Inicio > Blogs > Ruritania > Qué izquierda más cristiana

Qué izquierda más cristiana

Qué izquierda más cristiana

Posiblemente, quien mejor “comparó” a nuestros curas woke de hoy con los primeros cristianos y más allá (con los originarios judíos), fue Friedrich Nietzsche en su Genealogía de la moral, en El anticristo o en El ocaso de los ídolos o cómo se filosofa a martillazos. Y claro, no es que los comparase, sino que, describiendo a los cristianos desde su siglo, el XIX, retrató a su progenie woke del siglo XXI, todo ello sin tan siquiera haberla conocido.

Para Nietzsche, el “origen” del problema es la “transvaloración” que realizan los judíos cuando deciden que los buenos no son los nobles, sino los esclavos. Antes, tal como cuenta, la aristocracia griega había acuñado el término “noble”, que significa etimológicamente “alguien que es, que tiene realidad, que es verdadero”. Y este verdadero hombre, el noble, para ellos es lo contrario que el hombre vulgar, el hombre nefasto. La transvaloración de la que habla Nietzsche consistió en valorar a los hombres menos cabales, en atribuir la mayor virtud a quienes carecen de nobleza.

Desde entonces esta transvaloración se encuentra entre nosotros. Moralmente no hay diferencia entre los judíos anteriores a Jesús y los progresistas de hoy (y los más conservadores de hoy tampoco lo verían muy distinto, más allá de que guarden aún algún respeto a las instituciones y a quienes tienen éxito). Desde entonces hasta ahora, la moral del ser humano es una continua disputa entre los que quieren valorar a los que atesoran nobleza y los que quieren valorar a los que no. Ahora, acusadamente, el valor se encuentra en las víctimas, tal como ha mostrado Daniele Giglioli. Pero esto no significa que, de pronto, no valoremos a algún excelente, a un triunfador, incluso a algún privilegiado, solo que ahora, a menudo han de pasarse por víctimas de algún tipo. Si bien ha surgido también la opción opuesta: esa en la que el héroe debe ser todo lo contrario que una víctima. Es el caso del trumpismo. Sus líderes son preferentemente aquellos que han demostrado salir indemnes, por ejemplo, de una acusación de violación. Haberse mostrado como victimarios no solo no les pasa factura, les confiere credibilidad, tal como estamos viendo. No confundir a estos, sin embargo, con el “noble” griego. Sería un grave error. El trumpista es un victimario sin complejos porque quiere “diferenciarse” de quienes han hecho profesión de su victimismo.

"Toda persona de poder hubo de convertirse en emblema de la cristiandad como condición para su posición de noble"

Soslayando que en los párrafos de Nietzsche que referimos —en Genealogía de la moral— se encuentran también algunas apreciaciones que debieron resultar muy seductoras a los ideólogos del nazismo, lo que nos ocupa aquí es que, en efecto, hay una continuidad moral entre judíos, cristianos y el progresismo occidental actual. “¡Los miserables son los buenos, los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza!”, protesta Nietzsche. “¡En cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad, los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!”.

Con estos mimbres morales, revísese la historia de los últimos dos mil años y nótese, en el caso de la política, la disputa de quienes fueron reyes —y pertenecieron precisamente a la denominada nobleza—, para hacer valer su prevalencia al tiempo que regían a unos súbditos seguidores de la palabra de Jesús: toda persona de poder hubo de convertirse en emblema de la cristiandad como condición para su posición de noble y regente de esa misma moral en la que los de abajo eran los buenos y los de arriba los malos. Esa disputa lo ha dominado todo y también lo domina todo hoy. Ahora mismo se ataca a la meritocracia, por ejemplo, se detestan las jerarquías y se reducen las problemáticas más complejas a carencias igualitarias y a fuerzas verticales. No es distinto que hace siglos: del mismo modo que el rey, el obispo que quiso que el papa fuera respetado debió batallar con una iglesia compuesta por fieles que percibían el desfase entre la palabra de Jesús y sus excelencias.

Hannah Arendt, en La condición humana, se refiere también a la transvaloración que sanciona Nietzsche: “La distinción entre hombre y animal se observa en la propia especie humana: solo los mejores (aristoi), quienes constantemente se demuestran ser los mejores (…) y ‘prefieren la fama inmortal a las cosas mortales’, son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales. Esta era la opinión de Heráclito, opinión cuyo equivalente difícilmente se encuentra en cualquier otro filósofo después de Sócrates”.

"En la actualidad, con mucha frecuencia, se trasluce el cuestionamiento que sobrevuela casi todo nuestro pensamiento político: ¿los buenos son los de abajo, o los buenos son los de arriba?"

