«Que yo recuerde, toda mi vida quise ser un gángster». El pensamiento no es mío sino del protagonista (Ray Liotta) de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990, Martin Scorsese), donde el carácter extremo de la violencia —casi como el de un cartoon o la obra de Sam Peckinpah— empujaba a tomársela a broma. La sangre y las muertes parecían parte de un chiste excesivo contado entre amigos, convirtiéndose de esa manera en un elemento tan propio del cine negro como del cine cómico, y quizás también en algo muy enraizado y natural en la sociedad estadounidense, que las consume a diario en la realidad y en la ficción. Puede decirse que las fantasías de poder, riqueza y lujuria de los norteamericanos, además de las maneras alternativas para conseguir todo eso sin necesidad de esforzarse o estudiar en Harvard y Yale, quedan reflejadas en las películas sobre la mafia y en los policíacos a través de conflictivas relaciones familiares, el adulterio como algo inevitable en los matrimonios, el odio o el amor «excesivo» entre hermanos y el crimen como una consecuencia de las desigualdades y turbulencias provocadas por el imperialismo capitalista.
Martin Scorsese, por su parte, nació y vivió su infancia y juventud en el barrio de Little Italy, en Nueva York, donde se encontraba a diario con miembros de la mafia, con cuyos hijos jugaba y a quienes no veía como simples criminales; también los veía como padres, maridos, amigos y amantes, como gente de barrio capaz de contar chistes y hacer reír y luego matar profesional e implacablemente. Scorsese sabía que no era gente escindida de la sociedad sino parte de ella, y por eso muy a menudo en sus películas los ha presentado con los rasgos de ciudadanos normales, que comen con sus madres los fines de semana y por las noches se dedican a actividades relacionadas con el delito y la muerte. Una hoja de ruta similar siguió Quentin Tarantino para convertirse en el cineasta a quien todos conocemos, en su caso acercándose a uno de los criminales más célebres de los setenta, no tanto por las dimensiones de sus delitos sino porque, además de criminal, era actor, guionista y escritor; me refiero a Edward Bunker, que interpretó a Mister Blue en Reservoir Dogs (1992). Y procuraré no hacer demasiado hincapié en la relación que mantuvo con Harvey Weinstein, a quien vio como una especie de figura paternal hasta que fue acusado por más de cien mujeres, a quienes había violado, intentado violar, de quienes había abusado, se había aprovechado y quién sabe cuántas fechorías más, sin que el bueno de Quentin sospechase nada o sin que le diese la importancia que sin duda tenía el comportamiento del productor.
En una secuencia de Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990, David Lynch), Bobby Peru (Willem Dafoe) le pide a Lula (Laura Dern) que diga «¡¡¡Fóllame!!!», pero ella duda. Para vencer su resistencia, Bobby insiste una y otra vez, hasta que consigue que ella le pida que la folle. Él entonces cambia de opinión y le dice que en ese momento no podrá hacerlo. Cuando se queda sola, Lula se siente confundida porque cree que en realidad Bobby se la ha follado, solo que mentalmente. Así es como operan también las películas de Tarantino, que se follan nuestro cerebro con sus baños de sangre, con sus secuencias dilatadas (como en las mejores películas de Sergio Leone), y sus frases ocurrentes y afiladas (como en los cuentos de Ernest Hemingway, a quien Tarantino rindió homenaje en 1993 con Pulp Fiction).
Así las cosas, quiero dejar claro que mi objetivo al escribir estas líneas no es otro que explicar y explicarme por qué gustándome tanto directores como Quentin Tarantino, a veces me siento obligado a dar cuenta de mis motivos para divertirme con sus propuestas. Quizás yo por ser crítico tenga algún tipo de responsabilidad al respecto, pues al fin y al cabo a veces hasta me pagan por mi trabajo; quienes no deberían justificarse en ese sentido son los espectadores, que pagan por ir al cine, por los últimos Blu-Ray en el mercado o por estar suscritos a plataformas de streaming, y ni siquiera tienen derecho a que se les devuelva su dinero si las películas no son de su agrado. Sin embargo, los críticos dormimos tranquilos mientras los espectadores hacen cábalas sobre lo que les contamos, estén o no de acuerdo. Olvidan aquel valioso consejo de D. H. Lawrence: «No creas nunca al cuentista, créete el cuento».
