El oficio de santo es poco agradecido. Hay santidades muy variadas, y la mía es de las menos pomposas: leo libros y digo qué me parecen. Mi halo puede parecer una exageración, dado que muchas personas leen libros y dicen qué les parecen, lo que llenaría santorales enteros. La diferencia es que yo realmente leo los libros y realmente digo qué me parecen. Hay ahí un abismo adverbial, adventicio.
Es en el periódico donde elijo, cada quince días (o sea, cuando me paso por allí), unos ocho o diez libros que me han interesado. Esta criba la realizo sobre las cincuenta o sesenta novedades que se amontonan, muy tristemente, sobre las mesas de la redacción. Me paso mis buenos quince minutos abriendo sobres y mirando uno a uno esos cincuenta libros. Las consideraciones totales por mes de qué libro leeré, o trataré de leer, y reseñaré si acaso me lo pide el cuerpo, apuntan a unos 70 títulos. Unos 900 al año, entonces.
Esto que hago yo de buscar buenos libros con tanta piedad no diría yo que lo hace mucha gente más en España.
Por eso soy un santo de la crítica literaria. Cualquiera puede salir reseñado en El Confidencial, hombre, mujer, español, extranjero, Anagrama, autoedición. Novela, poesía, ensayo.
La santidad y el martirio se compadecen, van de la mano, casi es imposible la una sin la otra. Un disgusto habitual en mi labor de comentarista de libros procede de poner bien un libro. Es lo más peligroso. Cuando pones mal un libro, se te odia un rato. Cuando lo pones bien, nunca te perdonan.
Esto es así porque mucha gente encuentra odioso que hable bien de su libro el que habla mal de algunos libros a veces. Hay ahí un apestamiento singular. Como que sólo te vote Rusia en Eurovisión.
Está uno acostumbrado a todo, a los autores que no dejan de escribir preguntando por su libro; a los que exigen de hecho saber qué te ha parecido, como si fuera obligatorio, dado que opino de libros, darle a cada uno mi opinión sobre su libro, toda vez que no la hice pública. Está uno acostumbrado a leer a buen seguro más novedades que nadie en España y no formar parte casi nunca de los jurados que eligen lo mejor del año en España (y a ver a gente que no lee nada ser la que elige las mejores lecturas del año). Está uno acostumbrado a que el premio Nacional lo dé cualquiera, y lo reciba, como es lógico, otro cualquiera.
Pero el otro día me ofendí, me martiricé, porque las costumbres no son impenetrables. Llegó a casa un libro, El ataque de las cabras, de Laura Chivite, publicado por Random House. Lo había pedido yo con interés. Era la segunda obra de la autora, cuyo debut, el libro de cuentos Gente que ríe, publicado por Caballo de Troya, había reseñado este santo favorablemente. Por ahí había fotos del libro en tercera y cuarta edición, con una cita de mi crítica en la faja. Esto era inevitable porque, según podía verse en la misma faja, ningún medio nacional se había interesado por el libro, y apenas contaba con reseñas. Tenía yo bastantes ganas de leer la novela, de seguir un talento.
Cuando me llegó a casa y lo abrí, eché un ojo no muy apasionado a la segunda solapa, donde suelen aparecer los blurbs o encomios. Casi involuntariamente, busqué mi zarandeado nombre en la lista de seis o siete encomiadores. Pues no estaba.
Esto me dio igual durante dos, quizá tres segundos. Luego me molestó. Finalmente me ofendió.
No todas las reseñas son citadas, sobre todo si abundan. Muchas veces desaparezco, ya digo que estoy acostumbrado. Pero cuando ves tu nombre en fajas o solapas, es agradable, por supuesto.
Sin embargo, el caso de Chivite era particular. Realmente a nadie del mundo le importó su libro salvo a mí. Puede comprobarse tanto la ausencia de reseñas cruciales como la primacía de mi reseña celebrativa.
Quiere decirse que hay que hacer un esfuerzo considerable para no citar mi reseña en tu solapa. Un auténtico malabarismo de la ausencia y la postergación. Magia del ninguneo.
Cuando esto sucede, el ninguneo mágico, el malabar de la postergación, me puede dar algún bajón, pero en general (charlas, congresos, reportajes, fajas, jurados) estoy acostumbradísimo. Sigo considerando 70 libros al mes y eligiendo siempre el que es muy bueno, cuando casualmente hay alguno muy bueno, o el que no es tan bueno pero me inspira algún comentario de interés.
Con todo, con el caso de las cabras (libro que aun con todo empecé a leer, diciéndome que no debía hacerme mala sangre al punto de desatender esta novela, quién sabe si muy buena; no era nada buena, por desgracia) me cabreé y encabrité, caprino. Me tocó muchísimo las narices este desprecio, la negación absoluta de mi santidad, de mi humildad.
“Que os lea vuestra putísima madre”, me dije, durante días.
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Un lujo poder hoy en día leer artículos como éste gratuitamente en internet.
Gracias a Zenda y sobre todo a… San Alberto de Segovia.
Para ser un tipo que alardea de cinismo y de estar de vuelta de todo, qué mal se suele tomar el bueno de Olmos que lo ignoren. (Por cierto, “que te lea tu putísima madre” es algo parecido a lo que pensé al dejar sin terminar, cansado de tanta chorrada, El talento de los demás.)