La revolución francesa, el marxismo y la revolución rusa son —se producen— no desde otro sitio que la puesta de manifiesto de la disputa generada por dicha transvaloración. Y, en nuestro tiempo, lo es la rivalidad política entre izquierda y derecha, derecha e izquierda. Se diría que siempre existen “nobles” y estos obtienen algún tipo de consideración, prevalencia o poder, pero también que continuamente las sociedades igualan a sus miembros, aunque lo hacen al mismo tiempo que otros consiguen desigualarse.

En la actualidad, con mucha frecuencia, se trasluce el cuestionamiento  que sobrevuela casi todo nuestro pensamiento político: ¿los buenos son los de abajo, o los buenos son los de arriba? Ya sabemos que enseguida se demoniza al que piensa que los de arriba, por fascista, decimos. Pero, además, fácilmente esta pregunta se desliza y da en: ¿los buenos son los mejores, o los buenos son los peores?, y acaso nos veamos tentados de celebrar a los peores porque, bueno, pobres, “también ellos tienen derecho, ¿no?” Pero es que fácilmente también alcanzamos a preguntarnos, ¿los buenos son las víctimas, o los buenos son los verdugos?, y aquí parece que nos estemos haciendo un traspiés, luego veremos por qué. En democracia: ¿los buenos son las mayorías, o los buenos son las minorías?, claramente hemos decidido que las minorías. Sin embargo, no tiene nada que ver cuando hablamos de “los de abajo y los de arriba”, cuando pensamos en “víctimas y verdugos”, cuando lo hacemos acerca de “mejores y peores”, o cuando hablamos acerca de “mayorías y minorías”. Este ejemplo de transvaloración consistiría en convertir a los mejores en verdugos y a los peores en víctimas, a los de arriba en verdugos y a los de abajo en víctimas, a las mayorías en verdugos y a las minorías en víctimas; una absurdidad con la que convivimos a diario. No es cierto que los de abajo, las minorías y las víctimas coincidan, ni que lo hagan los de arriba, las mayorías y los verdugos. Pero la moral de la izquierda así lo quiere.

Tal como observa René Girard: “Los poderes de este mundo se dividen visiblemente en dos poderes asimétricos, a un lado las autoridades constituidas y al otro la multitud. Por regla general, las primeras predominan sobre la segunda: en período de crisis, ocurre al revés. (…) Según sean ‘conservadores’ o ‘revolucionarios’ los pensamientos políticos modernos solo critican una única categoría de poderes, bien la multitud, bien los poderes establecidos. Necesitan sistemáticamente apoyarse en el otro. Y esta elección es lo que los determina como ‘conservadores’ o como ‘revolucionarios’”.

En unas ocasiones, estaríamos mayoritariamente de acuerdo con los poderes establecidos, en otras, tenderíamos a la revolución. Siempre habrá individuos afincados en un bando y en el otro. Pero esto no es tan simple como unos y otros suelen pretender. El propio Nietzsche era un revolucionario cuando atacaba al cristianismo, dado que el cristianismo era sin duda uno de los poderes establecidos. Pero al juzgarlo bajo la luz victimista del progresismo actual, su preferencia por los “nobles” y su aversión hacia los estultos lo convierten en el peor de los reaccionarios. No nos queda más remedio que cabalgar esta transvaloración aguzando mucho el ingenio hasta dilucidar —o creer que dilucidamos— lo que es justo. El progresista actual afirma posicionarse “del lado de los débiles, con los sojuzgados, con las víctimas” y, mediante esta afirmación, al mismo tiempo, acusa a los que supuestamente no se posicionan con los débiles: es decir, señala a los conservadores (por su orientación hacia los poderes establecidos), a los neoliberales (por su competitividad para ser los mejores, lo cual generaría víctimas), y, frecuentemente, señala a la jerárquica iglesia católica (a la que se tacha de hipócrita por predicar en favor de los pobres mientras acumula riqueza). Por supuesto, también acusa a los ricos y a los poderosos sospechosos por el hecho de ser poderosos: de estos solemos subestimar su capacidad para hacer el bien y magnificar su propensión a hacer el mal.

"Debido a la transvaloración apuntada por Nietzsche, nuestro izquierdismo se ha hecho, en gran medida, por oposición y en competencia con la curia, la nobleza y la burguesía"

El progresista lo mezcla y combina todo: buenos y malos, abajo y arriba, víctimas y verdugos, mayorías y minorías… A menudo no resulta sencillo identificar a los buenos y a los malos. Es posible que nos den gato por liebre y también es probable que nos confundamos o que permanezcamos confundidos cuando aplicamos a la realidad esquiva estos preceptos morales un tanto arbitrarios y dislocados. Parece todo muy lógico, sí, y no lo es en absoluto. Si un hombre negro (minoría, víctima) entra ante nuestros ojos en competencia moral con una mujer blanca (mujer, históricamente sojuzgada, víctima), de pronto se produce un cortocircuito (¡víctima contra víctima!). ¿Quién es el bueno?, ¿quién es el malo?, nos preguntamos. La gente trata de decidirlo preguntándose, por ejemplo, por sus ingresos (si el millonario es él o ella), su posición laboral (si uno es el jefe del otro), o su ideología (si uno de ellos es de izquierdas y el otro de derechas, es decir, si uno de ellos pertenece a nuestro grupo). Y así todo.

