En esta última entrega de la serie sobre escribir bien que llevo varios meses publicando en Zenda —entrega final que significa cualquier cosa menos que no haya mucho aún que decir sobre el particular; simplemente, yo no me veo capaz de presentar más certezas—, quería hacer un listado o apunte sobre los curiosos enemigos con que cuenta la buena escritura, por llamarlos de alguna manera. En realidad, no hay nada que te impida escribir bien —aparte de que, como dijo con perdonable soberbia Caballero Bonald, llegue un momento de pelea con la lengua en la que te resulta imposible “no escribir bien”, esto es, no ponerle todo el empeño y toda la exigencia, para luego juzgarte sin miramientos—. Pero sí hay algo que, de pronto, encuentra uno enfrente, pétreo y firme en su oposición o sabotaje, y que te hace considerar la inutilidad de tus esfuerzos, de tus metáforas, de tus exploraciones. Es la incomprensión.
Pensando en cómo cerrar esta serie, esto es, en este mismo artículo, llegué vía Amazon —cuyo servicio de vista previa utilizo mucho— a una novela con visos comerciales. Les ahorro citas extraídas de la misma. Sólo diré que, tras leer las tres o cuatro páginas que ofrece esa “vista previa” concluí que no había entendido nada. Realmente no entendí ni el quién ni el dónde ni el qué de esta novela publicada en un sello de primer orden y destinada a ser leída, seguramente, por decenas de miles de personas.
Como en tantos otros libros de los que se consideran best sellers, el texto de esta novela iba a bulto, caía como una manta sobre lo que pretendía nombrar, ese quién, dónde, ese qué, y el lector entiende al cabo lo que se le cuenta porque asoma un pie por ese extremo y aquello de ahí parece una cabeza. “Ah”, entendemos, gracias a la impronta del cliché; pero no vemos nada.
El caso es que lee uno todo el tiempo, en libros, artículos y tuits, malas palabras, frases sin sentido, textos enteros donde la palabra se tropieza, y que esos textos, en fin, constituyen la oficialidad de la palabra escrita. No son redacciones suspensas en el instituto, tuits de futbolistas o manuscritos rechazados. No. La mala escritura circula plenamente satisfecha de sí misma, validada por los lectores, sin penalización o afeamiento alguno, por los canales más acreditados para la difusión del texto profesional. Visto así, ¿qué sentido tiene preocuparse de escribir bien?
A esto habría que añadir el desprecio que se deriva de leer también todo el tiempo frases con faltas de ortografía, sin interrogante de apertura, sin comas que acoten vocativos, sin tildes, y obviamente muchas veces sin el menor gusto por las palabras, que comparecen ahí, en ese tuit de un político electo, en esa carta pública del partido que sea, como pedradas de comunicación. De hecho, si atendemos a las aptitudes alfabéticas —si me permiten la aliteración gratuita— de cantantes de OT, futbolistas, presentadores de televisión o actores (es decir, de aquellos que representan el triunfo social para la mayoría de la población), el hecho de no saber decir, de ignorar normas básicas (EGB) o de meter la pata tuit a tuit, no conlleva asombro alguno, y así queda claro que escribir bien (incluso, escribir con una mínima corrección) no tiene ningún valor en nuestra sociedad (cosa que comprendí hace años cuando una red de blogs muy afamada ofreció a sus colaboradores 1 euro por post; 1 euro por saber escribir un texto de 500 palabras).
Otro desánimo para este empeño nuestro de preservar la belleza en la escritura procede de la crítica literaria. Leer reseñas es leer resúmenes y “me gustas” o “no me gustas”. Así, es verdaderamente difícil encontrar una reseña donde el crítico se detenga apenas durante cuatro frases a comentar cómo está escrito aquello que ha leído. Parece que no importa. Que es lo mismo una historia de amor contada a la manera de Megan Maxwell que a la manera de Jenny Offill. ¿Frase larga o corta, adjetivaciones, diálogos, tono, vocabulario, recursos retóricos? Da igual. Va de amor y me gusta. Va de la Guerra Civil y me gusta. Pero las novelas no van de algo salvo en la sinopsis que figura en la cuarta de cubierta. Las novelas son una forma de nombrar. ¿Cuál es la forma de nombrar de Megan Maxwell? ¿Cuál, la de Jenny Offill? Ni siquiera esto es objeto de atención por parte de la crítica —atentos— literaria.
Por otro lado, soy incapaz de entender por qué lo que está mal escrito tiene más éxito que lo que está bien escrito. Los vinos malos se beben más que los buenos porque son más baratos, pero las novelas cuestan todas lo mismo. Quizá el argumento es la graduación de la novela, su componente alcohólico. La mayoría bebe para emborracharse y lo mismo le da un vino de 3 euros que uno de 300. Entonces es posible que la novela mal escrita —no digo la novela comercial, digo realmente la novela mal escrita— suba más, entre mejor, su sintaxis descuidada confunda más placenteramente las neuronas, y ni siquiera se lea, esta novela, sino que sólo se trague.
Finalmente, siempre me han llamado la atención ciertos postulados políticos que, destinados a la literatura, acaban concluyendo que lo que está bien escrito es, encima, burgués. O sea, que uno puede pasarse horas puliendo un texto, y dejándolo reluciente y bello y claro para, a fin de cuentas, ser de derechas, pro-sistema, conservador y capitalista. Esta idea da para muchas reflexiones. Dejo aquí apenas tres o cuatro.
Primero, cabe preguntarse cómo puede ser burgués un texto que, desde su concepción, está destinado a una minoría (pongamos, mil personas). Sería más bien un texto aristocrático. También es notable que la novela que sostiene la industria editorial capitalista no sea la que está bien escrita, es decir, la que valida el discurso dominante según estos dictados, sino la que está mal escrita. ¿Qué ideología o doctrina política hay detrás de la mala escritura, si acaso hay alguna y si acaso es siempre la misma en todos los casos?
A esto habría que añadir el evidente clasismo que se desprende de considerar que el pueblo, la masa, el hijo del obrero o la hija del taxista no podrán nunca disfrutar de una metáfora o de una frase de más de quince palabras, o que esa metáfora o esa frase están escritas en su contra. Si tomáramos veinte o treinta extractos de otros tantos autores, y preguntáramos cuáles de ellos son burgueses y cuáles no, cuáles integran el —así llamado— discurso dominante y cuáles, vaya, quieren dinamitar este discurso, dudo mucho que los mismos que consideran burguesa la novela de determinado autor acertaran a considerar burgués un extracto anónimo de esa misma novela. Desvinculados de sus autores, esto es, de la ideología declarada o vislumbrada que todo autor conocido ha dejado aparejada a su nombre, sería simplemente imposible verle a esos textos —seleccionados con suficiente intención, claro— adscripción política alguna. Tratar como idiolectos los estilos literarios inaugura casi una frenología cultural: vaya, este tipo escribe como si viviera en un chalet en Pozuelo.
Sin embargo, se puede escribir como Chateaubriand sin ser Caballero de la Orden del Santo Sepulcro y se puede escribir como Bukowski sin ser un borracho. Pero este menosprecio político por el trabajo de escritura —que llevaría a no poder distinguir lo que está mal escrito de lo que, estando mal escrito, se salva porque, ojo ahí, es revolucionario— viene a sumarse al desdén generalizado por la escritura correcta, buena o excelente, pericia que ni en los lugares donde sería propio exigirla encuentra defensa o espacio siquiera, pues, como bien dice Antonio Orejudo, el escritor es hoy una suerte de filatélico, y ya nadie manda cartas.
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