¿Cómo reaccionar, entonces, ante una película como, por ejemplo, Django desencadenado (Django Unchained, 2012)? ¿Con el recelo del cineasta afroamericano Spike Lee, que se negó a verla porque en general no le gusta el papel de los negros en las películas de los blancos? ¿O con la postura de Michael Haneke, que aseguró estar dispuesto a aceptar la inmadurez de Quentin Tarantino pero no pensaba dejarse contagiar por ella? Meryl Streep lo tendría bastante claro, como lo tuvo claro cuando juzgó en términos negativos a Woody Allen porque, según ella, «siempre tuvo el potencial para ser el Anton Chéjov de América y se ha conformado con trivializar su talento». A Woody Allen, pese a todo, hay ciertas cosas que todavía le parecen demasiado serias como para trivializarlas. Como el asesinato. A diferencia de Quentin Tarantino, él sigue observando la muerte con cierta distancia. Por eso condenó a los protagonistas de El sueño de Cassandra (Cassandra’s Dream, 2007) pese a ser un par de desgraciados que cometen un crimen para sortear sus propias miserias. Matar, en la obra de Allen, siempre resulta doloroso. En Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989) utilizó un dramático cuarteto de Schubert para narrar de forma elíptica el asesinato de Angelica Huston, y en Match Point (ídem, 2005) una dolorosa aria para narrar en fuera de campo el de Scarlett Johansson. Para él todo tiene sus límites, incluso el humor.
Lo primero que nos viene a la cabeza al ver Django desencadenado es que podría ser un western, el problema es saber de qué tipo. Sabemos que antes cada género cinematográfico estaba limitado a su manera: no solo utilizaba un idioma determinado, sino también un tipo concreto de vestuario para sus personajes, unos escenarios a tono con la historia que narraba o unos diálogos que solo tenían sentido en sus fotogramas. En una comedia, uno se conformaba con reírse y no pedía mucho más, pero en un western esperaba, además de otras cosas, ver caballos, cowboys con sombreros y pantalones tejanos, e incluso a los indios y al Séptimo de Caballería siempre que fuese posible. Aunque lo normal era no salir muy confundido del cine, no faltaba alguna ocasión en que los espectadores podían desorientarse durante un rato porque de pronto un género no había obedecido sus propias leyes como era de esperar. Sin embargo, con Django desencadenado no tenemos la sensación de ver un western, ni siquiera uno impuro; lo que tenemos es la sensación de estar viendo otra película de Quentin Tarantino, lo cual es bueno porque le proporciona la categoría autoral que casi todo el mundo está deseoso de otorgarle, y es malo porque de nuevo tenemos la sensación de estar asistiendo a una parodia, otra más, y nos preguntamos hasta cuándo seguiremos sin tomarnos sus películas en serio.
Nada de todo esto importaría demasiado si hoy los espectadores apreciásemos las películas de Tarantino sin seguir el dictado de ninguna ley, ni la de los géneros, ni la del cine comercial, ni la del cine de autor. De ese modo, no nos veríamos obligados a ver Django desencadenado como la última vuelta de tuerca en la revisión del esclavismo y la historia de Estados Unidos, a un nivel superior que Lincoln (Lincoln, 2012, Steven Spielberg). Vaya por delante, algo así me parece un disparate de grandes proporciones. Por desgracia, hay espectadores que sufren tal nivel de ansiedad con Tarantino que quieren ver en sus películas lecciones para entender la Historia con mayúsculas, cuando lo que podrían hacer sin temor a extraviarse es ver en ellas lecciones para entender mejor la historia del cine. Roland Barthes no se habría mostrado tibio si hubiese escuchado opiniones que relacionasen el cine de Tarantino con la Historia con mayúsculas. A él le desagradó profundamente Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975, Pier Paolo Pasolini) porque hacía que el fascismo pareciese metafórico, irreal. De haber visto películas de Tarantino como Malditos bastardos (Inglorious Basterds, 2009) o Django desencadenado, no sé si se las habría tomado de forma tan grave como para deplorarlas por negar el nazismo y el esclavismo con sus insolentes fantasías (un grupo de soldados judíos mata a Hitler antes del Holocausto; y un pistolero negro libera a los esclavos de una plantación antes de la Guerra de Secesión). Una cosa está clara: ni la una ni la otra contribuyen a hacer más comprensibles los dos períodos históricos en los que se enmarcan, propiciando un alto grado de confusión entre quienes pretendan utilizarlas como lecciones de algún tipo.
