José Isbert, en El verdugo, de Luis García Berlanga.
No sé por qué se siente uno tan contento cuando cree que regresa “a la normalidad”, si es justo de ahí que lleva media vida escapando. Se da por hecho que la ausencia de noticias es de por sí una buena noticia, pero una vida plana no deberían quererla ni los muertos. ¿Para qué iba a servir la ausencia de problemas, sino para buscarse los que a uno más le gusten?
Suena bien esto último, no quisiera borrarlo, aunque la verdad es que suelen ser ellos los que vienen por uno. Ahora mismo fanfarroneaba sobre la reconquista de la vida normal cuando se apareció delante mío un fantasmón de un cuarto de millar de páginas.
–O sea que te parece muy normal dejarme en el olvido a lo largo de cuatrocientos nueve días y aparecer de vuelta sólo para negarme –canturrea furiosa la novela en proceso, recién salida de su catacumba. No debería decirlo, pero está hecha una ruina. ¿Qué le costaba darse un regaderazo?
–“Normal” quiere decir tranquilo, sin estrés –me justifico, no muy convencido porque en cierta medida hablo con una extraña.
No suelo respetar a los autores que permiten a sus manuscritos increparles en horas de oficina, de manera que haremos una práctica elipsis hasta el instante en que la novela en proceso me manda a la mierda y empieza a pretender que no me conoce. Y yo, que le conozco hasta el último diéresis, no me atrevo a arrimármele porque temo que le he perdido la confianza. ¿Qué espera que le diga, “qué bien te ves”, “cómo te he extrañado”, “estás igualita”? ¡Pero si no he tenido más que leer dos párrafos al azar y mi única duda es si debo empezar con bisturí o serrucho! ¿Cómo iría a plantarme buena cara, si ya sabe que vengo a mutilarla?
"»¿No"Se entiende que en algunas encomiendas cuente más ser preciso que piadoso. No puedes titubear en el curso de un descuartizamiento. Vuelvo al texto maltrecho con los ímpetus de ese lector maldito al que nada parece satifacerle. Es una mezcla de policía malo e inspector de control de calidad; nada de cuanto yo haga, diga y menos aún escriba le quitará los ascos en el gesto. Cuando por fin aprueba mi trabajo, lo hace alzando los hombros y viendo hacia otra parte. “Allá tú, si publicas ese estiércol”, parecería decir, y yo me hago ilusiones asumiendo que al menos lo habrá encontrado fértil.
Quienes ejercen sus derechos ciudadanos suelen ir a votar cada dos, tres, cuatro años. El público lector debe elegir a cada nueva página si continúa leyendo. Lo harán tácitamente, si el libro les atrapa, o de muy mala gana en el caso contrario. O no lo harán y ya, a otra cosa. De modo que si sientes pena por la condenada, tendrías que meterte en el cuero del verdugo: un pequeño tropiezo e irás a dar al lado equivocado del patíbulo. ¿Te imaginas siquiera, sagaz Cuarentenario, la hilera de problemas que cabe en una historia apolillada y trunca? ¿Qué tendré que amputarle o retorcerle para salvarla de la normalidad, en el año anormal por excelencia? ¿Ya me entiendes ahora? Me urge tratarla mal. Darla por cuchipanda, trunca, comatosa, inútil. Tocar fondo a su lado, y llegado el momento rescatarnos. ¿No es esto lo normal en una cuarentena, eludir el naufragio nuestro cada día? ¿Y cómo iba a lograrlo, sin toda esta montaña de problemas a modo?
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