Anquises, de estirpe regia, pastoreaba sus rebaños en el escabroso Ida, el monte que cobija Troya. Mientras dormitaba en su cueva, sumido en la más absoluta oscuridad, sintió una presencia femenina. Hicieron el amor como si no hubiera mañana. No pudo ni entrever las facciones de su amante. Ésta se levantó antes de que las primeras luces rompieran con su luz azafranada el alba. Lo conminó a no seguirla. No pudo resistir la tentación. A la luminiscencia de las estrellas descubrió que era Venus, la más bella entre las diosas. De golpe perdió la vista y la virilidad: por muchos años que viviera jamás volvería a ver ni a yacer con hembra semejante.
Eneas cargó a su padre sobre sus espaldas y agarró a su hijo de la mano. Su esposa los seguía. En la confusión de la huida ella se perdió. Tras asegurarse de que su progenitor y su vástago estaban a salvo en las naves, volvió a buscarla. Sólo pudo encontrar su espíritu, que le anunció que estaba muerta y lo animó a salvarse él y su estirpe: eran la última esperanza de Troya. Anquises portaba a su vez los penates, los dioses patrios, que quería honrar en la nueva nación que los dioses les depararan, en la que una nueva Troya recobraría la luz.
Virgilio canta la escena en el Libro II de la Eneida:
“Pronto, querido padre”, le dije, “súbete sobre mi cuello, yo te llevaré en mis hombros, y esta carga no me será pesada; suceda lo que suceda, común será el peligro, común la salvación para ambos. … Tú, padre mío, lleva en tus manos los objetos sagrados y nuestros patrios penates; a mí, que salgo de tan recias lides y de tan recientes matanzas, no me es lícito tocarlos hasta purificarme en las corrientes aguas de un río…”.
Dicho esto, me cubro los anchos hombros y el cuello con la piel de un rojo león, y me bajo para cargar con mi padre; el pequeño Iulo ase mi diestra y sigue a su padre con desiguales pasos; detrás viene mi esposa. Así cruzamos las obscuras calles, y a mí, que poco antes arrostraba impávido los dardos de los Griegos y sus apiñadas huestes, me espanta ahora el menor soplo de viento; cualquier ruido me hace estremecer; apenas acierto a respirar, temblando igualmente por los que van conmigo y por la carga que llevo sobre mis hombros.
No deja de conmoverme esta escena de piedad filial. Bebo los versos del poeta cuando la nostalgia por mi padre muerto me atenaza. Virgilio acudió a Roma desde su Galia Cisalpina natal pasada la adolescencia. Su familia le había costeado estudios en Cremona, Milán y Nápoles con los mejores maestros. Albergaba el deseo de que su vástago se abriera camino en el foro mediante su elocuencia y que se convirtiera en un orador famoso que pudiera aspirar al Senado. Mas el joven era tímido y retraído: no estaba llamado para los fastos públicos. Una noche en la que buscaba refugio a la soledad en una taberna escuchó a una panda de melenudos competir entre sí recitando poemas de creación propia: eran los neoteroi o poetae novi, que, a la sombra de Catulo, revolucionarían el mundo literario romano. Quedó contagiado del veneno de la poesía. A ella dedicó su vida. Gracias a la protección de Mecenas, ministro de Augusto, regaló a la humanidad las Bucólicas, las Geórgicas y, sobre todo, la Eneida.
Aun habiendo besado la gloria y haberse relacionado con lo más granado del poder, puede que albergara remordimientos por haber decepcionado a su padre. Es por ello por lo que quizás pinta a su héroe Eneas como el más devoto de los hijos, cuajado de fervor y respeto por su anciano progenitor. Cuando éste muere en Erice, Sicilia, lo llora con aflicción. Tanto lo añora que, al llegar a costas itálicas, decide emprender la peligrosa aventura de descender en vida al Averno, morada de los muertos, para volverlo a ver: es Anquises quien en los Campos Elíseos lo hace enorgullecerse de los descendientes que brotarán de su simiente, entre los que está el mismísimo Augusto, hijo adoptivo de Julio César.
San Pablo, en sus cartas a Timoteo, reconoce la influencia que su madre, Eunice, y su abuela Loida tuvieron en que él se convirtiera en un buen cristiano, y lo anima a ser digno de ellas. A tal punto que le advierte: No reprendas con dureza al anciano, sino aconséjalo como si fuera tu padre. Pero si una viuda tiene hijos o nietos, que éstos aprendan primero a cumplir sus obligaciones con su propia familia y correspondan así a sus padres y abuelos, porque eso agrada a Dios.