Voluntaria o involuntariamente, Tarantino ha provocado equívocos desde el inicio de su carrera. ¿Acaso olvidamos que Reservoir Dogs fue, en su momento, un punto de inflexión en el género policíaco, que supuso algo así como el arranque de una nueva ola en el cine moderno? Aunque ya antes había habido demasiados policíacos adelantados a su época, como Forajidos (The Killers, 1946, Robert Siodmak), Atraco perfecto (The Killing, 1956, Stanley Kubrick) o A quemarropa (Point Blank, 1967, John Boorman), hubo entonces quienes vieron en Quentin Tarantino a un nuevo Orson Welles o a un nuevo Jean-Luc Godard, seguramente porque no sabían de qué estaban hablando o porque jamás habían visto una sola película de Welles o de Godard, y también porque no acababan de procesar lo que Reservoir Dogs tenía de anómalo. Pero a Tarantino no le hace falta parecerse a nadie para ser un cineasta personal. Su talento no estriba en alterar nuestra percepción de las estructuras narrativas, pese a jugar con el raccord y la lógica temporal como le da la gana; estriba en todo caso en haber enseñado a hablar de una manera anómala a muchos personajes del cine contemporáneo y en haber creado situaciones que, aun siendo bobas y careciendo de lógica, han acabado convirtiéndose en clichés icónicos gracias a su habilidad para dotarlas de unos diálogos y unas bandas sonoras capaces de infundir un espíritu nuevo a las imágenes. Un espíritu vivo, libre, poco reverencial. Por eso hablar sobre una canción de Madonna resulta tan chic mientras se prepara un golpe a una joyería en la primera secuencia de Reservoir Dogs y mola tanto escuchar a dos asesinos hablando sobre las hamburguesas de McDonalds antes de matar a varios jovencitos en Pulp Fiction.
Sí, el cine de Quentin Tarantino tiene algo de liberador. Con él decir polla, negrata, chochito, maricón o chute es realmente fácil. Ninguno de sus personajes tiene pelos en la lengua, otra cosa es que tengan o no cerebro. Matan, follan, discuten, pelean o se insultan sin despeinar los encuadres, sin alterar el ritmo, como quien hace solamente aquello que le piden y lo que los espectadores esperan de él. Aunque no son ángeles, tampoco son diablos; y esto último es importante dejarlo claro. No vale la pena perder el tiempo analizando cuestiones éticas en la obra de Quentin Tarantino porque en sus imágenes no cabe tal cosa. Ni siquiera sus historias necesitan justificar frecuentes saltos adelante y atrás. Sus películas dejan sitio para la espontaneidad, admitiendo desarreglos, a veces incluso la fealdad visual del cine de serie Z y cierta anarquía argumental propia de los pastiches.
Las libertades de Tarantino no se las permitirían jamás los hermanos Coen, que son demasiado perfectos, demasiado cerebrales hasta cuando no tienen nada que decir, y por eso carecen de vitalidad. Se les admira sin quererles. Les falta el carácter artesanal e inmediato que tienen algunas obras simples y al mismo tiempo rotundas, como los cuadros de Vincent van Gogh, las novelas de Dashiell Hammett o las canciones de Billie Holiday. Comparado con ellos, que con cada plano pretenden construir una imagen para el museo de la historia del cine, Tarantino actúa con menos sentido de la autoridad, permitiendo entre otras cosas que sus productores intervengan en el proceso de montaje de sus películas (acaso confiando en que por mucha tijera que metan no dejarán de pertenecerle a él exclusivamente).
