Hace tiempo que quería escribirte. Según parece, fuiste una “aventura”, aseguró una vez el periodista Ignacio Camacho. La “más incierta, hermosa y fértil de la España moderna”, nada menos. No sé: no soy de grandes palabras. De lo que estoy seguro es de que te hicimos entre todos y de que te hicimos aunque nos cagáramos de miedo. ¿Te acuerdas de que una vez vi a los grises subiendo pistola en mano por Princesa? Y al cabo de unos meses, a Adolfo Suárez votando. Inaudito. No que Suárez votara: que votáramos todos. Pues así era y allí estaba yo, incrédulo delante de Suárez y camuflado entre los fotógrafos como uno más, y eso que la cámara cargaba película, no como ahora que tira fotos hasta mi madre. Mientras enfocaba de cualquier manera, disparaba, rebobinaba y vuelta a empezar —ni motor para rebobinar tenía—, pensaba, alucinado: “Esto habrá que contarlo un día, y habrá que contarlo despacio, porque nadie se lo va a creer”. Bueno, pues “esto” terminó llamándose “La Transición” y lo contó con brillantez Javier Cercas en un libro memorable, Anatomía de un instante, que se refiere al instante en el que todo estuvo a esto de irse al cuerno. De modo especial, al instante en que lo impidió el gesto torero de Suárez enfrentándose a los golpistas del Veintitrés Efe cuando agredieron a Gutiérrez Mellado. La cosa fue que lo hicieron delante de un fotógrafo con unos huevos como (los de) el caballo de Espartero y de una cámara de la tele que estaba encendida y transmitiendo sola; sus servidores, como artilleros desbordados, la habían abandonado, pero sin apagar, con muy buen criterio, de modo que registró la anécdota completa, una tontería que cambió la Historia, porque gracias a ella y al fotógrafo la anécdota se convirtió en gesto, y el gesto en símbolo. Y los símbolos son muy poderosos. Sin el simbolismo que adquirió la generosa reacción del presidente Suárez, que inmortalizada de chiripa a su vez lo ha inmortalizado a él, el asunto bien pudiera haber acabado de otra manera, como el rosario de la Aurora y a morir por Dios, que estuvo representado en la Transición por el cardenal Tarancón Al Paredón: no hay momento importante en la Historia de España en el que Dios no ande por medio. Como el paredón, igual.
El periodista Gregorio Morán había sacado hace cuarenta años un libro con un punto de vista bien distinto. En Adolfo Suárez, historia de una ambición, el joven Morán se ponía como los de Podemos o los del Opus Dei, o sea, inmaculado, puro y limpio, y lamentaba jeremíaco que Suárez fuese un trepa, un falangista y un ambicioso. Hombre, me digo yo, si no eres ambicioso te quedas en casa. Un político ha de querer El Poder, como Gollum el anillo, y para eso no necesita abuela ni escrúpulos, lo que necesita es un ego que no entre en la catedral de Burgos aunque salga el Santísimo. Y Suárez lo tenía. El libro de Morán, en todo caso, enseña muy bien cómo se veía realmente la figura de Suárez en los años ochenta, veinte antes de su canonización. Como la de un sinvergüenza. Es muy español eso de llamar “sinvergüenza” al que se limita a hacer lo que tiene que hacer y “estadista” al que pía brillantemente y no hace ni el huevo, así se esté hundiendo el Titanic bajo sus pies. Cuando se está hundiendo el Titanic lo que hace uno es achicar con más o menos fortuna, pero achicar, y deprisa, aunque por dentro piense que el capitán es un piernas. En fin ¿qué más da? Luego le pones su nombre al aeropuerto, y a correr.
El tercer libro del que quería hablar es Sábado de Gloria, primera entrega de la “saga” del comisario Bernal, un personaje que me divierte mucho. Sábado de Gloria es una novela policíaca que escribió un inglés que quería hacer “algo sencillito” sobre la España cotidiana y acabó escribiendo una saga. La primera entrega apareció en 1979 en el Reino Unido; en España apareció en 1983, debidamente traducida. Trata de la complejísima legalización del Partido Comunista en el curso de la Semana Santa de 1977 y recrea aquel Madrid de los setenta (que por otra parte ya estaba en El diablo cojuelo: aquí no hay nada inventado). David Serafín, que es como se llamaba el inglés, usó la plantilla que estableciera Georges Simenon para su comisario Maigret usando la de Conan Doyle: “Sherlock, más intriga, más Londres”. Desde luego no es casualidad que Doyle falleciese en 1930, justo al aparecer el primer Maigret, Piotr el Letón, novela que por cierto está en el catálogo de la Editorial Acantilado al alcance de todos los españoles.
También en 1930 aparecía en los USA El halcón maltés, de Dashiell Hammet, que igualmente seguía el modelo o plantilla de Conan Doyle, pero con otro sesgo distinto al de Simenon que puede resumirse así: “la cochambre corrupta de una (puta) ciudad (de mierda) —Los Ángeles, San Francisco o la que sea—, más intriga, más un detective marginal y privado que le da a la priva”. Otro grande, Raymond Chandler, contribuyó a fijar esta fórmula, que en pocos años conocería gran difusión gracias al cinematógrafo y, muy en particular, a dos películas de la Warner protagonizadas por Bogart, El halcón maltés (1940), basada en el texto de Hammet, y El sueño eterno (1946), que tiene como base uno de Chandler de 1939 y un guión que escribió William Faulkner.
En cuanto a la plantilla que había implementado Simenon en Europa, puede formularse como “mi París, más intriga con olor a col, más el comisario Maigret”, y es directa responsable de que hoy las librerías de toda Europa estén invadidas por una tropa de detectives que viven en casas de vecindad, tienen reuma, hacen la compra y sorben la sopa, llámense Montalbano, Jaritos, Wallander, Chamorro o Brunetti. El camino lo señalaron en 1979 el comisario Bernal y Pepe Carvalho: si ese año aparecía en UK Saturday of Glory, que protagoniza Bernal, en España ganaba el Planeta Los mares del Sur, que protagoniza Carvalho y que, con los años, adelantaría por la izquierda a Bernal con una Barcelona más caliente y expresiva que el triste Madrid provinciano en el que se desenvolvió el policía parido en la Cambridge University por David Serafín, seudónimo de uno de esos británicos enamorados de España que donde se dejó las pestañas fue en el estudio de nuestra (rica) literatura medieval.
Otro de los numerosos méritos que adornan la saga Carvalho, y no el menor, es haber contado la Transición desde Barcelona, y no desde Madrid. Montalbán era un sabio, y con su Carvalho puso Barcelona en el mapa (y no la dichosa Olimpiada). Una Barcelona mítica, imaginaria y más falsa que un billete de trescientos euros, pero tan bella, canalla, maravillosa y literaria que ha hecho un clásico del improbable detective creado por Montalbán, cuya fórmula se enuncia así, “mi propia Barcelona personal, más una intriga urdida por canallas con corbata, traje y despacho, más Pepe Carvalho”. En fin, querida Transición, que igual te hicimos sólo para surtir de material a Vázquez Montalbán, catalán con ascendencia gallega, igual que el otro Vázquez. Y es que en cuanto rascas un poco, la catalanidad se diluye. Los catalanes no son más que gallegos disfrazados.
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Para Susana Rizo, montañera, bibliotecaria, escritora, amiga, catalufa sin remedio y barcelonesa hasta las cachas. Va por usted.
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