La división es claramente entre quién posee más rasgos propios de la víctima y quién posee más rasgos propios del verdugo según esa moral de la transvaloración que denuncia Nietzsche, aunque cualquier persona con un mínimo de entendimiento de la condición humana sabe que la realidad difícilmente se compadecerá con semejantes prejuicios. Por supuesto, se trata de prejuicios, de la misma especie de prejuicios que destilaron en algún momento los más beatos de los católicos durante el franquismo, sin ir muy lejos: por entonces, para muchos, el cura era un santo y el pobre merecía una tunda, en perfecta contradicción con la moral de su religión. Pero no era así: el cura podía no ser un santo y el trato humano debía dispensarse a todo el mundo, aunque solo fuera por una cuestión de simple educación.

Debido a la transvaloración apuntada por Nietzsche, nuestro izquierdismo se ha hecho, en gran medida, por oposición y en competencia con la curia, la nobleza y la burguesía. Los “débiles” objeto de la acción política de los revolucionarios fueron el pueblo (durante la revolución francesa, un pueblo enfrentado a la nobleza y a la curia) y el proletariado (a partir de la revolución industrial, pues este era el débil respecto de quien poseía los “medios de producción”). Pero con el tiempo esos débiles de clase han pasado a ser 1) el racializado por haber sido sojuzgado mediante la esclavitud y el desprecio y menosprecio posteriores en los Estados Unidos, 2) la mujer, víctima del patriarcado, por su denunciada subordinación histórica al hombre, 3) los animales por dependientes y subalternos del ser humano y desconsiderados por este, y 4) los colectivos minoritarios LGTBIQ+ por haber sido perseguidos en Occidente hasta ayer, y, en muchos lugares del mundo, masacrados hoy mismo.

"Piénsese bien, el wokismo ha obtenido tanto éxito en el cuerpo social que, siendo sus activistas solo unos pocos, obtienen una gran influencia y penetran en las instituciones"

Se trata de una evolución decadente. Pasamos del “pueblo” (la mayoría) a estas identidades (minorías) que, no obstante, constituyen una buena colección de damnificados para toda una nueva, vieja moral. Antes nos ocupaba la defensa de los derechos de una mayoría real, ahora lo que nos ocupa es la supuesta intervención para que minorías más o menos reales, más o menos inventadas, no sean dañadas por la mayoría. En Occidente, los poderes establecidos se encuentran completamente alineados con las víctimas, esto es, con las minorías. De este modo no hay revolución posible. La mayoría, que es la que podría hacer la revolución contra los poderes establecidos, ahora es la victimaria, y así queda inutilizada para cualquier acción política que revolucione el estado actual de las cosas. La mayoría se encuentra demonizada: se le supone sojuzgar a las minorías, estar anclada en el pasado y ser demasiado normal, compuesta por “blancos cisgénero heteropatriarcales”; de hecho, consideramos que “ser normales” es reaccionario. Mejor diferentes, hay que ser minoría. ¿Se progresa por las minorías? ¿Pertenecer a una minoría hace progresar a la sociedad? Los poderes establecidos, que tradicionalmente eran atacados por la mayoría durante las crisis, privilegian por víctimas a las minorías y lo hacen frente a la mayoría. Con esos actores así dispuestos, si acaso cupiera la posibilidad de una revolución, se trataría de la revolución de la mayoría contra los poderes establecidos y las minorías: el trumpismo.

Piénsese bien, el wokismo ha obtenido tanto éxito en el cuerpo social que, siendo sus activistas solo unos pocos, obtienen una gran influencia y penetran en las instituciones. Constituyen un nuevo stablishment. El trumpismo intenta dibujar, por contraposición a esa élite wokista institucionalizada, a la mayoría compuesta, supuestamente, por la gente “normal”. A esto está jugando la extrema derecha en España, a conseguir erigirse en la mayoría revolucionaria contra los poderes establecidos y las minorías. La extrema derecha actual es absolutamente deudora de la elección y predilección de la izquierda por las minorías en vez de por la mayoría: la izquierda ha situado las causas de las minorías por delante de las causas del pueblo y de los trabajadores. Eso es lo que ha hecho viable el trumpismo y la extrema derecha.