El Levítico amonesta: Ponte de pie en presencia de los mayores. Respeta a los ancianos.
En su Carta a los Efesios el de Tarso pontifica: Hijos, obedezcan en el Señor a sus padres, porque esto es justo. «Honra a tu padre y a tu madre —que es el primer mandamiento con promesa— para que te vaya bien y disfrutes de una larga vida en la tierra».
En lo más crudo de la pandemia del covid, cuando todo lo que habíamos construido se derrumbaba como azucarillos diluidos en té hirviente, algunos gobernantes decretaron que los ancianos contagiados que estaban ingresados en residencias geriátricas no fueran enviados a hospitales públicos para intentar salvarles la vida. Los dejaron morir en el más inmundo desamparo, ahogados por sus mucosidades, empuercados por sus propios vómitos y deyecciones. Sin una pizca de dignidad ni humanidad. En esta abominable decisión descolló una sátrapa, al frente de una de las más importantes satrapías que, cuales sanguijuelas, parasitan este cainita trozo de tierra que llaman España. Sobre su conciencia y las de su equipo deberían cargar más de siete mil muertes. Lejos de arrepentirse y purgar sus culpas, años después del geronticidio decía que para qué mandarlos al hospital: se iban a morir igual. Ingenuo como soy, pensé que esa inhumana decisión iba a suponer el fin de su carrera política. ¡Cuán necio era!: la reeligieron por mayoría absoluta, con los votos de muchos a los que habría dejado morir si estuvieran enfermos en un geriátrico. Sólo nos queda rogar para que no le permitan salir de su satrapía y no tenga nunca jamás responsabilidades sobre el resto del país. Es para echarse a temblar, sobre todo si pintas canas. Que sus súbditos la sufran. Uno es esclavo de lo que vota y de lo que calla cuando los votados cometen infamias.
Lo curioso es que dicha sátrapa milita en un partido que decía tener entre sus valores los del humanismo cristiano. Se ve que las palabras de San Pedro —así mismo, jóvenes, sométanse a los ancianos. Revístanse todos de humildad en su trato mutuo, porque Dios se opone a los orgullosos, pero da gracia a los humildes— son agua de borrajas para la nueva derecha neocon, más cercana al anarcocapitalismo, del cual el tal Milei es el paradigma.
A causa de la demolición de la Educación y la Cultura emprendida tanto por el PSOE como por el PP con sus nefastas políticas educativas, el Humanismo ha sido arrinconado hasta su extinción, con él, Virgilio y la Biblia, con los valores que ellos y los que antaño llamábamos Clásicos atesoraban.
En el estercolero en el que han dejado que se conviertan las redes sociales algunos que se las dan de “fluencers, tontotubers, tagrammers o pijosdiolers” rebuznan su odio a los viejos. Los culpan del sueldo de porquería que pagan la mayoría de las empresas, del atraco a mano armada que les cobran en los alquileres o compras de pisos, de los disparatados horarios laborales, que hacen imposible cualquier conciliación de la vida familiar. Muchos de estos “creadores de contenidos” (manda carallo con el concepto) se confiesan adeptos al anarcocapitalismo. Tienen los redaños de pedirles a los pensionistas que renuncien a parte de su pensión para que los jóvenes ganen más. Otros los llaman chupópteros. Si les dejaran, los privarían de sus pagas o directamente los gasearían para que no fueran una carga. A más de uno les he leído referirse a estos mayores como “putos viejos”, entre el aplauso y regocijo canalla de sus seguidores. Bastantes de estos mierdencers están empadronados en Andorra a fin de no tener que tributar en España, aunque la nación de la que ahora reniegan les pagó religiosamente su educación y no me cabe duda de que acudirán a su sanidad pública (a la que no quieren sostener) cuando les vengan mal dadas.
Los que se suman a esta moda neoliberal de vituperar a los ancianos olvidan que fueron las pagas de los abuelos los que mantuvieron al país durante el confinamiento, que miles de familias subsistieron gracias a ellos. Que son quienes hoy se sacrifican para llevar a los nietos a colegios o guarderías, recogerlos y hacerse cargo de ellos. Que son quienes llenan las despensas de sus vástagos de tarteras con comidas caseras. Que son un pilar de la sociedad, pero se les quiere silenciar y arrumbar en geriátricos cuando comiencen a no valerse por sí mismos.
