Soy de uno esos pájaros que se despiertan a la misma hora todos los días de la semana. Diría que lo heredé de mi padre, sólo que él abre el ojo con el alba —ya sea lunes, jueves o domingo— y yo lo hago tres horas más tarde. “Aunque quiera dormir un rato más, la cama me bota”, se ha explicado en variadas ocasiones, sin a su vez conseguir explicarse como a mí, que soy su hijo, no me pasa lo mismo. Cuestión de cronotipos, tal parece. Mi padre, que es alondra, engendró una lechuza.
No siempre disfruté del privilegio de vivir en armonía con mi cronotipo. Igual que virtualmente todo el mundo, crecí bajo la bota de las alondras. Yo era aquel niño torpe y atolondrado al que podías ubicar sin volver la cabeza, por la pura frecuencia de sus bostezos. Las lechuzas crecemos desvelándonos y desmañanándonos entre lunes y viernes, de manera que el sábado invernamos hasta cerca del mediodía. Sabemos que este mundo de alondras industriosas se ha empeñado en hormarnos a su modo, y como no queremos que nos tachen de gandules y crápulas —para lo cual tenemos, hay que reconocerlo, ciertas capacidades— les hacemos creer que lo han logrado. Llega el fin de semana, sin embargo, y la deuda de sueño es ya tan abultada que para despertarnos hay que valerse de un desfibrilador.
Las horas que uno duerme de más en el fin de semana son la expresión numérica de lo que, no sin cierto esnobismo, llaman hoy día jetlag social. Contratas a una alondra y al cabo de unos días vas enterándote de que es lechuza. Imaginemos ahora los esfuerzos sobreavícolas que debe realizar un pobre tecolote para ejercer de pájaro madrugador. Tal parece que en el jetlag de marras los relojes orgánicos marcan horas distintas que el reloj social, de modo que uno vive desfasado y en conflicto con su naturaleza. Yo y yo contra el mundo.
Entiendo la manía uniformadora de los representantes del otro cronotipo. Yo también he intentado hacer aves nocturnas de las alondras y acabo siempre por velar su sueño. ¿Ya adivinas, caro Cuarentenario, en qué parvada vuela mi correclusa? Pues tal cual, soy lechuza y vivo con una alondra. A menudo despierto a la hora en que ella hace chirriar con extraño entusiasmo los goznes de su máquina elíptica, y aún me toma un rato resignarme a volver del coma emocional. Catorce horas más tarde, es ella quien batalla por arrancarse el plomo de los párpados, mientras yo con trabajos querré apagar la luz en un buen rato, y en un descuido pasará como ahora, que me han dado las cuatro de la mañana y no temo más que al amanecer.
La vida en compañía suele regenerar a las lechuzas, mas no por ello nos convierte en alondras. Eres lo que eres, digas lo que digas. Y hoy que el jetlag social es pan de cada día para quienes resienten el resquebrajamiento de sus rutinas, encuentro que prefiero desvelarme por gusto a que venga el insomnio a imponerme su ley. Cuestión de elemental soberanía. Soy pájaro nocturno y este es mi territorio, no faltaba más.
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