Volviendo sobre los pasos de la transvaloración judeo-cristiana, los izquierdistas de mi generación, que directamente despotricaron de la iglesia católica y la desconocieron a conciencia —no sin haber sido bautizados, haber asistido de niños a misa y, posiblemente, haber hecho la primera comunión, como es mi caso—, sin embargo abrazaron un izquierdismo que es absolutamente cristiano. Los wokistas de hoy son hijos, sin saberlo o sin reconocerlo, del Nuevo Testamento. Mateo 5 (Sermón de la montaña), primer sermón de Jesús, por cierto: “—Felices los pobres en espíritu…”. “Felices los que lloran…”. (…) “Felices los que tienen hambre y sed de justicia…”. (…) “Felices los perseguidos por causa de la justicia…”. Aún tratándose de la palabra de Jesús, los anticlericales izquierdistas se han llevado su palabra consigo allí adonde han ido y elaborado sus “nuevas” ideas.

Pero, a pesar de su enorme sintonía —mímesis moral—, entre lo cristiano y lo progresista hay también una divergencia evidente: en el caso de lo cristiano, los felices por pobres y perseguidos e insultados serán salvados por Dios, de ellos es el reino de los cielos; sin embargo, en los tiempos modernos de Occidente, no fiamos nuestra bienaventuranza más allá de nuestra muerte, ahora es en la tierra donde debemos ser “felices”, y somos las personas las que tenemos que hacer causa moral para que los perseguidos sean bienaventurados. A pesar de la hostilidad de los izquierdistas hacia los cristianos, entre lo expresado en el Nuevo Testamento y lo postulado por ellos no hay transvaloración alguna, ya que el valor es el mismo: los infelices, primero. Lo que varía es que, en vez de fiar su felicidad a la mano divina, somos nosotros mismos los que tenemos que tomar cartas en el asunto; debemos estar woke, “despiertos”, un término no demasiado alejado del de “conciencia política”, “estar concienciado”, “ser conciencia”, que ahora no significa otra cosa que estar alerta frente a las tretas que la mayoría utiliza contra las minorías, estas convertidas en víctimas. ¿Cuál es la mayoría de la que hablan? Se trata de una mayoría en la que se incluye a los poderes establecidos conservadores y neoliberales, al sistema económico por jerarquizador y, por supuesto, a la derecha y a la extrema derecha, pero sobre todo se trata de la mayoría que sojuzga a las minorías y, por tanto, ahí entran también muchos progresistas: por ejemplo, el progresista blanco, el progresista varón, el progresista feminista que se enfrenta al movimiento trans, la mujer progresista que discute las políticas de las feministas clásicas… No todo el mundo tiene a su alcance la posibilidad de pertenecer a una minoría.

"¿Acaso no se han rebelado contra lo mismo que se rebelaba Jesús? ¿No se debía esa hostilidad revolucionaria a que la iglesia católica se había convertido en un poder opresivo?"

El wokismo, visto así, como la necesidad de estar “despiertos” porque de nosotros depende la salvación de las víctimas, viene a ser una suerte de “cuando yo tomo el lugar de Dios”. Nótese lo que esto implica de ego. Además, del mismo modo que Jesús prometía a los desgraciados una recompensa abundante en los cielos, y creíamos en ello, ahora nos prometemos a nosotros mismos cosas improbables o, cuando menos, que nos exceden: el progreso moral, una igualdad utópica, la paz en el mundo, la salvación del planeta, la defensa de los derechos de los animales, el fin de las guerras, la abolición del machismo y el racismo…; y creemos en ellas.

Pero, cómo es posible, el izquierdismo, ¿no ha sido y es anticlerical? La compatibilidad entre cristianismo e izquierdismo —entre cristianismo y wokismo— no debería resultarnos novedosa. No habría más que poner oídos a los líderes de determinados regímenes supuestamente de izquierdas, es decir, ahora a Nicolás Maduro en Venezuela, mezclando ideas “progresistas” y referencias a Dios como mero populismo, o antes a los teólogos de la liberación. El Evangelio exige la opción preferencial por los pobres: la funcionalidad de la compatibilidad entre cristiandad e izquierda es evidente y manifiesta. Y, sin embargo, en determinados momentos y lugares el izquierdismo ha quemado iglesias, y en gran parte de Occidente los izquierdistas y los cristianos se comportan como antagónicos.

Hay justo aquí la posibilidad de formular una hipótesis: cuando la izquierda que preferenciaba a los trabajadores se volvía anticlerical y quemaba iglesias, ¿se encontraba dentro o fuera de la religión cristiana? Toda esa violencia, ¿era persecutoria dentro de lo sagrado de la iglesia y el conservadurismo eclesial, o la ofensiva de un otro, exterior, como parece que hemos interpretado siempre? Es decir, ¿la izquierda es el otro, un exterior, el enemigo de la iglesia, o tan solo el actor normal y previsible en una crisis persecutoria propia de lo sagrado en la cristiandad? ¿Acaso no se han rebelado contra lo mismo que se rebelaba Jesús? ¿No se debía esa hostilidad revolucionaria a que la iglesia católica se había convertido en un poder opresivo? ¿Acaso no se podría tratar de la respuesta mimética a la Inquisición?

