atendiendo a zagales problemáticos que enseñando clásicas, cosa para la que me había formado—.
Había traído una amiga pintora a hacer un fresco sobre la diosa Atenea, patrona de estudiantes y docentes. El susodicho, que volvía a estar castigado en el banco de Jefatura, se unió al grupo que contemplaba a la artista, que desde una escalera ejecutaba el mural. Hizo ademán de tocarle las nalgas. Ademán que interrumpí de un manotazo. Me miró condescendiente y ante el resto de mi clase gritó:
—¿Qué pasa, profesor? ¿Te he jodido el poder meterle el churro?
No le contesté. Mi cara debía de reflejar dolor y decepción ante su traición, ante tamaña falta de respeto. Nada habían servido las horas compartidas, las eternas charlas morales, las napolitanas y refrescos que nos había gorroneado. Me vi un fracasado. Amén de pringado. Fui directamente a pedir la supresión de mi plaza. Me negaba a trabajar para gente que menospreciaba de ese modo mi labor.
Acabaron expulsándolo tras una rebelión de los padres, hartos de soportar a semejante prenda, quien tanto daño hacía a sus hijos.
Lo he vuelto a encontrar por mi barrio. Poco quedaba del niño que fue. Había aumentado su belleza. Vestía elegante. Un abrigo de paño realzaba su cuidada figura.
—Tú fuiste mi profesor.
—Por suerte, nunca te he dado clase. ¿Qué haces por aquí?
—Ná —dijo guiñandome un ojo y señalando hacia el jardín al que dan las ventanas de mi bloque.
En uno de los bajos del edificio contiguo al nuestro vivía una madre con tres hijos. Ninguno del mismo padre. Era una mujer conflictiva. De su boca no dejaban de salir gritos e insultos para sus propios hijos. Gritos e insultos que éstos le respondían. No había trabajado en la vida: parasitaba de las ayudas sociales. Y de algo más: a su puerta acudía un paisanaje muy variopinto. Poco había que elucubrar para deducir que trapicheaba con algún estupefaciente.
Era española y muy española. De las de bandera hasta en las bragas. No respetó ni un día el confinamiento. Tanto ella como sus hijos se pasaban la jornada en el parque. Y seguía atendiendo a su clientela. Frente a su vivienda habitaba una familia de magrebíes y otra de ucranianos. De continuo los insultaba llamándolos moros de mierda. No paraba de decirles que se fueran a su casa, que habían venido a robar y a vivir de las pagas. Tanto los moros como los ucranianos trabajaban en el campo. En esos días tan lúgubres salían hacia los invernaderos a las cinco de la madrugada mientras que su acosadora dormía.
Sus hijos acabaron echándola. Heredaron el “negocio”. Debe de irles bien. Acaban de reformar su casa. Ninguno de ellos trabaja. Al encontrarme a mi expupilo allí, poco espabilado había de ser para cavilar quién los abastecía de mercancía.
—¿Qué tal te va en tu nuevo instituto? ¿Has podido sacarte algún título?
—¿Pa qué? —escupió a mis pies—. ¡Putos profesores! Ya quisieran ellos ganar en un día lo que gano yo en una noche.
Sacó de un bolsillo interior un fajo de billetes enrollado. Del tamaño de tres de mis dedos juntos.
—Putos profesores. Pero tú no: tú eras guay. Toma —sacó varios billetes entre los que menudeaban los de 20 y 50.
A primera vista desde luego que era más de lo que ganaba yo en un día. Pese a ello el haz apenas había menguado.
—…
—¿Quieres un poco de costo? Date un homenaje a mi salud.
—…
—Joer, profe… Tú te lo pierdes: te lo iba a regalar. ¡Putos profesores! —repitió mientras se iba.
Sus palabras aún me retumban. Sus compañeros deben de verlo como la imagen del triunfo. Sé que es carne de talego cuando no de aparecer en un callejón con dos tiros en la cabeza, pero a día de hoy es un modelo para muchos.
Con el reconcomio del zagal aún en mi testera leo que una tal Belén Esteban va a presentar un programa en la RTVE, la pública, la pagada con los impuestos de todos. Que yo sepa se hizo famosa por haber sido la barragana de un torero al que los espectadores le tiraban bragas en las corridas. Fue escalando posiciones hasta conseguir vivir del cuento y ser hasta considerada la princesa del pueblo. Manda bemoles. Tanto ella como mi querubín son para bastantes espejo en el que mirarse.
Por mi tutela han pasado 35 promociones de estudiantes, unas 3000 almas. A todas intenté insuflar el sentido de la responsabilidad, del esfuerzo continuado, del sacrificio para obtener un resultado que no era inmediato. A todos prometí un futuro mejor como premio a su tesón. Era crucial no desfallecer: al igual que el hortelano no recolecta ipso facto los frutos que ha sembrado, sino que ha de regarlos, abonarlos y encauzarlos con mimo sin desfallecer, así ellos debían regar y abonar su intelecto para cosechar el fruto de su esfuerzo y contribuir a tener una España mejor. Les mentí como un bellaco.
La Esteban, mi antiguo pupilo o los quinquis de abajo demuestran que se puede triunfar sin hacer caso a las monsergas que sus docentes les echaban cansinamente en sus tiempos escolares. Que en una noche pueden ganar mucho más que esos pelmazos en un mes. Putos profesores…
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