Muchos de estos tontolabers con miríadas de seguidores (de tan pocas luces como sus ídolos) callan que, si disfrutaron de un erasmus (aunque, por lo que cuentan, más bien habría que llamarlo «orgasmus») y estuvieron un tiempo rascándose la sementera en tierra extranjera, fue porque sus becas las pagaron esos viejos a los que ahora llaman putos.
Lo he denunciado varias veces: esta sociedad autocomplaciente, embobada, materialista y abotargada ha consentido que una infame horda de politicastros y pseudopedagogos arrase con la cultura del esfuerzo y con las Humanidades, por no ser de una utilidad inmediata y tangible al instante. Homero nos inmortaliza en sus dos epopeyas a Néstor, rey de Pilos: nos lo presenta como un anciano venerable al que todos respetan por la sensatez de sus consejos. Odiseo, por su parte, siente devoción por su viejo padre, Laertes. La Biblia está llena de referencias a mayores que son modelo de vida por su sabiduría y buen discernimiento.
Desde hace lustros hemos consentido que se prive a las nuevas generaciones de estos referentes. Ignoran quiénes son Homero y Virgilio. Se la trae floja. Sin más. De ahí a considerar a los pensionistas unos parásitos y llamarlos putos viejos hay un mísero paso.
Busco consuelo al resquemor que me causa esta infamia leyendo a Cicerón. Su De senectute escrita cuando contaba con 62 años, muy poco antes de ser decapitado por orden de Marco Antonio, es un canto de amor a la ancianidad. Está escrito en forma de diálogo entre Catón el Censor, con 84 rutilantes inviernos, y los jóvenes Escipión Emiliano, destructor de Cartago y Numancia, y su amigo Lelio. Es un hermoso manual sobre el arte del buen envejecer. Mi amigo Pedro Olalla tiene una obrilla, De senectute politica: Carta sin respuesta a Cicerón, que es una delicia de lectura, plena de gerontofilia, sensatez y lirismo. Nos cuenta un pasaje de Cicerón en el que su Catón narraba que a Sófocles, pilar indiscutible del teatro, sus hijos quisieron inhabilitarlo ante un tribunal con 93 años. Se defendió ante los jueces leyendo la última tragedia que había escrito, Edipo en Colono (donde, por cierto, los vástagos de Edipo no salen muy bien parados). ¿Pensaban ellos que un viejo chocho podría haber escrito esos versos inmortales? Fue absuelto.
Semejante odio a los ancianos vengo percibiendo también a los funcionarios. Éstos también causan pústulas a las hordas neoliberales y a sus voceros anarcocapitalistas. Se ve que algunos funcionarios (sobre todo los que trabajan para el Fisco) no les dejan hacer sus chanchullos con total impunidad. En esta misma mole penitenciaria que es Zenda, algún compañero de prisión aprovecha cualquier artículo para vaciar su bilis sobre el mundo funcionarial. Ignoro si es por envidia al no haber sido capaz de culminar los estudios que te habilitan para presentarte a una oposición y no haber tenido los redaños suficientes para sacarla en justa lid, sin necesidad de ser hijo de o afiliado a. A veces la mediocridad es tan hiriente que te hace verter la atrabilis contra cualquier chivo expiatorio con tal de no reconocer que eres un mindundi. Deporte nacional el convertir a los funcionarios en semilleros de los males que aquejan a la nación. A los cuales ahora quieren unir a los pensionistas.
Cuando el alzheimer incapacitó a mi Maestro, viudo ya, y lo convirtió en totalmente dependiente, sus hijos no tuvieron otra que ingresarlo en un geriátrico, en el que estuviera mejor atendido. Subía a verlo con cierta frecuencia. Le llevaba una botella de vino que compraba en la taberna de La Machacanta: era un jumillano recio curado en toneles centenarios, por el que mi mentor sentía pasión. Con un chato de vino, servido en un vaso de tubo corto, y un pastelillo relleno de cabello de ángel era el hombre más feliz del mundo. Alababa las flores y árboles del jardín en el que nos cobijábamos y piropeaba con galanura a cuantas féminas encontrara al paso. Las auxiliares me contaron que algunas ancianas se acicalaban y se ponían sus mejores galas para pasar ante él y recibir sus requiebros, siempre respetuosos: las hacía rejuvenecer.