Me parece que Girard tiene una posible respuesta para esto: desde que los revolucionarios sacralizaron su violencia, la violencia no restablece orden alguno. Desde entonces no hay persecución de un monstruo en medio de una crisis. El carácter de la persecución es político, no sagrado.

¿No es posible que la izquierda, en vez de exterior y enfrentada al cristianismo, sea más bien un interior del cristianismo revelándose contra que el cristianismo se haya convertido justo en lo contrario de lo que debería ser?

"La periodista española Rebeca Argudo, entre otros, ha dado buena cuenta en sus artículos de ese desfase ridículo"

Los izquierdistas anticlericales, como si se hubieran alineado con el propio Jesús de Nazaret, denuncian la hipocresía de una institución que es jerárquica, que administra grandes riquezas, atesora privilegios y ejerce un gran poder sobre la sociedad. Es decir, la izquierda no reprocha a la iglesia católica otra cosa que lo que Jesús le hubiese reprochado. En el Nuevo Testamento, el propio Jesús parece muy preocupado precisamente por la hipocresía, y trata de advertir a los suyos para que no incurran en ella. Es como si Jesús, en su primer sermón, ya supiera cuál sería la debacle de los suyos, acaso la misma que se detectaba entonces en todo pagano y en todo creyente judío.

El caso es que hoy, en cuanto el wokismo ha enseñado la patita de su dogmatismo, muchos hemos detectado la hipocresía de sus “curas”. La periodista española Rebeca Argudo, entre otros, ha dado buena cuenta en sus artículos de ese desfase ridículo. Se ha mofado de los wokistas igual que otros (izquierdistas y liberales) se mofaron en su día de la iglesia católica, por la misma razón. La superioridad moral que exhiben los wokistas no puede ser interpretada sino como la expresión de su posición de poder en la sociedad. Los wokistas son “los de arriba”. Y ahora se observa que hay una derecha (Donald Trump, Isabel Díaz Ayuso), que opta por la mofa y “la libertad”, igual que hizo la izquierda ante regímenes ultracatólicos. Justo en este momento, la derecha (que fue muy de lo sagrado de la iglesia católica) no está en eso. Sin embargo, en España, en la izquierda a la izquierda del PSOE, se están desatando crisis persecutorias como la suscitada sobre Íñigo Errejón, convertido en monstruo misógino, con una virulencia que es inexplicable a menos que aceptemos que interviene alguna forma de “lo sagrado” de esta izquierda. No parece posible que una acusación anónima pudiera desatar lo mismo en un representante de la derecha, actualmente. La izquierda ha estado construyendo su propio “lo sagrado”. La derecha, últimamente, no, y por eso sería impensable una crisis persecutoria en el seno de los partidos a la derecha del PSOE o entre los republicanos de EE. UU.

Nietzsche se preguntó: “¿Quién de nosotros sería librepensador si no existiera la iglesia?”. Nosotros empezamos a preguntarnos: ¿Quién de nosotros sería librepensador si no existiera el wokismo? Sin embargo, hay que tener mucho cuidado con sentirse librepensador sin serlo: no es pensamiento libre lo que se encuentra en el trumpismo y en la extrema derecha española. Son igualmente identitarios, dogmáticos, excesivamente moralistas, tan religiosos en sí mismos como los wokistas, además de ser, en muchos casos, creyentes religiosos bien católicos bien evangélicos.

El caballo de batalla de los wokistas es la igualdad, pero el de los trumpistas es una igualdad que no privilegie a las minorías respecto de las mayorías. Es decir, la igualdad se encuentra en el centro en ambos casos, pero desde perspectivas opuestas.

"Se iguala así lo excelso con lo mediocre según cuál sea la ideología de los creadores"

Se diría que los wokistas creen ser los primeros igualadores sociales de la historia. Pero, visto en perspectiva, contextualizándolo un poco, no otra cosa sino una descomunal igualación entre los hombres fue lo que produjo el cristianismo al imponerse: todos bajo un mismo Dios. El cristianismo igualó a los seres humanos de un modo nunca antes experimentado. Los bebés que nacían con malformaciones monstruosas dejaron de ser sacrificados, igualándose así a los que nacían sanos. Se trata de un cambio notable, una transformación revolucionaria: de pronto merecieron la vida igual. En sus Confesiones (año 398 d.C.), San Agustín prefiere a un analfabeto, si cree en Dios, antes que a una persona culta sin fe: el tonto, el bruto, el ignorante igualado al filósofo. Eso mismo se venía produciendo en la sociedad romana: se orillaba a los sabios mientras lo predicado por los analfabetos —si refería a Jesús— era legitimado y escuchado. Ser cristiano era cuestión de estatus, el saber perdió su sitio. Pero, según leemos a Catherine Nixey, el propio San Agustín, uno de los primeros hombres cultos de la cristiandad, se sentía acomplejado al observar que las sagradas escrituras estaban mal escritas y transcritas por personas que, evidentemente, no eran cultas.

