Las correcciones
Es el verdadero punto de no retorno para quienes nos dedicamos a escribir. Uno rasga el sobre en el que vienen las galeradas, o imprime con un punto de excitación y unas cuantas dosis de curiosidad el archivo que por primera vez le muestra la cara de lo que pocos meses más tarde quedará a la vista de todos, y sabe que a partir de ese instante la escritura se convertirá en una partida que se juega a todo o nada, porque no habrá oportunidades de remedar lo que ha de quedar visto para sentencia ni vendrá nadie a aliviar los despistes indeseados de unos ojos que por fuerza habrán de fatigarse en la revisión exhaustiva, casi letra por letra, de esas palabras que primero suenan familiares, luego se antojan inesperadamente extrañas y finalmente adquieren la apariencia de un campo minado en el que se extravían preposiciones, surgen comas cuajadas de incertidumbres y las tildes diacríticas instigan a la conciencia a emprender su propia batalla entre las trincheras de la ortodoxia gramatical y el libre albedrío del estilo. Uno sabe que la contienda está perdida de antemano, porque la experiencia acumulada le ha enseñado que no habrá forma de esquivar esa errata que inevitablemente pasará inadvertida ahora para manifestarse con toda su insolencia cuando al fin tenga en sus manos el primer ejemplar y el azar le impela a abrirlo por la página exacta en la que quedará evidenciada esa dejación imperdonable en su perseverancia. Lamentará entonces no haber hecho una última revisión, la indolencia con que a la tercera o cuarta relectura concluyó que ya estaba todo hecho y ningún motivo había para impedir que esos folios se aprestasen a tomar su forma definitiva, para que el libro empezara a ser eso, un libro, y en consecuencia dejara de pertenecerle a él en exclusiva para comenzar a ser también propiedad de todos aquellos que tengan a bien emplear en su lectura la sosegada placidez de las mañanas, el tibio desvanecimiento de las tardes, la somnolienta vigilia de las primeras horas de la noche. Le quedará el sabor amargo que siempre dejan tras de sí esos disgustos que, aunque nimios, terminan hiriendo por irreversibles, y se consolará pensando en la máxima que una vez le trasladó Antonio Muñoz Molina, que asevera que un libro sólo se corrige de verdad cuando te pones a escribir el siguiente.
Aquellas partidas
Me habla de aquellas partidas de cartas que jugaba en su niñez y su adolescencia, de las largas horas que pasaba en compañía de sus padres o su abuela barajando e invocando a las caprichosas suertes del tute, la brisca o el mus, y mientras escucho su relato van volviendo a mi memoria escenas similares que viví en casa de mis abuelos, cuando se quedaban a mi cuidado y entretenían las sobremesas enseñándome los juegos más sencillos —el burro, la escoba—, y también las tardes del bachillerato en que el horario nos deparaba unas clases de Religión que invariablemente pirábamos para ir al bar más próximo a echar un tute, porque las veinte en bastos y las diez de últimas nos resultaban mucho más atractivas que las virtudes teologales o el Pentecostés. Tampoco puedo eludir las muchas horas que dejé ir, en mi etapa de estudiante en Salamanca, alrededor de mesas en las que, junto a unos pocos amigos —casi siempre los mismos— escenificaban los naipes sus pugnas silenciosas. Recuerdo que un año aterrizó por allí un suizo algo mayor que nosotros que había llegado a España para cursar un máster o un doctorado y al que contagiamos de esa afición nuestra a rellenar horas perdidas entre envites y órdagos; cuando nos abandonó para regresar a su país natal, y durante al menos un par de años, nos enviaba periódicamente correos electrónicos en los que lamentaba haber perdido de vista a «sus compañeros españoles» y confesaba que, por mucho que lo intentaba, no era capaz de que ninguno de sus compinches suizos interiorizara las reglas de esa suerte de póker a cuatro bandas que había acabado por convertirse —no cito literalmente, pero eso sostenía— en una de las causas principales de su rotundo amor a España. No me infundieron a mí la grande ni los dúplex el menor fervor patriótico, pero sí se han convertido en una suerte de magdalena proustiana. Cada vez que el tema sale o me encuentro en algún bar con una cuadrilla de amigos enfrascada en sus asuntos, termino retrocediendo a aquellos años en los que todo estaba por hacer y nada era lo suficientemente importante como para faltar a la cita diaria con la baraja. Mientras habla y compruebo que, igual que yo, encuadra aquellas partidas en una esquina cada vez más remota de su pasado, me doy cuenta de que no soy capaz de precisar en qué momento exacto lancé o acepté o rechacé el último órdago, cuándo metí el último envite, si quedó en un visto la jugada a partir de la cual no habría más, y me imagino que se debe a que cualquiera de esos supuestos se dio con la naturalidad acostumbrada, porque ni yo ni quienes me acompañaban alcanzábamos a suponer que ya no habría otras. Porque aún creíamos que muy mal se tendrían que dar las cosas para que no pudiéramos seguir jugando siempre.
El método de los claros
Entre 1964 y 1978, la filósofa María Zambrano vivió en una casa de campo del pueblecito de La Pièce, en las montañas del Jura francés, muy cerca de Ginebra. «Parece un convento abandonado, pero tiene gracia», dijo cuando vio el edificio en el que terminaría pasando casi tres lustros. Había salido de España el 28 de enero de 1939, al igual que otros miles de republicanos —el poeta Antonio Machado entre ellos—, y el destierro la condujo por el Caribe, México, Roma o París antes de recalar en ese pequeño paraíso boscoso en el que dio forma definitiva a obras como La tumba de Antígona o El hombre y lo divino. También en esa época escribió Claros del bosque, un libro fundamental no sólo en su trayectoria, sino también en la historia del pensamiento destilado en lengua española. En aquella época, José Luis López Aranguren publicó en la Revista de Occidente un artículo que tituló «Los sueños de María Zambrano» y abrió las puertas a un reconocimiento que fue fraguando lentamente el reencuentro sentimental de la escritora con la tierra de la que la habían expulsado. También se ocupan de ella José Ángel Valente o José Miguel Ullán, con quienes comenzaría a mantener una relación epistolar, enhebrando una red de afinidades electivas de las que pronto iba a formar parte el cineasta Víctor Erice, cuya película El espíritu de la colmena fascinó a la escritora. Ese tramo nuclear de la vida de Zambrano lo ha estudiado con interés y detenimiento José Manuel Mouriño —director de cine, ensayista, investigador— y con él ha puesto en pie un proyecto que lleva por lema El método de los claros e indaga justamente en el modo en el que la escritura de la pensadora se deja contaminar no sólo por el momento histórico, sino también, y de forma muy principal, por el entorno en el que se desarrolla el proceso. Sin los parajes boscosos que rodean el bucólico reducto de La Pièce nunca habrían cobrado forma esas frases que se suceden sin otro motor que la casualidad o el capricho y terminan, ellas solas, cargándose de lógica al convertirse en razón y seña de un convencimiento, el de que aquello que llamamos pensar no es otra cosa que descifrar lo que se siente. El excelente trabajo de Mouriño, que ha cristalizado en una instalación audiovisual y un largometraje documental, arroja luz sobre esa reflexión en torno a las cavilaciones propias de las que emana un aprendizaje universal y promueve una reivindicación tan justa como lúcida de la figura de Zambrano, cuyo reconocimiento en España se fue produciendo tarde y a deshoras, desarraigada como estuvo de cualquier patria que no fuese su propio idioma. Filosófico fue su preguntar, y resulta poético el hallazgo.
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