Una tarde lo encontré más serio de lo normal. Al tercer chato al fin sacó lo que le preocupaba.
—Me han llamado de arriba.
—¿Del cielo, Maestro?
—No seas tonto, Mínguez. ¿Cómo me va a llamar Dios si aún estoy vivo? Ha sido de más abajo que el cielo, pero de arriba, arriba.
—Ah, ya entiendo… (no tenía ni idea). ¿Qué quieren los de arriba?
—Que vuelva. Mínguez, todo está hecho un desastre. Al frente hay una cueva de ladrones, una panda de golfos. Quieren que vuelva y que me ponga al frente del gobierno.
—¿De cuál?
—Del de España. Se conoce que les ha llegado cómo saqué adelante aquel colegio donde la mayoría eran gitanos y conseguí encauzar a muchos cuando fui director. Por eso quieren nombrarme presidente ahora. No me puedo negar. Lo malo es que tendrás que volver a tratarme de usted. No puedo tener favoritismos con nadie.
—Y ¿me va nombrar a mí ministro, Maestro?
—Quia: eres muy rojo. Te conozco como si te hubiera parido y sé que eres honesto y trabajador. Algún cargo menor te daré: secretario, director general de algo… Pero, eso sí, todas las tardes tendrás que presentarte ante mí y rendir cuentas. Y con el don siempre delante de mi nombre, como en la aldea.
Poco después llegó el confinamiento. En su residencia entró el covid. Mi Maestro fue de los primeros en pillarlo. Fueron días angustiosos: prohibieron las visitas y racionaban la información. Podíamos verlo a través de vídeo llamadas con el móvil, pero él no comprendía el aparato y sus respuestas eran deslavazadas. Murieron más de 30 de sus compañeros. Milagrosamente, él salió sin ninguna secuela. Pudimos seguir compartiendo botellas y chanzas en homenaje a la vida hasta 24 horas antes de que un infarto pudiera vencer por fin su corazón octogenario.
No volvimos a hablar de la propuesta para ser presidente que su mente enferma le había planteado, pero estoy seguro de que España habría tenido en él el mejor de los dirigentes: siempre fue un hombre íntegro, apóstol de la justicia y de la honestidad, comprometido con su trabajo hasta el extremo de ir a trabajar con una gripe de caballo tras tomarse dos aspirinas y un vaso de café con leche y un buen chorro de coñac para aguantar las clases. Sus consejos, incluso cuando el alzheimer obnubilaba su entendimiento, siempre me fueron de ayuda.
Ojalá nuestro destino estuviera en manos de estos putos viejos en vez de en las de esos mierdencers que arrasan en redes sociales.
una belleza de articulo, como siempre
Un gusto leerlo! Saludos cordiales debes Buenos Aires!
Sr Mínguez, me gustaría comentar su artículo, dar mi versión y esas cosas que se hacen, pero es imposible apuntar ninguna idea porque es perfecto.
Ha contemplado los problemas de la vejez desde los diferentes puntos de vista que pueden aquejar a los viejos(entre los cuales me encuentro), y solo puedo decir D. Arístides (me gusta su nombre, imprime carácter al poseedor) que estoy de acuerdo en todo con usted.
Lo que no entienden esos jóvenes y maduros individuos e individuas, es que si desean tener larga vida, tendrán que pasar obligatoriamente por la etapa de la vejez.
Entonces quizás se arrepientan de no habernos tratado como debieran y pedirán que se les reconozca su capacidad para enamorarse e ilusionarse como los chicos de 20 años; tal como sucede ahora.
Enhorabuena por su artículo y gracias por la parte que me toca.
Julia Esther Camba Dapena.
Gracias, Arístides. Como viejo. Como funcionario. Como persona.
Un abrazo.
El responsable de la residencia de ancianos se llamaba Pablo Iglesias y el máximo responsable Sanchez.
La ministra de defensa, Margarita Robles, hizo entrar al ejército en la residencias de anciano y ordenó que no trasladarán a los ancianos a los hospitales.
Así que debería usted pedir perdón por la barbaridad que ha escrito
Efectivamente en esto ha errado Don Aristóteles. Le pudo su enfermedad ideológica