En nuestra nueva, vieja moral de hoy mismo, parece existir una preferencia cultural por las personas de izquierdas incluso cuando estas no realizan un trabajo encomiable, y se subvalora el trabajo excelso si lo ha realizado alguien que se declara de derechas, a menudo con saña y con ataques ad hominem. Se iguala así lo excelso con lo mediocre según cuál sea la ideología de los creadores. En España, las ferias del libro se están convirtiendo poco a poco en lugares hostiles a los escritores. No hace mucho, se publicaba solo lo que se estimaba que debía ponerse sí o sí al alcance de un posible lector, pero los avances tecnológicos en edición e impresión y el desarrollo del mercado del libro han traído la posibilidad de que no quede nada en absoluto sin publicarse. Muchos editores, en vez de prescribir saber, se están dedicando a un negocio más seguro y lucrativo: convertir a los malos escritores, a aquellos que siempre fueron rechazados editorialmente, en sus clientes. Así, en vez de pagarles por lo que han escrito, les cobran por publicárselo. Por si fuera poco, otros editores, en vez de prescribir saber, lo que están haciendo es hacer libros para los que no leen, tal como ha observado el Premio Cervantes Luis Mateo Díez, y esto es así porque los que no leen son los más, son mayoría, gran nicho de mercado.

En un tiempo en el que se publica absolutamente todo, una vez igualados aquellos manuscritos que antes se quedaban en los cajones —porque no había editor que validara su publicación— con los que sí eran y son validados, ahora se observa que las ferias del libro celebran tanto más a los autores de los primeros que a los autores de los segundos. Ha aparecido un nuevo espécimen en el mundo del libro, un pobre autor, el friki, aquel que con demasiada obviedad no atesora los valores del oficio de la escritura y se pensaría a priori que su fracaso estaría asegurado, pero que, sin embargo, es por ello mismo, por su incapacidad manifiesta, que el consumidor —que no el lector— lo premia con la compra de lo suyo: por solidaridad con el que lo tiene más difícil, dicen, por simpatía con quien obviamente no es escritor ni atesora el conocimiento necesario para serlo pero se arroja, espontáneo y osado, al ruedo; por pena, porque les hace gracia, por echarse unas risas, pero también porque qué se creerán esos otros que están haciendo una obra —¡elitistas!, ¡estirados!—, y si no, por desprecio hacia el saber y los que saben, de nuevo menospreciando el bien que hacen y magnificando el mal que les atribuyen por su posición. Seguimos, pues, en este caso, poniendo en práctica la idea de que los de arriba y los de abajo se dividen entre víctimas y victimarios, ahora también en la literatura, hasta el punto hilarante de concederle valor a lo que objetivamente no lo tiene.

"La igualación, a menudo, resulta en mediocrización y es injusta con quienes hacen lo mejor: los vapulea, los desincentiva, los desanima"

Al validar ante libreros y editores a los no-escritores, el consumidor iguala a estos con los que sí lo son, escritores. Esto es también el fruto de nuestra querencia por las igualaciones sociales, que en unas ocasiones resultan positivas y, en otras, lo contrario, como siempre ha sucedido con todas cuestiones del mundo y de la vida: la ambivalencia. En el caso del valor “igualdad” no iba a ser distinto, las igualaciones conllevan buenas y malas consecuencias.

Los no-escritores son muchos más que los escritores, así que regresamos a un tiempo en el que se valoraba más lo del cristiano analfabeto de San Agustín que lo de los filósofos greco-latinos. Es la misma igualación obtenida por razones distintas en dos épocas alejadas en el tiempo. Pero lo que devino por aquella igualación fue un gran borrado cultural, una descomunal ignorancia, siglos de oscurantismo. De pronto, un atraso en el saber. ¿Está sucediendo hoy lo mismo? No exactamente, pero sí hay intentos de borrado cultural, pretensiones oscurantistas, desprecio por el conocimiento y por los que conocen, y se desconsideran las jerarquías del saber. Aunque tal vez sea peor aún: estudios recientes apuntan que el ser humano occidental, de un tiempo para acá, es cada vez “menos inteligente”. Si en el siglo pasado los estudios demostraban que cada generación superaba a la anterior, ahora nos estaríamos encontrando en una involución de nuestra capacidad cognitiva. Se atribuye esta debacle al avance de las nuevas tecnologías, especialmente a la irrupción de Internet y las redes sociales. Añadiré que también coincide con la paulatina igualación, o tal vez debiéramos decir desjerarquización (democratización igualadora, mercantilización igualadora) en muchos ámbitos de la sociedad y especialmente en el del saber y el conocimiento. Internet, precisamente, ha producido una fuerte igualación de todos nosotros en materias del saber. Tal vez no comprendamos aún que la igualación en el acceso al conocimiento a través de Internet no nos convierte en conocedores. Antonio Escohotado solía denunciarlo: tenemos todo el saber en nuestras manos, en el móvil, pero, para qué lo utilizamos. Ahí hay una abismal desigualación entre quienes saben y quienes no. Pero todo el mundo se comporta como si no existiera, como si diese igual, como si no importara a la hora de valorar a unos y a otros.

