Una colección atemporal de doce piezas tempranas que actúan como preludio de lo que es hoy el universo afilado de Joan Didion: la política, el Nuevo Periodismo, la contradictoria California y conflictos propios.
“Esta es una historia de amor y muerte en la tierra dorada”
Joan Didion
La estoica icono del Nuevo Periodismo prefiere no hacer comentarios sobre su status de autora generacional. En la última entrevista que a sus 86 años ha concedido para la revista Time, Joan Didion elude y esquiva. La que con The White Album o Camino a Belén ha instituido nuestra percepción y el cómo entendemos lo que fue la América contracultural mantiene la cotidianidad del desayuno con Coca-Cola y el ansia por volver a recibir invitados en casa. Gran parte del excepcional carácter de la obra de Joan Didion tiene que ver con su irrefutable rechazo a prescindir de una voz individual, a quitarse de en medio. Cierta obsesión por mantener el herself. Negar que el narrador puede ser a la vez omnipresente y objetivo, fiel a una neutralidad imposible. El hambre por defender sutilmente el «yo» en la escritura, en los hechos. Desde sus comienzos en Vogue, donde colaboraba tras ganar la beca Prix de Paris para jóvenes, el no prescindir de su verdad y perspectiva ha sido una constante y, a la vez, su fuerza. Siempre ha sabido que no es posible que el mundo sea filtrado a través de los preceptos del periodismo y entenderse como verdadero. Y es ahí donde radica la magnitud de su trabajo.
En Let me tell you what I mean descubrimos artículos poderosamente premonitorios. Escritos desde 1968 hasta los 2000, experimentos desde los swinging sixties hasta el desolado impacto en Estados Unidos de aquel 11 de septiembre. También, seis de ellos extraídos de la columna Point West que compartía con su marido John Dunne en el Saturday Evening Post. Doscientas palabras en las que la autora trataba de encajar en ese limitado espacio la complejidad de la sociedad angelina. Algunos, escritos hace más de cincuenta años, ponen en evidencia que no hemos cambiado tanto —el texto sobre el revuelo de las admisiones universitarias es una llamada de atención a nuestra soberbia contemporánea—. También retratos íntimos, como ser rechazada por Stanford en On Being Unchosen by the College of One’s Choice; su excéntrica estancia con Nancy Reagan, conclusiones y desencuentros con Robert Mapplethorpe o la legendaria Martha Stewart o el hasta ahora no recogido ensayo Por qué escribo, que publicó en 1976 en el New York Times. Ese porqué subsume una investigación existencial sobre la compulsión de escribir cualquier cosa, e interroga a la fuente de inspiración misma. Escribe para averiguar qué mira y piensa. Habla incluso de un «resplandor» (shimmer) que irrumpe y la impulsa a sentarse frente a la máquina de escribir, y lo compara con un frenetismo incontrolable, esquizofrénico.
Enumera algunas de las fotografías mentales que emite esa luminiscencia: un amanecer en el aeropuerto de Panamá, o una actriz de serie B que vaga solitaria de madrugada por un casino de Las Vegas y que la inspirará para cimentar a Maria, protagonista de su novela Según venga el juego.
“Escribir es el acto de decir yo, de imponerse a otras personas. De decir escúchame, míralo a mi manera, cambia de opinión. Es un acto agresivo, incluso hostil. Escribir es la táctica de un matón secreto”.
Didion no se saborea como el vino reposado. No es para todos los gustos ni escritora de medias tintas. Es flechazo o rechazo inmediato. Observa, informa, no explica. Se habla de su estilo distante, de un desprendimiento, de cierta apatía que recorre su obra. Su atención «se desvía inexorablemente de regreso a lo específico, a lo tangible. Lejos de lo abstracto». Pero si eres fiel a la de Sacramento, es imposible no admirar lo mucho que trabaja su propia sintaxis, la reflexión tras cada una de las palabras. Basta ver con qué reverencia disecciona el primer párrafo de Adiós a las armas de Hemingway, en el ensayo nº 11 —analiza sílabas, ritmo y hasta comas— para entender su escrutinio. Del escritor le fascina su forma de ver el mundo, «una forma de mirar pero no de unirse, una forma de moverse pero no de apegarse, un tipo de individualismo romántico claramente adaptado a su tiempo y a su fuente». Algo que podría decir de sí misma.
Que la verdad puede ser provisional, que lo certero es caduco porque sólo lo sustenta quien eres justo en el momento que lo pronuncias, es la base de su filosofía como escritora y analista de la realidad. Las alegrías y prejuicios propios son inseparables del papel. En un contexto en el que la prensa brindaba por la objetividad, ella anunciaba un nuevo tipo de savoir-faire, implacable, personal y de mirada incisiva. «El estilo es carácter», dicta, y el suyo está en la prosa, en su elegancia acerada y minimalista, su manera casi estatuaria de sobrevolar, sin mancharse de tinta, la escritura.
«La verdad es relativa, lo que un artista escribe o crea en un momento sólo lo es en ese instante»
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