Lo que hoy llamamos en Madrid barrio de las Letras era, en el siglo XVII, la dehesa donde pastaba un «ganado» de difícil lidia. Todos ellos con enorme instinto y peligro. Escritores llamados Quevedo, Góngora, Cervantes y Lope de Vega, entre otros. Sin proyecto previo alguno, recogiendo papeles viejos y sucios por distintos rincones de mi taller, encontré manchas con restos de lo que fueron intentos o bocetos de serigrafías mías de etapas pasadas.
Medio jugando con estos papeles irrumpió una mancha que podría ser una cabeza de Quevedo, poeta al que releo con insistencia al igual que su prosa. Como escribió Cervantes, su vecino, había en otro lugar de La Mancha, en otro rincón de «cuyo nombre no querría acordarse», la Torre de Juan Abad. Allí estuvo preso el poeta y, supongo que como Fray Luis de León, la Santa Inquisición le mostraría continuamente el mechero con que encender el fuego con que incinerarlo vivo.
Sobre su pecho, en el lateral izquierdo, encima de su inmenso corazón de poeta, iba marcado con el «hierro» de la Orden de Santiago. Cojeó y peleó por Madrid todo lo que quiso y pudo. Pateó con su pata de cojitranco la panza del Conde Duque de Olivares, señorito del rey Felipe IV.
Retrató con justa crueldad eventos, duques y reyes del momento. Retrató la España de los truhanes, los pícaros, las putas, los fisgones, los sastres y barberos. La España que le tocó vivir. Y lo hizo con el estoque de su pluma cargada de tinta, que no era otra cosa que la sangre de Satanás.
Con estos rasgos, con los datos sin par de su biografía y con lo que he sido capaz de asimilar de su inmensa obra en verso y prosa, he tratado de hacer el retrato pictórico que aquí vemos.
En Villanueva de los Infantes, pobre y cojo, nos dedicó a muchas generaciones pasadas y futuras su última mirada de gafa gorda.
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