La igualación, a menudo, resulta en mediocrización y es injusta con quienes hacen lo mejor: los vapulea, los desincentiva, los desanima. Igualamos por abajo, no por arriba. Además, en la igualación, el equilibrio y la estabilidad son mucho más débiles que en lo estructurado y jerarquizado. En la igualación se produce fácilmente eso otro a lo que René Girard le atribuye tanta relevancia: la indiferenciación. ¿En qué estamos, pues, en la igualdad o en la indiferenciación?

¿Y por qué habría de importarnos si nos igualamos o nos indiferenciamos?

"Pero posiblemente no estamos profundizando en materia de igualdad, sino tentando a una desigualdad distinta a la que hemos proscrito"

Girard considera reales las violencias expresadas en los mitos de la antigüedad y apunta en la dirección de que las violencias descritas en estos se producen realmente y lo hacen en un escenario de crisis debido a que lo esencial se encuentra indiferenciado: “Con frecuencia el inicio de los mitos se reduce a un solo rasgo. El día y la noche aparecen confundidos. El cielo y la tierra se comunican: los dioses circulan entre los hombres y los hombres entre los dioses. Entre el dios, el hombre y la bestia no existe una clara distinción. El sol y la luna son hermanos gemelos; se pelean constantemente y es imposible diferenciarlos”. Y añade: “Las grandes crisis sociales que favorecen las persecuciones colectivas se viven como una experiencia de indiferenciación”.

En la actualidad, ¿nos estamos igualando o indiferenciando?

Tal vez merecería la pena unir esta idea —indiferenciación como origen de la violencia—, con algo que ya comenté en otra ocasión, la idea de anomia: el debilitamiento de las normas a la que los sociólogos, desde Émile Durkheim, atribuyen la posible generación de un caos, el aumento de la conflictividad social, la delincuencia e, incluso, del número de suicidios. Anomia e indiferenciación, ¿son lo mismo? Lo sean o no, parece ser que ambas producen violencia. “La indiferenciación ‘primordial’, el caos ‘original’ tiene a menudo un carácter fuertemente conflictivo”, afirma Girard. “Los indiferenciados no cesan de luchar para diferenciarse entre sí”.

Tal vez se nos esté dibujando en el presente un ciclo propio al menos de la antigüedad: el ser humano construye, jerarquiza, luego se iguala, se indiferencia, y entonces, en la indiferenciación, surge la violencia, el chivo expiatorio y vuelta a empezar a construir, a jerarquizar. ¿No fue esto lo que sucedió tras surgir el cristianismo, siglos de una lenta reordenación de las jerarquías en función de los nuevos valores y los nuevos poderosos?

El cursi con poca idea suele expresar sus anhelos de igualdad mediante suspiros sobre “cuánto nos queda… cuánto nos queda por recorrer… cuánto nos queda por avanzar”. Pero posiblemente no estamos profundizando en materia de igualdad, sino tentando a una desigualdad distinta a la que hemos proscrito. Empezamos a desigualarnos de otro modo. Después de la extraordinaria igualación que supuso el surgimiento del cristianismo, no se profundizó en igualdad alguna, sino que estos se convirtieron en perseguidores de la misma clase que quienes los habían perseguido a ellos. Jerarquizaron estrictamente la existencia de todos. A partir del dogmatismo no progresamos, nos volvemos reaccionarios, exclusivos, nada igualitarios y desigualamos nuestra sociedad.

En nuestro tiempo, la izquierda tendría que ser un otro y, sin embargo, parece que se trate más bien de lo mismo o de la continuidad de lo anterior. La izquierda se publicita como lo contrario que el orden establecido, pero demuestra cada vez más que ahora ella misma lo es, orden establecido, y lo es incluso cuando son otros los que mandan. La división “los de arriba y los de abajo”, que orienta de manera simplista a tantas personas, no se está practicando honestamente cuando observamos que, si los de arriba son identificados como propios, como los nuestros, entonces nos volvemos acríticos con los de arriba. Esto ocurre sucesivamente cuando es la derecha la que manda y cuando es la izquierda la que gobierna, porque en realidad ambas facciones se comportan como grandes agrupaciones morales para las que la otra es abyecta, inmoral y, llegado cierto punto, aniquilable. De este modo, pues, aunque las jerarquías siempre estén operando, y por supuesto lo hacen en toda gobernanza, ni siquiera es cierta la premisa transvalorada juedo-cristiana; que los de abajo lo merecen todo y los de arriba son poco menos que el demonio. Más bien, la sociedad necesita personas nobles en el poder, y siempre las hay (aunque muchas de las personas en el poder acaben demostrando que no lo son). Y, contra lo que se pretende en nuestra nueva vieja moral, no, los de abajo, entre ellos nuestras queridas víctimas, no encarnan la virtud.

"El progreso del ser humano depende, en parte, de nuestra capacidad para ejercer criterio a la hora de jerarquizar cuando construimos"

El ser humano no puede evitar considerar que “lo bueno es mejor” y “lo malo, peor”, y ello hace jerarquía hasta sin querer. Mediante las jerarquías, el ser humano construye. El progreso del ser humano depende, en parte, de nuestra capacidad para ejercer criterio a la hora de jerarquizar cuando construimos. Las buenas ideas siempre requieren de gente capaz de colaborar con otros, a menudo muchísimas personas en una organización que no puede ser sino jerárquica, en la que deberá situarse alguien que mande en lo alto y otros, que manden menos, se desenvuelvan en  escalafones “inferiores”. Ahora nuestra moral igualadora nos dificulta decir “inferiores”, “superiores”, pero ello no hará que sigan existiendo unos y otros en todos los aspectos de la actividad humana.

Desde hace dos milenios tendemos a imponer una moral transvalorada, contraria a la jerarquía, igualadora, indiferenciadora, al mismo tiempo que hemos hecho avanzar a Occidente por medio de organizaciones cada vez más importantes: es decir, mediante diferenciaciones, desigualaciones y jerarquías. Pero, frente a la jerarquización, la pulsión igualadora, ¿no es una suerte de brida? Si no fuera porque la sentimos como una suerte de brida —por ejemplo ante la economía financiera o el neoliberalismo económico, antaño las monarquías o la burguesía—, ¿la moral transvalorada, la igualación, tendría algún sentido? La pulsión igualadora es una brida y, sin embargo, cuando la brida es más fuerte que la jerarquización que construye y nos proyecta hacia adelante, cuando la brida moral manda sobre toda actividad humana, nos empobrece espiritual y materialmente: nos miserabiliza. Hay dos caminos hacia el desorden, dos caminos que favorecen la entropía y, por tanto, la muerte: uno es el camino que toman quienes quieren ir demasiado lejos sin control alguno, otro, el camino de quienes lo embridan todo demasiado hasta la inacción que hace que nos crezca la maleza dentro del propio hogar hasta echarnos. Esto, con la acción del ser humano ante la naturaleza, es sencillo de observar: cuando el ser humano actúa sin control sobre la naturaleza, es el caos y la destruye para todos; cuando el ser humano no actúa sobre la naturaleza, es el caos y es lo humano lo destruido. Al final de ambos caminos se encuentra lo mismo: la muerte. Para no sucumbir, la humanidad precisa un caminar constante, que no frene ni deje ir demasiado rápido a los capaces de la velocidad y las alturas, y que no permita pararse —ni parar a los demás mediente su moralismo—, a aquellos que detendrían la actividad humana.

Coincide este estado moralista en el que nos encontramos con que ha surgido una nueva “gente de arriba”, los beneficiarios de la economía financiera, los mega ricos, tan desproporcionados en sus fortunas que parece que podrían habernos generado cierta anomia. Por un momento, las instituciones democráticas que nos representan no parecen suficientes para embridar las acciones de los mega ricos y evitar que nos dañen. Ante la sensación de anomia, nos hemos vuelto dogmáticos y excesivamente moralistas. Las sociedades nuestras se han organizado en múltiples instituciones que son excepcionales tanto evitando la arbitrariedad y los delitos de los de arriba como permitiendo que avancemos, que progresemos. Las organizaciones humanas son una moral en uno y otro sentido, impiden el desastre del desorden por falta de normas, por un lado, e impiden el desastre de la inmovilidad por exceso de normas, por el otro. Actúan contra la entropía que genera un exceso de moral igualitarista y contra la entropía producida por los que se quieren a sí mismos sin normas, completamente desigualados y diferentes.

Contra lo que podrían pensar muchos, la civilización es la construcción de una jerarquía de normas y valores, jerarquía de normas y valores que evita la indiferenciación, nos alejan de la anomia y, por tanto, de la violencia.

0/5 (0 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

1 Comentario
Antiguos
Recientes Más votados
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios
Uno de tantos
Uno de tantos
4 horas hace

Que curioso. Según el autor en España y el resto del mundo mundial hay esa cosa que los ultras de izquierda llaman extrema derecha pero no hay extrema izquierda. Solo existe la izquierda a la izquierda del corrupto PSOE.