Dicho esto, insisto en que comparar Lincoln y Django desencadenado, como hicieron en su momento muchos espectadores y críticos, resulta tan insensato e innecesario como comparar al conde de Lautréamont y Siniestro Total, sobre todo si es para elegir uno en detrimento del otro. Susan Sontag habría sugerido que nos quedásemos con los dos en lugar de hacer elecciones, porque entonces está claro que elegiríamos Lincoln y al conde de Lautréamont. Del mismo modo que ni Lincoln ni Django desencadenado son libros de historia, y verlos como tales sería un error, ni Steven Spielberg ni Quentin Tarantino son otra cosa que entertainers, cada uno a su manera.
A Tarantino, no obstante, más que colocarlo en el terreno del revisionismo o de la postmodernidad, yo lo colocaría en el terreno del arte abstracto para evitar interpretaciones odiosas o comparaciones injustas. De ese modo, ya no tendría que ser un narrador inferior o superior a Steven Spielberg, y tampoco tendría que ser más o menos bobo por el alcance conceptual de sus propuestas. Su desenfado paródico, de hecho, lo situaría a la altura de los garabatos de Jackson Pollock, que cualquier niño podría hacer aunque ninguno podría colocar fácilmente en un museo porque en arte hasta para ser infantil es necesario saber en qué consiste la tarea. Y Tarantino desde luego lo sabe. Después de las dos partes de Kill Bill (Kill Bill, 2003-2004), quiso llegar al grado cero de la escritura fílmica con Death Proof (Death Proof, 2007) y el experimento, en mi opinión soberbio, lo puso contra la espada y la pared de cara a la industria. Eso le obligó a recular y refugiarse de nuevo en sus supuestos esquemas revisionistas, aunque no para volver sobre el thriller o las películas de artes marciales, sino para introducirse en territorios nuevos donde su perversa imaginación pudiese volver a ser transgresora sin necesidad de estandarizarse. Fue entonces cuando apareció Malditos bastardos, una película de género bélico ambientada en la Segunda Guerra Mundial pero sin pretensiones de hacernos entender o ver la guerra de una manera diferente de como la habíamos visto hasta ese momento. Si la máxima ambición de Steven Spielberg al rodar La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) y Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998) consistía en sacar partido de las nuevas tecnologías para proporcionar más verismo a dos relatos ambientados durante un contexto real, Tarantino con su película tan solo quería divertir. Allí donde los argumentos de Spielberg eran demasiado simples porque iban destinados al gran público (en general ignorante hasta de los cimientos más básicos para entender cualquier hecho histórico anterior a su fecha de nacimiento), la falta de argumentos de Quentin Tarantino nos sirve al menos para replantearnos cómo han utilizado otros cineastas, artistas o intelectuales esos argumentos. Si pensamos en el ligero alboroto que se formó en torno a su manera de presentar a Hitler o de referirse al Holocausto en Malditos bastardos, enseguida nos vienen a la mente esas mesas redondas o programas televisivos donde los historiadores, los periodistas, los novelistas o los intelectuales se enfrascan en acaloradas discusiones sobre cualquier tema, enseñándose los dientes para alejar a cualquier posible intruso de sus terruños, como si el tema únicamente les perteneciese a ellos.
Aunque se le considera un director violento, Quentin Tarantino siempre ha preferido quedarse con las formas allí donde Samuel Fuller o Sam Peckinpah también le proporcionaron importancia dialéctica a la violencia. Como Sergio Leone y algunos directores asiáticos, se ha quedado en el terreno paródico, en su caso porque carece de la fe necesaria para posicionarse a favor o en contra de nada. Su ideología, si la tiene, debe de ser un melting pot como sus películas, un cruce intercultural e intertextual que se queda en la superficie para reivindicarla como única forma de verdad, a diferencia de quienes con cada película pretenden ofrecer una cosmogonía a partir de una perspectiva regionalista. No es un terrorista ni un saboteador, tan solo un gamberro que nos ayuda a expandir el campo de acción de nuestros sentidos, como hace Pedro Almodóvar en España.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: